La mirada de nadie


«Barrotes sobre su piel», por Gema Albornoz.

La punzada
continúa.
Y se encoge.

Filtra el dolor,
ahora, caricia.

No hay preguntas,
ni intrigas
sobre el origen.

El banco —su cama—
lo protege del mundo.

Cae brazo al suelo,
roza el caos.

Sale al exterior.

La mirada de nadie
lo alude.

Vuelve al calor,
barrotes
sobre su piel.

Archivo de amantes


Arcordeon File

por Reynaldo R. Alegría

Tenía 14 años cuando escribió su primer poema. Eran unos versos muy cursis que provenían de un desengaño liviano con sus amigos de la escuela. Años después, sentado en la barra del Patio de Sam, escribía versos en una servilleta de cocktail y le era imposible olvidar cada palabra escrita en sus primeros versos. Un poema escrito en una servilleta —aunque no fuera un buen poema— siempre emocionaba a una mujer. Pero la desolación y la amargura no ayudaban mucho al esfuerzo creativo. Debía sentirse muy triste o muy alegre para escribir, enamorado o con el corazón partido, no había puntos medios. Con poco más del doble de la edad, ahora presumía con su amigo Tom —quien era igual de presumido— de haber tenido sobre 100 amantes. Sin deseos de muchas alegrías o sin ganas de grandes tristezas, decidieron hacer un listado de todas sus amantes. Los fríos Manhattans y la helada soledad contribuían a hacer del evento uno de divertida y embriagante prepotencia entre amigos.

Cuando una semana más tarde encontró la servilleta con 73 nombres en uno de los bolsillos de su saco, le pareció necesario conservar y completar la lista. El esfuerzo requirió dar aviso a la memoria del pasado y acudir a la pequeña valija comprada a un anticuario de la ciudad vieja, tapizada en piel marrón en el exterior y forrada en el interior con terciopelo arrugado azul, en la que guardaba recuerdos tangibles. Fue necesario organizar aquel cúmulo de historias de amor, amarguras y sexo.

Tomó un archivo viejo de cartón marca Wilson Jones tipo acordeón de los que tienen pestañas con las letras del abecedario organizados en 21 bolsillos, cada uno para una letra excepto la I que estaba junto a la J; la P que estaba junto a la Q; la U que estaba junto a la V y la X, Y y Z que estaban juntas. Sacó lo que tenía adentro, que eran manuales y garantías vencidas de electrodomésticos inservibles e inexistentes, y organizó sus recuerdos. Con calma, como cuando se extingue el viento, como suspendiendo en el tiempo la tranquilidad, queriendo destilar por el corazón cada gota de sangre de amor que hubo sentido alguna vez por cada una de ellas; y fue clasificando en carpetas individuales —rotuladas con las iniciales del nombre y apellido— los recuerdos precisos, tocables.

El listado, ahora con 114 nombres, estaba depositado en el primero de los bolsillos bajo la letra A. A partir de ahí, se sucedían 42 carpetas de recuerdos inmarcesibles. En la carpeta con las iniciales CN estaba guardado el diario del romance juvenil que ambos sostuvieron y que ella le regaló cuando huyó al extranjero para alcanzar los más divinos sueños. MR tenía, entre otros, una foto enmarcada que ella alguna vez pretendió que él pusiera en el escritorio de su oficina. En MT estaba un pañuelo con el que ella se había limpiado sus sensuales intimidades en la primera cita. La carpeta de NE guardaba el patrón de la camisa con estampados hawaianos que ella cosió para que ambos se vistieran iguales para ir a la iglesia. En TG guardaba las más eróticas cartas escritas con la más dulce caligrafía y una serie de postales hechas por ella en una impresora tipo dot matriz en las que resaltaba su culto al falo. Bajo VB depositó las sosas postales en las que ella solía escribir y repetir mensajes innecesarios al final de unos versos, también innecesarios, impresos en la tarjeta.

Con el tiempo, cuando entendió que lo que hacía no era distinto a lo que hacían algunas de sus antiguas amantes, aprendió a no sentirse mal con su secreto; decidió esconderlo menos en su oficina y disfrutar cuando alguna de sus secretarias hurgaba en su sigilo. Lo que alguna vez pareció una vergonzosa acumulación de conquistas sin razón, oportunamente se convirtió en una rica fuente de memorias vivas, razón de alegrías y tristezas, de versos y poemas, archivo de amantes.

El Funeral


Paso tan rápido,
Un día estabas tomando vino,
El otro día estabas en el hospital
Y de ahí derecho a la tierra
Tu tumba estaba abierta, esperando por vos.
Te vi ahí, recostado
Vestido de traje
Con los ojos cerrados
Y tu alma tan lejos.
Mientras todos lloraban
Lo único que yo podía pensar
Era cómo me hubiera gustado acabar adentro del culo de tu sobrina
Que no era parte de mi familia
Sino de la de tu mujer.
La verdad, no me importaba si estabas vivo o muerto,
Vos moriste para mi cuando yo tenía 2 años
Un niño mirando la espalda de su padre sin poder entender
Donde esta yendo, porque no va a volver ?
De vez en cuando me llamabas
Y los días que yo tenía suerte me venías a visitar,
Íbamos a comprar algunos cómics, dar una vuelta en el viejo y polvoriento auto, y comprar algunos juguetes.
Los días que yo no tenía suerte
Vos simplemente no venías.
Yo me quedaba esperando y mi mama me solía llevar al cine.
Me acostumbre a llorar en silencio, en rincones oscuros,
Y la tristeza dio paso al odio.
Perdí muchos años odiandote,
Pero ahora, de alguna manera puedo comprender.
Oh, papa, vos no supiste ser un padre,
Lo único que sabías era ser plomero (y ni siquiera uno bueno…)
Tomar vino
Y fumar marihuana en tu tienda de video juegos con los chicos del barrio.
Fue todo tan rápido,
Un día me estabas ganando al ajedrez,
Al día siguiente la Muerte se estaba llevando tu alma.

Mi momia amada


En tu rostro la brisa
mirada perdida
destello de ángel

Te deshojo como una flor
una rosa
un clavel

soy tu podador

En mi cama tus vendas,
mi momia amada,
se funden con las sabanas Seguir leyendo «Mi momia amada»