La cooperante (X)


La entrega anterior la puedes leer aquí.

El Conseguidor estaba a punto de perder los estribos. La tentación de volarle los sesos al gusano español era cada vez mayor. No soportaba aquella mueca que pretendía aparentar una sonrisa socarrona. Ni siquiera las palizas que recibía periódicamente se la habían borrado. El muy cabrón sabía que no acabaría con él hasta conseguir los códigos del maldito Ruipérez, pero estaban llegando al punto en el que los cien millones le importarían menos que quitarse de en medio aquella cara repugnante.

La vibración del móvil le hizo aparcar la rabia por un segundo. Muy pocas personas tenían su número personal, así que debía ser algo importante. La llamada provenía de un número desconocido. Estuvo a punto de ignorarla, pero le pudo la curiosidad.

Aló?

—Hagamos un trato.

—¿Cómo dice? ¿Quién es y cómo se atreve a…?

—Mira, Al Capone, estoy muy cansado, no imaginas cuánto. Quiero acabar con este asunto de una puñetera vez y retirarme a alguna isla desierta a no hacer nada durante el resto de mis días. Así que escucha.

El Conseguidor estaba rojo de ira. Aquel tipo que se había convertido en un dolor de cabeza insoportable, que se había atrevido a interferir en sus planes, atacando a sus hombres y robándole la joven, ahora pretendía chantajearlo.

—No sé quién te crees que eres, pero te puedo garantizar que estás acabado.

—Sí, sí, lo que tú digas. Escúchame bien, porque no lo voy a repetir: tengo los códigos que buscas. —Al Conseguidor se le escapó un bufido de rabia—. Si quieres el dinero, me vas a tener que entregar al ministro para que sea juzgado en España. Sólo entonces te transferiré sesenta millones y desapareceré del mapa para siempre.

—¿Sesenta?

—No pretenderás que me vaya con las manos vacías después de haber sobrevivido a los intentos de asesinato de esos aficionados que trabajan para ti… perdón, quería decir, trabajaban… —Al traficante se lo comían los demonios. Quería descuartizar a aquel tipo arrogante—, y de lo mucho que he tenido que investigar para localizar a Ruipérez.

—En estos momentos lo que más desearía en el mundo es tenerte aquí delante para matarte con mis propias manos…

—Lo siento, Al Capone, eso no va a ocurrir, así que decídete. La oferta habrá caducado en cuanto cuelgue.

—¿Y qué garantía tengo de que me ingresarás el dinero? La verdad es que casi me tienta más acabar de una vez con el ministro y luego ir a por ti.

—Como quieras. Si te hago esta oferta es porque me apetece mucho ver a ese cabrón entre rejas, pero si lo prefieres me quedaré los cien millones y en un rato tendrás ahí a toda la gendarmería del país.

El traficante estalló en carcajadas.

—Disculpa, pero es que tus amenazas son muy graciosas…

—De acuerdo. Suerte, Al Capone. La vas a necesitar.

—¡Un momento! No cuelgues.

La sonrisa de Robredo era la viva imagen del triunfo.

……………………………………………

Luis volvía a sentirse periodista. Aquella sensación de excitación permanente, con los nervios pellizcándole el estómago y todas aquellas ideas pugnando por salir a la vez de un cerebro que no dejaba de latir; y a la vez la impresión de estar viviéndolo todo desde fuera, como si asistiera a la proyección de una de aquellas películas que ya no se hacían, ‘Primera plana’ o ‘Todos los hombres del presidente’, lo reconciliaban con la profesión. Estaba disfrutando llevando a cabo la estrategia que iba a acabar con todo un gobierno corrupto y criminal. Caminar por el filo de la navaja y salir victorioso lo animaba a subir en cada nueva acción el grado de audacia.

Había vuelto a fumar y sobre el mármol de la cocina se disputaban el espacio botellas vacías de Jack Daniel’s con tazas vacías de café. Apenas dormía tres horas diarias, llevaba una semana comiendo pizza recalentada y por todas partes aparecían papeles garabateados y cuadernos repletos de apuntes.

Sin embargo, se sentía más vivo que nunca.

“Verá usté, lo que aparece en ese vídeo es todo mentira, salvo alguna cosa”.

Luis estaba editando la próxima cápsula sonora que haría circular por la red, cuando sonó el teléfono que, tal y como le había pedido “Garganta Profunda”, había adquirido en uno de aquellos bazares de barrio que afloraban como años ha lo hacían las oficinas inmobiliarias.

Después de hacerse con él se quedó esperando una llamada que, obviamente, nunca llegaría. ¿Cómo iba a saber el anónimo a qué número llamar, por muy buen espía que fuera? Entonces puso en marcha la maquinaria de su ingenio, hasta caer en la cuenta que de todos los archivos que contenía el pen drive que le había llegado en el sobre, sólo uno estaba nombrado con una serie numérica.

Aquella primera llamada no la respondió nadie, pero a los cinco minutos recibió otra de un número oculto. Era él. Y ahora también.

—Enhorabuena, señor Palacios. Tiene usted revolucionado el gallinero. —La voz, aunque distorsionada, dejaba entrever cierto tono triunfal—. Como recompensa a su excelente trabajo, le tengo preparada una nueva bomba informativa. Le acabo de enviar un mensaje de texto con unas coordenadas. Al juez le encantará descubrir a dónde conducen.

—¿Y qué…?

Pero Robredo ya había colgado, y otra vez lo había dejado con las ganas de hacerle mil preguntas.

Diez minutos después sonaba el telefonillo del portal.

—¿Sí?

—UPS. Traigo un sobre para Luis Palacios.

—Suba.

Dos minutos después firmaba el justificante de entrega y recibía a cambio uno de aquellos sobres de plástico que hay que destripar para acceder a su contenido. Buscó el remitente… “Deep Throat”. Sonrió.

Treinta segundos después, sentado en el sofá, entre papeles y migas de pizza, la sonrisa se transformaría en la mayor cara de asombro de la historia de la humanidad y, a continuación, en una incontrolable risa nerviosa.

La culpa la tenía un pequeño papel rectangular adornado con el sello del National Bank of the Caiman Islands en el que alguien había escrito la cantidad de 1.000.000€ junto a “Luis Palacios Giner”. Lo acompañaba una escueta nota en la que se leía: “Por las molestias”.

Cuando la sangre volvió a circular por su cerebro, lo primero en que pensó fue: “A la mierda el puto periódico y su maldito director lameculos”. Inmediatamente, empezó a pensar en nombres para el diario digital con el que pensaba revolucionar la triste escena periodística del país, aunque tuvo que interrumpir el brainstorming al tomar conciencia de la pregunta que pugnaba por salir a la luz: “¿Dónde coño voy a cobrar el talón?”

Continuará…

La cooperante (IX)


Si quieres, aquí puedes leer la octava entrega de la serie.

El edificio del Tribunal Supremo y todo el entorno estaba tomado por la policía. La Delegación del Gobierno había prohibido todas las manifestaciones y concentraciones de protesta convocadas para aquel día que, sin duda, pasaría a la historia. Sin embargo, y pese al grueso cordón policial, miles de personas se agolpaban esperando ver aparecer al imputado. Una espera inútil, pues el presidente acudiría en su coche oficial, con las ventanas tintadas, y entraría al edificio por la rampa del parking. Una vez en el interior de la sala, nada de lo que allí sucediera trascendería al exterior, ya que el juez instructor había decretado el secreto de sumario y había prohibido el acceso a los medios de comunicación.

Los mejores periodistas de investigación (no quedaban muchos) del país llevaban días exprimiendo a sus contactos, y recibiendo la presión constante de sus jefes, para hacerse con cualquier filtración. Hasta pasadas unas horas no se sabría si alguno había obtenido resultados.

Unidades móviles de televisión, platós improvisados y otros montados haciendo exhibición de recursos, estudios de radio al aire libre, cientos de cámaras y micros salpicados con los logos de todas las emisoras de radio y televisión imaginables, peleaban por un espacio en primera línea.

Pero aquél no era el acontecimiento del siglo sólo para la prensa, sino también para todo tipo de oportunistas que no pensaban dejar escapar la ocasión de hacer negocio. Puestos ambulantes de comida rápida, lateros, y puntos de venta improvisados de todo tipo de merchandising se desperdigaban entre la masa humana. La cara de Mariano, «cazado» en alguna de sus numerosas ridículas gesticulaciones faciales, adornaba banderines, pegatinas, llaveros, tazas, camisetas, gorras, pines… Uno de los artículos estrella eran las caretas, algunas realmente sofisticadas. Ya eran cientos los presidentes de imitación con expresión de asombro infiltrados entre la gente, con la intención de increpar al Mariano real.

En el interior del edificio, el juez instructor se debatía entre el orgullo por tener en sus manos el caso más importante de las últimas décadas y el temor por cómo se desarrollaría. Se lo habían adjudicado porque era un viejo amigo del presidente, simpatizante del partido y un ejemplo inequívoco de orden y preservación del sistema. Ciertamente, detestaba las agitaciones sociales y las voces que reclamaban cambios, pero tratar de minimizar aquel escándalo iba a requerir una operación maestra de ingeniería judicial. Rezaba por que no aparecieran más vídeos…

El fiscal general del Estado había pensado en dimitir. No le apetecía en absoluto comerse el marrón de tener que acusar al presidente, pero nadie lo quería, con lo que, de forma «sutil», le habían «recomendado» que cumpliera con su papel sin mostrarse demasiado entusiasta. Así que allí estaba, sentado, comiéndose las uñas mientras esperaba su llegada. Le quedaba el consuelo de comprobar que al juez la situación le pesaba tanto como a él.

Y entonces apareció el imputado. No daba la impresión de estar muy afectado. Caminaba de forma despreocupada, parándose a saludar a quienes le esperaban en la sala. Eran pocos, todos de confianza, pues había que evitar el riesgo de filtraciones a la prensa.

Justo en el momento en que el presidente tomaba asiento, un empleado de limpieza salía de la sala después de haber recogido el zumo que había derramado una de las abogadas. Nadie reparó en el micrófono diminuto que había colocado bajo el banco. Lo había recibido un par de días antes en un paquete anónimo, junto a otro interesante vídeo. Se estaba acostumbrando a ser el destinatario de aquella correspondencia tan valiosa.

—Buenos días. Vamos a dar inicio a esta audiencia preliminar, en la que tomaré declaración al imputado, el señor Mariano…

—Disculpa, Fernando.

—¿Cómo dice?

—Va, Fernandiño, no te pongas tan solemne, que nos conocemos desde que íbamos en pantalón corto.

La sala se llenó de risitas, apenas disimuladas. Al juez aquella insolencia, por mucho que fuera el presidente, le sentó como una patada en los huevos. Que le faltaran al respeto lo ponía enfermo.

—Le recuerdo al señor IM-PU-TA-DO —puso especial esmero en dejar claro que el cargo político le impresionaba poco en aquel momento. En aquella sala él era la máxima autoridad— que se encuentra en sede judicial y se debe a unas normas de comportamiento muy claras. Así que le ruego que no vuelva a interrumpirme o…

—Sí, sí, de acuerdo, pero lo que yo quiero saber es si acabaremos a tiempo para ir a ver al Madrid, que hoy hay Champions.

……………………………………………

El ministro del Interior llevaba toda la mañana destruyendo documentos comprometedores. No había recibido buenas noticias del equipo de inteligencia desplazado a Francia, así que después de tres días de búsqueda infructuosa, y teniendo en cuenta el desastre que el presidente estaba provocando con su interminable declaración en el Tribunal Supremo, había llegado el momento de poner tierra de por medio.

Todo parecía pan comido con la selección del juez, amigo del partido, pero ni siquiera la intervención del ministro de Justicia había podido aplacar el beligerante cambio de actitud del magistrado. Nada más iniciarse la vista se había puesto hecho una furia, y ahora estaba siendo implacable.

La situación se les había escapado de las manos y, desde luego, las filtraciones a la prensa no ayudaban en absoluto. El inútil de Mariano se había convertido, una vez más, en estrella mediática con la ocurrencia de la Champions… Después de cada sesión aparecían nuevas grabaciones, y lo peor de todo es que al juez parecía gustarle el haberse convertido en una especie de héroe de la chusma, aquellos muertos de hambre que se concentraban en número creciente ante el tribunal. Incluso habían iniciado una acampada, al estilo de los perroflautas del 15M. Le pedían que mandara a los antidisturbios, pero bastante tenía él ya con preparar su huida, antes de que la investigación lo salpicara también.

Se había cuidado mucho de participar en reuniones como las que mostraban los vídeos que colapsaban las redes sociales, pero el maldito agente Bond, porque sin duda la fuente era él, los tenía bien cogidos por los huevos y tarde o temprano su nombre aparecería también.

El ministro introdujo la mano en el bolsillo interior de la americana y respiró aliviado al comprobar que la estampita de Nuestra Señora María Santísima del Amor seguía en su sitio. Con la otra mano extrajo del bolsillo lateral el rosario que siempre lo acompañaba. Besó la cruz con gran devoción.

—Gracias, Señor, por proteger a este humilde servidor —murmuró, apenas conteniendo la emoción.