
(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)
Una brisa más fresca que en días anteriores entra por la ventana de la habitación de Tere. Sara, apoyada en el marco de la puerta, agradece la corriente que durante un segundo consigue hacerle olvidar que tiene el cuello pringoso por el sudor. La culpa es del calor, del maldito verano sofocante que está achicharrando la ciudad a fuego lento, pero también de la tortura a la que está sometiendo a su pobre cerebro, más que recalentado por tantas preocupaciones.
Tere duerme, o al menos eso es lo que cree Sara al contemplarla de espaldas, casi en posición fetal sobre la cama. Está tranquila, según revela su respiración acompasada.
«Cómo no me di cuenta antes. Nunca imaginé que pudieras llegar a colarte por mí, pero mientras yo estaba absorta en mis neuras, tú te reconcomías por dentro». La tarde está ya muy avanzada y desde la calle llega el bullicio de la gente, que aprovecha la retirada del sol para salir a pasear y a ocupar las terrazas de los bares. Sara se acerca a la cama y se sienta en el borde. No han pasado tantas horas desde que, de madrugada, acudió a su amiga en busca de refugio. Estira una mano tímida y, sin tocarla, recorre la serpiente que le decora la columna, desde la cintura hasta el cuello.
Es una cobra muy espectacular, sobre todo la cabeza que culmina la obra. Sara recuerda con una sonrisa la tarde en que, al llegar a casa, Tere se quitó la camiseta ante sus amigas.
—Joder, sí que vienes fuerte —respondió Merche—. Espera al menos a que nos tomemos unas birras, que yo así, en frío, no me estimulo.
Solían hacer ese tipo de bromas. Y ahora Sara se pregunta en qué momento para Tere dejaron de ser simples bromas. Lleva toda la tarde rememorando las ocasiones en que, jugando, bailando, bebiendo o consolándose, se habían acariciado y besado, de una forma que para ellas era natural, pero que a ojos extraños quizás habría resultado “sospechosa”.
Aquella tarde a Tere se le veía pletórica. Le brillaban los ojos. Rieron con el comentario de Merche y, sin dar tiempo para otro chascarrillo, se dio la vuelta, dejando al descubierto la obra de arte. Sus amigas reaccionaron con asombro y admiración; el tatuaje era imponente.
Ella es así, imponente. Para Sara Tere es el pilar en el que apoyarse cuando algo va mal. Siempre la ha admirado. «Quería ser como tú, tener esa capacidad para afrontar cualquier reto sin titubear, y ahora me doy cuenta de que tú también tienes tus propias heridas de guerra. La cobra impone… pero no deja de ser sólo un dibujo».
De repente a Sara sus problemas ya no le parecen tan inabordables. Sus miedos y sus dudas se quedan cortos ante la magnitud del imprevisto. Salvar su amistad con Tere es lo más importante.
—Pase lo que pase, tú vas a seguir siendo mi pilar, mi amiga del alma… mi hermana.
Tere se gira y la mira con ojos llorosos, pero vuelve a haber algo más que tristeza y derrota en ellos. Sara pensaba que las palabras las había pronunciado sólo en su cabeza, pero las cuerdas vocales han ido por libre. Al darse cuenta de que Tere en realidad estaba despierta, seguramente consciente de su presencia en la habitación, pero tan avergonzada aún que prefería no darse la vuelta, aguanta la respiración.
—¿Qué has dicho?
Sara sabe que la ha escuchado, y aunque el pudor la frena, ese pudor que actúa cuando nos hacen repetir esas sentencias que surgen desde la sinceridad absoluta, saltándose el filtro de la conciencia, toma aire y vuelve a ello. Salvar una amistad merece el sacrificio.
—Que te necesito, que eres mi mejor amiga y que sin ti estaría perdida…
—No, no, lo otro, lo último que has dicho.
—¿Lo otro? No… —y entonces se da cuenta— Que… que eres… que eres mi hermana —completa en un susurro, y esta vez sí que siente el pinchazo, el que se había saltado sólo un minuto antes.
Tere sonríe. Alarga la mano derecha y la coloca sobre la de Sara, que descansa sobre la cama.
—¿Te das cuenta de lo que ha pasado? ¿Te das cuenta de que lo has dicho de un tirón, sin retorcerte de dolor? —El rostro agotado pero aun así dulce de su otra hermana, la que protagoniza sus pesadillas, la observa desde el fondo de su mente, desde un segundo plano que no interviene. Sara asiente con timidez, tratando de asimilar lo que eso significa. Tere le acaricia la mano—. No puedo imaginar un cumplido más bonito.
Se aguantan la mirada durante unos segundos, y entonces Tere sonríe traviesa, cosa que desconcierta a su amiga.
—Bueno, sería más bonito si me confesaras que estás loca por mí y me saltaras encima para tener una noche de sexo desenfrenado.
Tere ríe y Sara respira aliviada, aunque sabe que la broma no es sólo una broma. Para seguirle el juego agarra la camiseta que reposa arrugada a los pies de la cama y se la tira a la cara.
—¡Eeeehhhh! Pues sí que empieza mal esta relación.
Sara celebra el regreso de su amiga de siempre, la que se ríe de todo y lo pone todo patas arriba a su paso, aunque sabe que algo, por mucho que quieran desdramatizar, ha cambiado entre ellas. Sabe que cuando se toquen ya no será igual, que se lo pensará dos veces antes de besarla o acariciarle la espalda, y sabe que cuando Tere la mire al salir de la ducha o paseándose en bragas por el comedor, habrá algo entre ellas, algún tipo de barrera invisible, que hasta ahora no existía.
Tere se incorpora de un salto y sale al pasillo.
—Tere…
—Dime.
Se detiene y se gira. Mientras la mira, Sara piensa que tiene un cuerpo envidiable, aunque no es su físico lo que la hace tan atractiva.
—¿Estás bien?
«Bueno, acabo de descartar que lo mejor que podría pasar es que el sol se inflara hasta reducir la Tierra a cenizas, así que sí, se puede decir que estoy bien… aunque imaginarte en los brazos de Luis o de cualquier otro tío me siente como una patada en los ovarios».
—Sí, muy bien —concluye con una sonrisa que se esfuerza en parecer natural.
Durante unos segundos se aguantan la mirada, y enseguida se dan cuenta de que, por muy buena intención que pongan, lo que no se dicen pesa más. A Tere le pesa como una losa de una tonelada la certeza de que la supervivencia de la relación entre las dos pasa inevitablemente por ser capaz de disfrazar sólo de amistad la atracción que siente por ella.
—Voy a… a beber un poco de agua, que estoy deshidratada —se excusa finalmente, con una sonrisa algo nerviosa.
En ese momento suena el timbre del portal, un sonido al que están muy poco acostumbradas. Quizás por eso se miran extrañadas.
—Voy —se adelanta Tere—. A ver qué nos quieren vender esta vez.
Normalmente, cuando suena el timbre son testigos de Jehová, comerciales de alguna compañía telefónica o eléctrica; amigos y familiares, como los padres de Sara, avisan previamente, así que lo que suelen hacer es asomarse a la ventana del comedor para comprobar si el visitante es una cara conocida. Antes de hacerlo, Tere rescata una camiseta de tirantes que cuelga en el respaldo del sofá.
Sara la sigue al comedor, sin dejar de pensar en cómo lograr que lo ocurrido esa tarde no marque su relación a partir de ahora. Con gesto mecánico recupera el móvil de encima de la mesa y lo acciona. Dos llamadas perdidas. De Luis. El chico que había puesto patas arriba su mundo antes de que Tere provocara una explosión nuclear. Luis… Su cuerpo recupera las sensaciones de esa mañana, su encuentro bajo la lluvia. «Dijo que se iba, pero me vuelve a llamar… ¿Se habrá arrepentido?» Un pinchazo de esperanza despierta la parte del cerebro que había anulado al entrar por la puerta calada hasta los huesos. Esa parte que la anima a seguir adelante. «Yo ya he decidido que me voy, que no es el momento para aventuras adolescentes…» Pero por mucho que trate de racionalizar los sentimientos, le resulta tan difícil dominar la atracción que siente por Luis como los miedos que le asaltan desde el pasado… y ahora lo de Tere. Una vez más, cierra los ojos y suspira. «Me voy a volver loca… No, ya lo estoy».
Asomada a la ventana, Tere aguanta la respiración mientras por su mente desfilan todo tipo de reacciones a lo que sus ojos le muestran. Vuelve a sonar el timbre. Sara abre los ojos y mira a su amiga.
—¿Quién es?
Tere no contesta, así que, intrigada, se acerca a ella.
—No está.
Al oírla, por fin, dirigirse a quien sea que haya abajo, Sara piensa que se refiere a Merche. Y entonces oye la voz del visitante, primero en un murmullo ininteligible, lo que provoca que tense todos los músculos y aguce el oído.
—… ¿Le puedes decir que he venido y que necesito verla una última vez?
Luis. El primer impulso de Sara es abalanzarse sobre la ventana para decirle que espere, que no se vaya, que le dé cinco minutos para arreglarse.
—No sé cuándo la veré. Va a estar fuera por un tiempo.
Las palabras de Tere, que está tan tensa que amenaza con partirse en dos, llegan hasta los oídos de Sara como témpanos de hielo. La llama que había vuelto a arder en su interior queda sofocada sin contemplaciones, y se queda ahí, inmóvil, incapaz de afrontar la batalla entre el deseo y la conciencia.
Al principio la respuesta de su amiga la desconcierta. «¿Por qué le dices eso? ¿Por qué no me dejas que sea yo la que decida?», pero enseguida lo comprende, y no se ve con ánimo de enfrentarse a ello. La observa triste, ve la tensión que la domina, el rencor quizás por ser consciente de que nunca podrá obtener de Sara lo que ese niñato ha conseguido sin apenas conocerla, y decide no hacer nada. Perder a Luis es el mal menor necesario para intentar recuperar a Tere.
Poco a poco se despega de la ventana, caminando hacia atrás, sin doblar las rodillas, arrastrando los pies con pasos muy cortos. Sabe que Sara está ahí y que ha escuchado su mentira. Gira la cabeza y sus miradas se encuentran. Asustada la de Tere, triste la de Sara. «Perdóname», parece suplicar la primera.
—¡Espera!
«Aún no se ha ido». Sara escucha la vocecilla en su interior, que la invita a correr escaleras abajo. Sus ojos se desvían por una fracción de segundo hacia la puerta.
Tere desea mandar a paseo al intruso, el mismo que esa mañana le parecía un buen partido para su amiga. «¿Tantas cosas han pasado desde entonces?», se pregunta. Desanda el camino hacia la ventana y vuelve a asomarse, aún más tensa que antes.
—Vete, en serio. Ya no tienes nada que hacer aquí. —Las palabras surgen cargadas de hiel.
Sara vuelve a mirar a la puerta.
—Sólo una cosa más y me voy. —Hace una pausa y Sara, a punto de soltarse de la correa invisible que la retiene, aguarda. Un perro ladra a lo lejos y un grupo de chavales ríe al pasar. «¿Qué? ¿Lo vas a decir ya?». Abajo, Luis traga saliva y aunque ya hace mucho menos calor, suda tanto como a mediodía—. Dile… Dile que lo sé todo y que ahora sé que si existe algo parecido al destino estoy seguro de que quería que nos encontráramos. —Tere se revuelve incómoda. Sara escucha pétrea—. Dile… Por favor, dile que… que no voy a insistir más —Tere respira aliviada; Sara se siente estúpida por no permitirse perseguir la utopía de ser feliz—, dile que me voy, pero que esperaré tanto como haga falta, hasta que esté preparada, hasta que decida que mirar al futuro es un reto lo bastante estimulante como para dejar atrás el pasado. Ah, y dile que María no se equivoca. —Tere no tiene más remedio que admitir que ese chico es lo mejor que le ha pasado a su amiga, aunque desee borrarlo del mapa; Sara se ha dejado caer en el suelo, está sentada con las piernas cruzadas y las manos apoyadas sobre la boca. «María… sólo conozco a una María…»—. Que aunque bastante gilipollas, soy un buen hombre… Que seáis muy felices.
Y dicho esto, Luis se da media vuelta y desaparece calle abajo, cargado con su vieja y sucia mochila, en busca del viejo coche que lo devolverá a Barcelona.
Tere no se atreve a girarse, no está preparada para afrontar la expresión de reproche de la persona a la que más quiere en el mundo. Se queda un par de minutos más asomada a la ventana, sintiendo cómo la tensión desaloja sus músculos al mismo ritmo que crece en su interior un desagradable sentimiento de culpabilidad.
Finalmente se da la vuelta y la ve sentada en el suelo, como una muñeca de trapo sin voluntad. Sara levanta la cabeza y le descubre a su amiga las lágrimas que resbalan despacio y en silencio.
Y entonces todos los sentimientos que Tere ha estado conteniendo, que la han estado corroyendo durante horas, estallan de golpe en un llanto tan culpable como liberador.
—¡Perdóname! ¡Perdóname, por favor!
Tere se deja caer sobre Sara y la abraza como si fuera la última vez, con ansia, deseando que ese abrazo sea la cura a todos sus males, el reset a partir del cual empezar de nuevo. Sara también la abraza, pero sus brazos aprietan menos. No va a ser fácil olvidar lo que ha pasado esa tarde.
Continuará…
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