El número de Dunbar-Machín


Durante la pandemia del COVID-19, Juan Machín dedicaba mucho más tiempo a las redes sociales que anteriormente, a pesar de haber sido siempre conspicuamente asiduo a las mismas. No sólo subía cotidianamente fotos a Facebook, Instagram, Twitter, Linkedin, Pinterest y su página de artista, sino que conversaba virtual e interminablemente con diversas personas, en especial mujeres que conoció, directa o indirectamente, por medios electrónicos. Aparte de chatear regularmente con Pili, su amante, y algunas examantes que habían devenido buenas amigas, como Hope, Juliana y Wanda, Juan le escribía diariamente a Martha, una de sus modelos preferidas y a quien pretendía desde antes de la pandemia. Otras amigas con las que estaba en permanente comunicación eran Gabison y Camila. Pero no fue sino hasta que conoció a Cristina, una hermosa norteña que se ofreció como modelo para la portada de su libro más reciente, que Machín comenzó a enamorarse y tener amantes virtuales. Con Cristina fue una relación intensa pero fugaz, que acordaron denominar “noviazgo platónico” y terminó en la promesa de Cristina de seguir siendo su más fiel lectora para siempre. Simultáneamente, conoció a Jeannette, una hermosa artista boliviana, de quien hizo numerosos retratos. Le siguió Sumissie, quien le pidió la dibujara para verse a través de su mirada de artista, y que rápidamente se convirtió en su sumisa, cumpliendo diversas tareas eróticas y recibiendo castigos cuando no cumplía. Elena, a quien conoció primero en una foto, enviada mediante Whatsapp por su amigo José Guerra, con la apremiante solicitud de que la dibujase y que, posteriormente, retrató en una sesión de fotos con ambos, de la que terminó enamorado Machín.

Juan tenía cerca de cuatro mil “amigos” en Facebook, a muchos de los cuales no conocía personalmente, pero eran amigxs de sus amigxs y siguiendo las sugerencias del algoritmo de la plataforma, les había enviado solicitud de “amistad” y había sido aceptado, al tiempo que admitía casi cualquier solicitud que, a su vez, recibía. En principio, por mera transitividad, si no conocemos a una persona pero tenemos amigxs en común, es muy probable que lleguemos a conocernos y nos volvamos amigxs también. Y, a fin de cuentas, de acuerdo a las investigaciones de Stanley Milgram, todas las personas del planeta estamos conectadas, en promedio, a tan sólo 6 grados de distancia. Es decir, yo conozco a alguien que conoce a alguien que conoce a alguien que conoce a alguien que conoce a alguien que conoce a quien sea en el planeta.

Las personas somos seres sociales, casi por definición. Sin embargo, a pesar de la apariencia que nos ofrecen las redes sociales de que podemos tener miles de amistades, en la práctica la cantidad real de relaciones que efectivamente podemos sostener está limitada por diversos factores. Ya en 1992, el antropólogo Robin Dunbar había propuesto que una persona puede relacionarse, de manera plena en un sistema social determinado, sólo con una cantidad máxima de personas. Este límite depende, según Dunbar, principalmente del tamaño del neocórtex cerebral y la capacidad que tiene de procesar información. Dunbar se basó en estudios con diferentes especies de primates y encontró que todas las especies pueden mantener contacto sólo con un número limitado, formando grupos de un determinado tamaño máximo, correlacionado con el volumen del neocórtex cerebral. Para el caso de los humanos, después de un exhaustivo estudio, determinó que ese número era de 147.8 miembros. Redondeado a 150, obviamente, se le llamó Número de Dunbar en su honor. Un factor clave que también limita el tamaño de los grupos humanos, según propuso Dunbar, es la inversión de tiempo que las personas deben dedicarle a los otros miembros del grupo.

Las redes sociales aparentemente amplían de manera ilimitada la cantidad posible de relaciones, al facilitar las interacciones de muchas maneras, como el desarrollo de los emoticonos, el recordarnos los cumpleaños, sugerirnos amistades, formar grupos, intercambiar mensajes, realizar videollamadas, permitirnos etiquetarnos, etcétera. Y, tal vez, en plena Era de Internet el número de Dunbar rebase los 150.

Sin embargo, Machín pudo comprobar que era imposible tener un sinnúmero de amores simultáneamente, por lo que decidió acuñar el número de Dunbar-Machín para determinar el tamaño máximo de una posible red poliamorosa. Retomando la idea central de Dunbar, ese número está determinado por la cantidad de información que es posible manejar y la cantidad de tiempo para invertir a cada relación. Y, habría que agregar, en la rapidez para escribir y pasar de un chat a otro, y de Messenger a WhatsApp. La idea se le ocurrió en pleno chat con Elena, cuando enviaba uno de los cotidianos saludos a Martha y Sumissie le preguntó qué tarea le encomendaba y un nuevo contacto le ofrecía una sesión de sexo virtual y entraba una llamada telefónica de Pili. Probablemente, el número de Dunbar-Machín no podía ser mayor a cinco. Y cuando pasara la pandemia, seguramente, debería ser aún menor.

Anatomía de los abrazos


Pixabay.com (CCO)

«Me gustan los abrazos», se dijo Marina suspirando.

«Me gustan esos en los que se entrega el alma, que te dejan sin respiración y te hacen olvidar cualquier cosa», pensó imaginándose en brazos de un ser amado.

«Me gustan los que te regalan consuelo cuando estás afligido, dolorido o triste. Como los de tus padres cuando te caes y te has pelado una rodilla; o llegas de la escuela después que alguien se ha reído de ti; o te han dejado sola con un hijo que criar y no tienes ni idea de cómo hacerlo; o porque ves tu infancia partir con ellos», reflexionó mientras una lágrima bajaba por su mejilla.

«Me gustan los abrazos que te entregan lealtad y fidelidad. Como los de los amigos que, aunque te hayan visto ayer, o hace unos días, o no te hayan visto en un millón de años, con solo su contacto te aseguran que siempre estarán contigo cuando los necesites», razonó y sonrió.

«Me gustan los que te dejan sin aliento y detienen tu palpitar, como el primero que te dio tu amor en un momento cálido e inolvidable. Como el que te dio el día de la boda frente a muchos —o pocos— testigos. Como el que le diste a tu primer hijo cuando lo tuviste en tus brazos y a los que llegaron después», meditó emocionada.

«El abrazo es la caricia más completa», discurrió.

«Puede venir acompañado de besos, de palabras cariñosas, de roce de mejillas, de enredo del cabello entre los dedos, de golpecitos o de que coloquen las palmas de las manos en la espalda, de forma tal, que te sientas superseguro».

«Pensemos en los abrazos a cámara lenta», profundizó hablando consigo misma.

«Se abren los brazos, se estiran lo más ancho que se pueda para abarcar, no solo el cuerpo sino también el alma del abrazado. Se saca el pecho y el corazón empieza a latir a una frecuencia excesiva ante tanta anticipación. Una risa nerviosa o un llanto profundo te van indicando la fuerza y el tiempo que debes dedicar a esta tierna —o no tan tierna— caricia. La mayor parte de las veces no se piensa, te lanzas para hundirte en esas extremidades que te esperan, ávidas de ese contacto que es tan necesario tanto para uno como para el otro».  

«Otras veces la timidez te retrae y te asaltan las dudas. ¿Olerás bien, es un evento sorpresivo, inesperado?».

«Lo cierto es que, cuando rebasas las dudas, si te gustan los achuchones tanto como a mí, recibirás a la otra persona entera, la apretarás, cerrarás los ojos, le darás golpecitos en la espalda y descansarás en esa caricia siempre disponible, simple y perfecta».

Marina terminó sus cavilaciones, deseó que la pandemia terminara, jurando que abrazaría a todo aquel se le cruzara en el camino.

Último día


Fotografía por Crissanta.

Recuerdo el último día,
el que viví sin pensar que lo sería,
el de la vida «normal»,
el de la rutina y la prisa.

Despertar, desayunar,
correr de aquí para allá,
dejando cosas listas,
manejar,
compartir la ubicación
en el celular
(siempre es la misma ya).

Recuerdo llegar y saludar,
las sonrisas,
las mismas bromas compartidas,
la piezas de piano,
que mi maestra escogía,
sonando como un fondo a las voces
de nuestras risas
(y no distorsionadas
desde un mal auricular).

También los saludos
de aquellas que se iban,
y vestirse de prisa
alrededor de las demás.
«¿Cómo está tu hijo?».
«Salúdame a tu mamá».

Extraño de aquel día
moverme con libertad
saltar, preparar, girar,
grand battement a la segunda,
una pirueta en arabesque
(y no siempre passé, passé, passé).

Recuerdo volver a casa
siempre sintiendo tardanza,
correr, manejar, acelerar,
la llanta ponchada esa vez;
la mujer de la gasolinera
intentando inflarla,
diciéndome luego:
«Corra a casa»
(hablándome sin máscara
a una distancia insana).

Entrar a casa
sin descalzarme en la entrada,
sin lavarme como infectada,
dar un beso en la boca,
acariciar a mi perra
y cargar a mi hijo
sin cambiarme la ropa.

Atesoro de aquel día
una extraña salida,
un festejo con cena,
una velada divertida.

Recuerdo el patio con bar,
la gente compartiendo mesas,
el mesero que rió de mi broma
sobre mi tarro de cerveza,
mis ganas de regresar
al mundo de las personas
tras mi propia cuarentena
de la reciente maternidad.

Atesoro el tiempo de la cena,
mi trastabillar en tacones
con solo una copa de más,
la gente en la mesa cercana,
el personal del lugar
escupiendo felicitaciones
sobre el postre en nuestra mesa.

Extraño la vuelta a casa
mirando las luces de la ciudad,
y el ruido del fin de semana
(pero este silencio lo amo más).

Recuerdo el último día
que sé que no volverá.
Añoro el último momento
antes del aislamiento,
antes de la reclusión impuesta,
previo al temor, la ansiedad,
la muerte y la enfermedad.

Pero también amo la calma,
la vida en casa,
la distancia social.