La huella del alud atraviesa de forma dramática la ladera de la montaña.
Sigues con la mirada la cortina de árboles caídos que dibuja la nueva cicatriz en el corazón del bosque, y te maravillas de la exactitud con que se reproduce cada primavera.
Esta mañana la ascensión te ha costado más que de costumbre. Llevas un rato sentado en la roca de siempre y continúas exhalando espesas columnas de humo blanco.
A pesar del frío, tienes la camiseta interior empapada en sudor, y mientras recuperas el resuello el aire helado se te clava en los pulmones.
«Me hago mayor», concluyes.
Ayer no acudiste a tu cita diaria por culpa del temporal que ha dejado más de un metro de nieve en pleno mes de mayo.
Debilitado, sudoroso y boqueando como un pez fuera del agua, el caso es que aquí estás de nuevo, admirando la obra de la naturaleza implacable.
Piensas en los días de tu juventud, en las primeras veces que subiste hasta la atalaya desde la que dominas el valle. Entonces no lo hacías a diario; te gustaba descubrir nuevos rincones, aprovechando que tenías las piernas frescas y la mente ansiosa de conocimiento.
Miras en torno. El maldito cambio climático está dejando su huella. El glaciar pronto será un recuerdo, como los que ocupan la mayor parte de tu tiempo, pero la esencia es la misma; la magia del lugar te sigue proporcionando la energía que necesitas para superar un día más.
Sin ella, hace tiempo que te habrías esfumado como el vaho que sale de tu boca.
Detienes la mirada en la pequeña manada de sarrios. Te observan desde las rocas, con el cuello estirado. Han interrumpido su excursión matutina en busca de los brotes bajo la nieve. Saben quién eres; te ven cada día, pero el instinto no les permite bajar la guardia. El mismo instinto que dirige tus piernas y tu corazón.
«Prométeme que no dejarás de venir. Yo te esperaré todas las mañanas».
—Aquí estoy, mi amor.
…..
—Prométemelo, prométeme que lo harás. Necesito saberlo. —Sus ojos te imploran. Los vela la culpa, y necesitan tu perdón. «¿Qué quieres que te perdone? Estoy tan destrozado que sólo espero desaparecer junto a ti»—. Es nuestro rincón mágico. Recuerdo la primera vez que me pediste que te acompañara hasta aquí… Cuando llegamos no podía creer que tanta belleza fuera posible… Lloré de emoción —las lágrimas te resbalan silenciosas por las mejillas, impulsadas por un dolor tan intenso que en cualquier momento te impedirá respirar—, y me abrazaste.
La ves acercarse con los brazos extendidos; los tuyos cuelgan inertes.
—No podré seguir adelante sin ti… —No lo aceptas, no es posible que todo acabe sin más. Entonces levantas la cabeza y aprietas los puños, en un arrebato de rabia—. Tiene que haber algo que podamos hacer.
Te abraza y apoya la cabeza contra tu pecho. No puedes imaginarte sin ella; tiene que ser un error… Esa persona tan maravillosa, tan llena de vida, no puede desaparecer. Le besas el pelo, y ya no puedes controlar el llanto.
—Seguirás adelante, porque yo estaré aquí, en cada roca, en cada flor, en cada corteza de árbol, en cada insecto, en cada nube… —Te coge la cabeza con las dos manos, trata de secarte las lágrimas con sus dedos y te obliga a que la mires. Te sientes ridículo ante su entereza—. En cada soplo de aire. Cuando llegues cada mañana te recibiré con mil besos. —Te atrae hasta que vuestros labios se encuentran, y te regala un beso tan cálido que en ese momento sientes que nada malo puede pasar—. Pero necesito que me lo prometas.
Se lo prometiste, y durante unas semanas pareció que todo había sido una pesadilla. Hasta aquella mañana en que las fuerzas la abandonaron de golpe. Sin embargo, hasta el último momento conservó la sonrisa. «Prométemelo», te susurraba, y tú asentías, sin permitir que la desesperación que te consumía aflorara.
…..
—Aquí estoy, mi amor —murmuras, y entonces recibes sus besos a través del viento, esos besos que te proporcionan la energía necesaria para aguantar un día más.
Como cada mañana, tras unos minutos de alerta, los sarrios deciden que no supones ningún peligro y reanudan su paseo en busca del desayuno.
Procuro alejarme
de las promesas esparcidas por el suelo
del cuarto de baño,
muertas todas ellas al nacer
como las calles envejecidas de esta ciudad
que aferran los pies al fango.
Se extingue de inmediato cualquier amago
de luchar por ellas,
de contenerlas en la boca
de nuevo completamente equivocadas,
hoy que el agua se pudre en el jarrón
y en estas manos frías
sólo queda desgana
y tinta seca en las uñas.
Sucede que un vendaval
ha atravesado esta semana la ciudad
y la ha dejado como estaba,
enterrada,
despojándome la ropa
y dejándome una boca herida
que, aunque no sangra,
al cerrarla
más dolor provoca.
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