Suceda lo que suceda


Sucede que dejé
desvestida a mi alma.
Sin ropajes cruzó
laderas, caminos,
ríos y montes.
Hizo de las nubes
su primer viso.
Pisó mentiras,
las que fingieron ante ella.

Sucede que corté
el lirio del balcón,
a ras de tierra.
Ese que sembraron,
una vez, tus manos.

Divagaba fluyendo entre lo que veía sin mirar
y lo que no llegaba a notar.
Consciente del brote de las hojas,
del ruido en la tierra,
haciéndose paso
para salir.

Sucede que entro en mi alma
y en ella me cubro contigo:
me acuerdo de ti y
me acuerdo de mí.

Sucede que era otra contigo
y eras parte de mí.

Sucede que marchito el lirio,
mi alma triste, impenetrable.

Sucede que tras el fino velo,
sopla el viento mi miedo.
Repartiendo brío
para primavera.

 

En siete días


Se quejó la pena,
alejada.
La nada ríe
en un pestañeo,
acercándose.
Lo predecible celebra
con un brindis.
Levanta su copa
hacia la costa.
La brisa ventea
la cortina,
en señal de paz.
Llega a tierra
y muestra bandera:
garras de león,
medio corazón
y cadena anclada.
El marinero en su barco,
el faro cerca de tierra,
las noches de verano
y la luz estelar.
Y te veo suspirar,
cubro de rojo la arena.
Y tú miras hacia aquí,
poniendo rostro
al suspiro.

Gotea mi corazón


Ni las palabras
hacen serpentear mi lengua
como tú.
Mi corazón gotea,
cada segundo,
contigo.
Plic. Plic. Plic.
Mis pulmones soplan
aire del que le falta
a los pájaros de mi cabeza
y a las mariposas
que eché con alas en polvorosa
en alguno de mis suspiros.
Acerco mis manos
a un curso de agua fresca
y me vomita encima.
Mi glossa repta,
a través de un laberinto carnoso,
profundo y húmedo.
Gotea mi corazón.
Plic. Plic. Plic.
Hasta desaguar.

¿Feliz?


Parados en el semáforo

esperan a cruzar

un hombre y una mujer

con

un carrito de bebé.

Él abre los brazos

y se estira.

Ella

por debajo

le abraza

sonríe

y

cierra los ojos.

Aniversario


Un año hace ya que esto comenzó
y parados nos miramos
en el mismo lugar
no mucho cambió,
solo nos desnudamos
sudamos nuestras almas
con tal de no llorar.
 
Tú me haces muchas preguntas
solo algunas habré de contestar,
yo sé que tienes muchas dudas
que no puedes disimular.
Sabes bien con quien te metes
o al menos eso sueles afirmar,
no es mi culpa tu sufrir
o quizá sí
pero sabes que puedes marcharte
cuando te quieras ir.
 
No soy una apuesta de largo plazo
llévate lo que puedas de mí;
abusa de mi cuerpo
aunque sea solo a ratos,
no perdones nunca mis ganas de huir.
 
Hace un año ya que me hablaste
que me invitaste a besar tus pechos
y a compartir alientos
has visto tú mis miedos
te han parecido raros y secos
quizás solo sea que me hace falta
tener el par bien puesto. 
 
Pero todo lo has visto
y algo te gusta de mí;
las canas que aún no salen
y mis besos de imprevisto,
mis dedos perdidos
y mis labios en tu ombligo,
sé que te gusta de mí
lo que soy en tu cama y en tu olvido.
 
Hace un año ya
que fingimos ser solo amigos
pero nos queremos entre sábanas
sobre todo si es domingo
y aunque sé que a pesar de todo
todavía nos mentimos,
puedo ver tu rostro sumergido
en mis versos sin sentido
no entiendo si es cariño
o tan solo masoquismo
una muerte lenta
que me incendia con cinismo.
 
Hace un tiempo ya
que anhelo poder escribir
y poderme confesar
dictar mis pecados sin sentencia
porque no hay quienes lleven mis cuentas;
siempre quise un talento
sobre todo ese de ser feliz,
aunque me cueste la vida misma
y hasta de ti deba aprender a morir,
como un final inesperado
una sorpresa sin sabor
mientras observo con cuidado
como el bueno de la historia
se convierte en perdedor.

Oquedad (sobre la pérdida irrecuperable y el remordimiento que le sigue)


Recibí la noticia de su muerte en un sobre cerrado, una mañana oscura del primer día de invierno. La nota contenida en su interior era breve, había sido escrita en un papel amarillento con bordes dorados, en un tono solemne que me resultó distante, ajeno a toda lógica o realidad admisible. Algunas letras se habían borrado debido a los cambios de temperatura producidos en la peripecia del recorrido, pero me bastaron las dos primeras frases en letra cursiva para comprender la dimensión de su significado, y enterarme de ciertos detalles.
De súbito, los párpados se me pusieron pesados, los pies y brazos comenzaron a temblarme. Por una fracción de segundo, olvidé quién era, cómo había llegado hasta allí. Desde el otro lado de la puerta, el cartero me veía con mirada expectante, ansioso porque firmara y le dejase marchar. Pero yo era incapaz de reaccionar, incluso de hacer el más mínimo movimiento. El mundo había dejado de existir en ese instante, aunque las manecillas del reloj de pared continuaran marcando una hora indefinida a cada momento. Logré salir del estado de abatimiento unos minutos más tarde, pero permanecí absorto y cabizbajo. El conocimiento de su partida me conmocionó a tal grado, que me fue imposible pronunciar palabra alguna.
Caminé hasta la cocina y me serví una taza de café caliente, tratando de poner orden a mis pensamientos, buscando una idea o sentimiento para contraponerlo al dolor. Temía derrumbarme ahí mismo, sobre el gastado linóleo sin color que recubre el suelo de la pieza; ceder a los caprichos de la angustia liberada en cada parte de mi ser. Desde niño, el mundo siempre me pareció un sitio trágico, proclive a la desgracia humana, pero ahora, la violencia de esos arrebatos infantiles poseía un rostro y cuerpo conocidos, un nombre familiar que había brotado de mis labios con dulzura tantas veces. Esa rabia indolente de mis primeros años, apareció representada en el final trágico de nuestra historia sin aviso o advertencia previa, y pronto no quedaría nadie más para contarlo, para confirmar lo felices que fuimos.
Pensé también en lo inefable del destino, la crudeza sorpresiva con que fluye ese cúmulo de emociones subversivas que llamamos amor. Y la vi… la vi sentada junto a mí, en el viejo sillón de madera de roble. También me veía, con mirada intrigante y astuta, la mirada de aquellos años de juventud, cuando acostumbraba jugar con su cabello rebelde, oloroso a hierba seca.
Uno a uno, en desorden y en cuadros descompuestos, fueron apareciendo los únicos recuerdos que conservo en la memoria; el ala rota de la paloma, los laureles que crecían en el jardín de su casa, el azul ceniza del cielo sobre Cartago. Me detuve a rememorar la última ocasión que nos vimos, sin decirnos nunca un adiós o hasta luego, vestía un sombrero hecho de hojas trenzadas y una sombrilla para protegerse del sol. Caminamos descalzos por la playa aquella tarde, admirando el paisaje boscoso que emergía al otro lado de la orilla. Los arbustos armonizaban con su vestido de seda gris. Le gustaba pintar acuarelas, y tomar una copa de jerez antes de la cena. Ella era una mujer como pocas conocí, alegre, soñadora, me hacía sonreír a pesar de mi tristeza.
Reconocí entonces el peso ineludible de la culpa; los errores cometidos en el pasado, las noches en silencio, sin poder dormir, la sucesión de los días, cuando no supe decir cuánto la necesitaba. Así que fui en busca de un lápiz y papel, en un esfuerzo desesperado por redimirme; anoté los datos del remitente y escribí “No quiero que te vayas. No quiero perderte”.
Cada noche, antes de ir a la cama, corro la vieja manta enmohecida que protege la ventana; no sé por qué lo hago, qué espero que ocurra. Permanezco de pie, durante algunos segundos, tratando de ver a través del cristal roto. Afuera, no hay más que oscuridad.

El maestro


Suspiré lentamente, mientras los labios carnosos del maestro recorrían mi cuello bañado por el sudor. Debo haberle recordado una fierecilla del bosque en ese instante, porque el cuerpo —reacio a obedecerme— se contorneaba de manera curiosa y descontrolada, haciendo movimientos suaves y pausados que dejaban entrever mi actitud indecisa. Traté de concentrarme e idear una estrategia, pero el esfuerzo resultó en vano. La premura del momento, lo incómodo de aquella situación, habían bloqueado por completo mi capacidad de reacción. Perpleja, casi al borde de una turbación llevada a los extremos, fui incapaz de aprovechar los primeros segundos de vacilación; después sería demasiado tarde.

Varias veces traté de evadirme, sin lograr mi propósito. No pretendía ceder a los caprichos de su naturaleza agresiva, ansiosa por controlar la resistencia que oponía, pero tampoco me interesaba someterme con facilidad a sus bajos instintos y deseos inconfesos; entretanto, un escalofrío atravesó mi espalda, dibujando una línea imaginaria hasta la zona baja de mi cadera. Me estremecí al compás de sus brazos rodeando mi cintura, y por el rabillo del ojo pude ver cómo las manos entrelazadas del maestro crearon una especie de fortaleza de la que me sería imposible escapar.

Me atrajo hacia sí, presionando mis pechos contra la carne fláccida que colgaba en lugar de los suyos, contaminándome con su calor y un leve aroma a perfume barato. Entonces quise decir algo, pero de mi boca no salió más que un débil susurro, que fue interceptado por el maestro como una señal de asentimiento: mi suerte estaba echada. Comprendí que cualquier empresa resultaría infructuosa, calmaría mi sed de caricias en un mar de peligros, lleno de criaturas salvajes y animales desconocidos.