Bronce y dorado


ginkgo+venado

Astas enhiestas,
cronopio solitario,
frío ramaje.


Las hojas amarillas de un árbol de los cuarenta escudos (Ginkgo biloba) engalanan el fondo de la escultura de un cérvido en un paseo urbano de la ciudad de La Plata, Provincia de Buenos Aires, Argentina.

Mandala


Yo, así como San Francisco de Asís, creo en las aves. Y creo firmemente en que los polos opuestos se atraen o se repelen, sin puntos medios. Creo en el destino y que este tiene sus reglas. Creo en las aves y en su eterno mensaje de amor.

Yo, como San Francisco, soy un hombre de fe.

Esta tarde juego al dramágico. Desde aquí, desde mi ciudad. Encontré un mandala tan gigante que no cabría en mis manos. Camuflado entre árboles y baldosas.
Justo ahora estoy sentado en una banca del círculo medio. Desde mi posición, a mis cinco horas, una chica pelo-pintado se sienta en una de las bancas del círculo exterior. Con una playera de «Misfits», botas, overol y cigarrillos. En conclusión: mi total opuesto.
Puede que le llegue a gustar Sinatra o Sabina; o que bailemos unas cumbias y dos jarabes. Quizá le guste Jodorowsky, Fuentes o Rulfo, o el soccer.
Quizá sea feminista.
Es mi total opuesto, pero comparte conmigo el mandala gigante camuflado en este parque. Ella ignora que hay baldosas uniéndonos invisiblemente frente a nuestros ojos. Yo sí lo sé, y me siento comprometido a acercarme y hablarle. Pero tengo mis dudas.
Quizá ella cargue consigo todos los malos gustos del mundo, o sea yo quien tenga las respuestas erróneas. La única certeza es, así como San Francisco, quiero tener conversaciones del fin del mundo con ella, aunque ninguno de los dos seamos lobos.

Menos mal…


Hoy, después de mucho tiempo, decidí dar una caminata en la colonia al atardecer. Cielo parcialmente nublado, una fresca ventisca que hacía ver sensacional mi percudida chamarra de mezclilla, y mi caminar era el de aquél que en sus pasos deja ver que se ha puesto en marcha un episodio reflexivo que no terminará sino hasta que los pies pidan ese intercambio del zapato tenis a la comodidad de sus chanclas.

En esta ocasión no me acompañaron mis audífonos Marley (tesoro que llegó a mi vida a principios de año y que han sido fieles melómanos al reproducir tanta buena música a través de ellos), tenía ganas de escuchar las calles que me rodean, la gente, los pájaros –si, todavía cantan los condenados al momento en que el Sol comienza a ocultarse-, los niños jugando y al infaltable conductor neurótico que pita la bocina gracias al estrés ocasionado por ser aún lunes.

El destino final fue seleccionado: el parque detrás de mi antiguo colegio cuya más grande aportación a la historia de la ciudad de México fue haber poseído en sus dominios una tienda de Danesa 33 (¡esos sí eran helados, chinga!). Vaya, el sitio se ve mucho más verde de lo que recordaba cuando mis clases de educación física permitían ir más allá de los muros de la escuela (cual prisión, me cae), pero básicamente no presenta ningún cambio considerable.

Los juegos infantiles, los aparatos donde los mamers van a ponerse más mamers (pero de manera bien hipster, gooeeei, o sea, en contacto con la naturaleza), la caseta de policía –donde por cierto, cosa rara, siempre se ve a un protector de la justicia-, y la siempre particular cancha de basquetbol en la que –por increíble que parezca- el nativo ha descubierto la manera de utilizarla jugando tres deportes de manera simultánea; siguen siendo sus principales atractivos.

Tras recorrer los pasillos internos del jardín, y después de haberme puesto a jugar con unas lindas cachorritas (vaya, que no es lo mismo que “perras”), decidí embarcarme en una de las más grandes investigaciones que el hombre moderno haya llevado a cabo: saber si todavía se sigue yendo a echar novio al parque.

Quizá fue mi falta de contacto con más parques últimamente o la falta de atención a lo que en ellos sucede, pero la respuesta que la consulta arrojó fue aplastante: ¡se sigue yendo a echar novio al parque! (aquí suena de fondo All You Need is Love, de The Beatles, entonada por el suave canto de los mentados pájaros; bueno, no, pero hubiera estado de onda).

Uno se encuentra todo tipo de escenarios: los chavos fresas que corren el enorme riesgo de ser atracados mientras cortejan a la morrita que es más fresa que ellos; la pareja que no le importa nada de lo que sucede en el parque, a ellos les ocupa manosearse de principio a fin en la comodidad de una banca; también están aquellos que buscan hacer lo mismo, pero al interior de un auto (¿de quién se andan escondiendo, eh, par de cabroncitos?), y hay quienes prefieren demostrarse su amor o calentura bajo la sombra de un árbol y junto a un arbusto de tamaño considerable (¡estos fueron los más abusados!).

Una vez que estas imágenes dantescas fueron superadas y que mi periodo de reflexión me llevó a dibujar una sonrisa en mi rostro, emprendí el camino de regreso a casa. Mi andar ahora era el de aquel que ha logrado sacar buenas conclusiones de su dilema inicial, de quien se ha encontrado de nuevo con experiencias tan simples pero enriquecedoras, y del romántico que aún cree en el amor sobre todas las cosas.

Allá iba yo con mi cantar hasta que de súbito me encontré con el remedo de ser humano que por tener piernas creyó poseer la habilidad de manejar. Grandísimo animal, tan sólo por unos centímetros falló en su intento de dejarme en modalidad Oscar Pistorius… menos mal, ¿no?