Quizás algunos de los habituales de Salto al reverso ya sepáis que pretendo ser escritor, que me he autopublicado mi primera novela y que me encuentro en el proceso de creación de la segunda, aún sin título. En mi blog he publicado algunos fragmentos y hoy se me ha ocurrido que por qué no hacerlo aquí, no se me ocurre un mejor lugar para compartir mis avances. Os presento a la niña de los ojos verdes…

Irina se crió en una aldea bielorrusa cercana a la frontera con Ucrania. Su familia, como todas las familias de aquel lugar castigado por la tragedia de Chernóbil y olvidado por la realidad oficial, era tan miserable que cada noche varios de los siete hermanos se iban a dormir antes de que el sol se pusiera porque no había cena suficiente para todos. Los padres ya hacía años, desde aquella maldita explosión, que se habían resignado a hacer una única comida diaria, los mismos años que no aparecía el más leve rastro de una sonrisa en aquellos rostros maltratados y endurecidos por las inclemencias del clima y de la vida.
Irina atesoraba una belleza fuera de lo común. Ni la suciedad incrustada en aquel cabello casi blanco de tan rubio ni la tristeza perpetua de unos ojos tan verdes como la pradera en primavera lograban disimular lo que era una realidad incuestionable: la belleza extraordinaria de aquella niña era el único patrimonio digno de ser considerado de aquella familia y, por tanto, estaba escrito que significaría la perdición de su poseedora.
Al cumplir los 14 años su padre la llevó a Minsk, donde le esperaba el empleo que daría de comer a toda la familia dos veces al día. Un hombre de aspecto siniestro se hizo cargo de ella a cambio de una suma de dinero que por ridícula que fuera era más de lo que cualquiera de las miserables familias de la aldea conseguiría reunir en décadas de mísero trabajo esclavo y estéril.
A Irina la instalaron en una bonita habitación donde la lavaron, le cepillaron con cuidado aquella larguísima melena enredada, y le proporcionaron vestidos que ni en sus sueños más fantasiosos había logrado imaginar. Durante dos días recuperó la sonrisa que no recordaba haber tenido nunca, y su belleza se multiplicó de forma exponencial. La tercera noche descubrió cómo iba a ser su nueva vida, una vida donde nunca más habría motivo para sonreír.
El tipo de aspecto siniestro, en cambio, sí sonrió al contar los billetes que le había entregado aquel magnate del petróleo ruso, que multiplicaban por cincuenta la inversión realizada en la campesina de ojos verdes.
Después de la primera noche la joven ya no sería tan rentable. No habría más magnates dispuestos a pagar ni la décima parte de lo desembolsado por el primero, así que la enviaría a España, donde eran menos exquisitos y una bonita cara adolescente del Este siempre era bien recibida. Eso sí, antes del viaje tendría que probar la mercancía personalmente. Él no tenía prejuicios.
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