Si quieres, aquí puedes leer la octava entrega de la serie.
El edificio del Tribunal Supremo y todo el entorno estaba tomado por la policía. La Delegación del Gobierno había prohibido todas las manifestaciones y concentraciones de protesta convocadas para aquel día que, sin duda, pasaría a la historia. Sin embargo, y pese al grueso cordón policial, miles de personas se agolpaban esperando ver aparecer al imputado. Una espera inútil, pues el presidente acudiría en su coche oficial, con las ventanas tintadas, y entraría al edificio por la rampa del parking. Una vez en el interior de la sala, nada de lo que allí sucediera trascendería al exterior, ya que el juez instructor había decretado el secreto de sumario y había prohibido el acceso a los medios de comunicación.
Los mejores periodistas de investigación (no quedaban muchos) del país llevaban días exprimiendo a sus contactos, y recibiendo la presión constante de sus jefes, para hacerse con cualquier filtración. Hasta pasadas unas horas no se sabría si alguno había obtenido resultados.
Unidades móviles de televisión, platós improvisados y otros montados haciendo exhibición de recursos, estudios de radio al aire libre, cientos de cámaras y micros salpicados con los logos de todas las emisoras de radio y televisión imaginables, peleaban por un espacio en primera línea.
Pero aquél no era el acontecimiento del siglo sólo para la prensa, sino también para todo tipo de oportunistas que no pensaban dejar escapar la ocasión de hacer negocio. Puestos ambulantes de comida rápida, lateros, y puntos de venta improvisados de todo tipo de merchandising se desperdigaban entre la masa humana. La cara de Mariano, «cazado» en alguna de sus numerosas ridículas gesticulaciones faciales, adornaba banderines, pegatinas, llaveros, tazas, camisetas, gorras, pines… Uno de los artículos estrella eran las caretas, algunas realmente sofisticadas. Ya eran cientos los presidentes de imitación con expresión de asombro infiltrados entre la gente, con la intención de increpar al Mariano real.
En el interior del edificio, el juez instructor se debatía entre el orgullo por tener en sus manos el caso más importante de las últimas décadas y el temor por cómo se desarrollaría. Se lo habían adjudicado porque era un viejo amigo del presidente, simpatizante del partido y un ejemplo inequívoco de orden y preservación del sistema. Ciertamente, detestaba las agitaciones sociales y las voces que reclamaban cambios, pero tratar de minimizar aquel escándalo iba a requerir una operación maestra de ingeniería judicial. Rezaba por que no aparecieran más vídeos…
El fiscal general del Estado había pensado en dimitir. No le apetecía en absoluto comerse el marrón de tener que acusar al presidente, pero nadie lo quería, con lo que, de forma «sutil», le habían «recomendado» que cumpliera con su papel sin mostrarse demasiado entusiasta. Así que allí estaba, sentado, comiéndose las uñas mientras esperaba su llegada. Le quedaba el consuelo de comprobar que al juez la situación le pesaba tanto como a él.
Y entonces apareció el imputado. No daba la impresión de estar muy afectado. Caminaba de forma despreocupada, parándose a saludar a quienes le esperaban en la sala. Eran pocos, todos de confianza, pues había que evitar el riesgo de filtraciones a la prensa.
Justo en el momento en que el presidente tomaba asiento, un empleado de limpieza salía de la sala después de haber recogido el zumo que había derramado una de las abogadas. Nadie reparó en el micrófono diminuto que había colocado bajo el banco. Lo había recibido un par de días antes en un paquete anónimo, junto a otro interesante vídeo. Se estaba acostumbrando a ser el destinatario de aquella correspondencia tan valiosa.
—Buenos días. Vamos a dar inicio a esta audiencia preliminar, en la que tomaré declaración al imputado, el señor Mariano…
—Disculpa, Fernando.
—¿Cómo dice?
—Va, Fernandiño, no te pongas tan solemne, que nos conocemos desde que íbamos en pantalón corto.
La sala se llenó de risitas, apenas disimuladas. Al juez aquella insolencia, por mucho que fuera el presidente, le sentó como una patada en los huevos. Que le faltaran al respeto lo ponía enfermo.
—Le recuerdo al señor IM-PU-TA-DO —puso especial esmero en dejar claro que el cargo político le impresionaba poco en aquel momento. En aquella sala él era la máxima autoridad— que se encuentra en sede judicial y se debe a unas normas de comportamiento muy claras. Así que le ruego que no vuelva a interrumpirme o…
—Sí, sí, de acuerdo, pero lo que yo quiero saber es si acabaremos a tiempo para ir a ver al Madrid, que hoy hay Champions.
……………………………………………
El ministro del Interior llevaba toda la mañana destruyendo documentos comprometedores. No había recibido buenas noticias del equipo de inteligencia desplazado a Francia, así que después de tres días de búsqueda infructuosa, y teniendo en cuenta el desastre que el presidente estaba provocando con su interminable declaración en el Tribunal Supremo, había llegado el momento de poner tierra de por medio.
Todo parecía pan comido con la selección del juez, amigo del partido, pero ni siquiera la intervención del ministro de Justicia había podido aplacar el beligerante cambio de actitud del magistrado. Nada más iniciarse la vista se había puesto hecho una furia, y ahora estaba siendo implacable.
La situación se les había escapado de las manos y, desde luego, las filtraciones a la prensa no ayudaban en absoluto. El inútil de Mariano se había convertido, una vez más, en estrella mediática con la ocurrencia de la Champions… Después de cada sesión aparecían nuevas grabaciones, y lo peor de todo es que al juez parecía gustarle el haberse convertido en una especie de héroe de la chusma, aquellos muertos de hambre que se concentraban en número creciente ante el tribunal. Incluso habían iniciado una acampada, al estilo de los perroflautas del 15M. Le pedían que mandara a los antidisturbios, pero bastante tenía él ya con preparar su huida, antes de que la investigación lo salpicara también.
Se había cuidado mucho de participar en reuniones como las que mostraban los vídeos que colapsaban las redes sociales, pero el maldito agente Bond, porque sin duda la fuente era él, los tenía bien cogidos por los huevos y tarde o temprano su nombre aparecería también.
El ministro introdujo la mano en el bolsillo interior de la americana y respiró aliviado al comprobar que la estampita de Nuestra Señora María Santísima del Amor seguía en su sitio. Con la otra mano extrajo del bolsillo lateral el rosario que siempre lo acompañaba. Besó la cruz con gran devoción.
—Gracias, Señor, por proteger a este humilde servidor —murmuró, apenas conteniendo la emoción.
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