Había un sofá, un televisor, un edificio, escaleras y muchos panquecitos. Cada que llegaba a casa, ella me preguntaba:
—¿Qué traes? —A lo que siempre le respondía:
—Te traigo panquecitos.
Jamás en la vida había visto a alguien tan feliz y tan atractiva con panquecitos en la boca. Comerlos era para ella todo un ritual.
Con panquecitos, ella hacía de todo: los miraba, los estudiaba, les daba vueltas, comprobaba mediante pequeños apretones la esponjosidad del pan, creaba un eclipse televisivo colocándolos entre ella y la televisión, jugaba a René Magritte y se convertía en la hija del hombre (pero con panquecitos), los hacía llover en la sala y convertía el sofá en su Golconda, se convertía en Eva a la primera mordida, y no dejaba de ser Eva hasta que no quedara rastro alguno de sus pequeños postres.
En las tardes en que el pan gobernaba la sala, todo era amor y alegría. No había pleitos ni malos entendidos y las noches terminaban en un espectáculo digno de un circo romano o de telenovela de horario estelar.
Con panquecitos, Eva era la ganadora total de todos los juegos del «Jeopardy», cantaba muy bien las rancheras, aplastaba el botón seleccionador con todos los participantes del «American Idol», reía con los programas infantiles más sosos, resolvía los más grandes problemas del mundo y, como logro máximo, me amaba locamente.
Con panquecitos, abandonaba el sofá y se sentaba sobre mí.
En ese tiempo, para ser feliz, solo me bastaba Eva con panquecitos.