Tú solo creerás en mis besos,
como una división entre pasiones y preguntas.
Pasado el tiempo solo crees en ellos.
Y aquel árbol orgulloso se habrá inclinado sobre el camino,
el del atardecer y donde descansabas.
Nos conocimos un verano,
hace más de tres años
y uno desde que te has matado.
Era una tarde larga y tenaz, de esas
que convierten en cazador al Mediterráneo.
Apenas eras un familiar lejano. Te sudaba la mano
que me estrechaste y tartamudeabas en el sofá.
Parecías memo, un cateto. Ya ves,
no hay encuentro sin condena.
Un día me dijeron que habías muerto.
No había vuelto a pensar en ti
y fueron necesarias algunas preguntas
para asegurarme
que fueras tú, el finado.
Dijeron que te dejaste morir solo en el campo,
en una casa lejos del mar
y que del cuello te colgaban los zapatos.
No se explican qué pasó por tu cabeza
antes de ponerte la cazadora y despedirte de tu mujer,
conducir veinte kilómetros y aparcar bajo el madroño
para después entrar en la cabaña y encender el televisor.
Por las arrugas que dejaste en el sillón,
tuvo que pasar un rato antes de que hicieras café
—dejaste el vaso a medias en la cocina—
pasaras la cuerda por la viga y te subieras a la banqueta
para que el frío acudiera a tus pies.
Y solo eres real desde entonces, como si la longitud
de tus años anteriores no superase tu cuerpo alargado.
Y pienso ahora en nuestro apretón de manos,
en tu sudor recorriéndolas,
y cómo el vacío era más importante
que el aire que llevabas dentro.
Foto por @joebeck
Los años, trazos abiertos en el límite del cielo,
flores dormidas que desprenden aromas
y se encierran en frascos de efímera ilusión.
El amanecer, sueño que se extiende eternamente
hasta donde los ojos se cansan de ver,
boceto de un rostro pálido, sin sonrisa ni voz.
La luz, falsa esperanza que me ciega,
que no me reconoce y congela mis recuerdos
pintados al carbón, entre sombras y grises.
La lluvia, reflejo roto sobre los besos húmedos,
frágil deseo que nubla el lejano horizonte
y se desvanece en la huella de la vida que no vuelve.
El otoño, espiral que agitas mi alma a voluntad,
soplando las líneas torpes que se escriben
en el mapa de este camino invisible.
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