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El mediodía es una muy mala hora para pasear por Granada en pleno agosto, sobre todo en un agosto tan caluroso. El sol calcina las inconscientes cabezas que osan asomarse a sus rayos hambrientos y tuesta sin remordimiento las pieles que se atreven a retar al rey de los cielos.
Los turistas recorren las empinadas calles del Albayzín pegados a los edificios de la acera que provee de un caritativo pasillo en sombra. Son muy pocos quienes se lanzan a la aventura de adelantar por la calzada, reticentes a correr el riesgo de que, como mínimo, se les derritan las suelas de goma de las sandalias al entrar en contacto con un pavimento del que algunos de los transeúntes están seguros de que sale humo.
Para Luis, sin embargo, en este momento el calor asfixiante es la menor de sus preocupaciones. Avanza a paso rápido, Cuesta del Chapiz abajo, con una sola idea en la cabeza, inmune al ensañamiento solar que lo exprime como a una esponja. «Si me pierdo, sólo tengo que seguir el reguero de sudor que voy dejando», es la disparatada idea que se cuela en su mente monopolizada por la imagen y la voz de Sara.
Levanta la vista del suelo y la pasea en torno, en busca de alguna señal que le indique que se acerca a su destino. Se encuentra entonces con la imponente silueta de la Alhambra, inmune a los ataques del sol, que domina el escenario desde lo alto de su pedestal forrado de verde. Es imposible no quedar hipnotizado.
Luis deja escapar una bocanada de aire ardiente y reemprende la marcha. Pero enseguida vuelve a detenerse. Un hombre mayor asiste al incesante desfile humano sentado en el umbral de su casa. Apoya las manos en un bastón de madera con el que de vez en cuando da un golpecito en la acera. Al joven le llaman la atención sus ojos de un azul tan claro que casi parecen transparentes. Decide preguntarle cuánto le queda para llegar al Palacio de los Córdova.
—Disculpe…
El anciano no parece reaccionar hasta que Luis se planta a medio metro de él. Levanta entonces la cabeza y le sonríe, revelando su vieja boca mellada. Efectivamente, tanto el iris como las pupilas son de un color tan claro que Luis enseguida se da cuenta de que es ciego, y le asalta la tentación de seguir su camino. «No seas absurdo», se reprocha.
—Usté dirá, maestro.
El hombre levanta el bastón unos diez centímetros del suelo y lo deja caer de nuevo. Parece ser todo un pasatiempo. Viste una camisa blanca de manga corta, pantalón largo negro y unas alpargatas de tela, que calza como si fueran chancletas, con los talones fuera.
—Busco el Palacio de los Córdova.
—Claro que sí, joven. Y bien que haces.
La sonrisa no abandona al anciano mientras continúa jugueteando con el bastón. Lo levanta entonces y lo alarga para señalar calle abajo. Luis presta atención al movimiento y se mantiene a la expectativa.
—Sigue la calle y enseguida encontrarás la entrada a los jardines, a mano izquierda.
—Muy bien. Muchas gracias.
Luis se despide y tras un par de pasos la voz del anciano lo hace detenerse.
—¿Y la limosna?
La pregunta es desconcertante. Luis duda si ha escuchado bien.
—¿Cómo dice?
El viejo ríe, divertido.
—Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada.
«¿Qué dice este hombre?»
Ante el desconcierto del joven, el anciano chasquea la lengua y menea la cabeza al tiempo que acelera el golpeteo del bastón contra el suelo.
—Vaya por Dios. No me puedo creé que no conozcas los versos de Francisco de Asís de Icaza.
En ese momento Luis se siente el mayor ignorante del planeta. Es la primera noticia que tiene de la ingeniosa composición y de su autor. El viejo vuelve a reír, y él empieza a mosquearse.
—No te enfades, hombre. —Luis se da media vuelta, buscando la cámara oculta. «¿Y qué sabrá él si estoy enfadado?»— Va, que te acompaño —resuelve, sin dejar el mínimo resquicio a la posibilidad de que el muchacho se niegue.
Dicho y hecho. Se incorpora apoyándose en el bastón y se agarra del joven y firme brazo. Inmediatamente, un gato negro como una noche sin luna surge de la oscuridad del portal, al ritmo del tintineo del cascabel que le cuelga del cuello, y se enrosca entre las piernas de su amo.
—Ay, Tizón, cómo ibas tú a perderte un paseo, ¿verdá?
Luis no entiende nada, pero lo último que se le ocurriría a una persona de bien es negarle el brazo a un ciego, así que opta por dejarse llevar con la esperanza de que a su acompañante no se le ocurra alargar demasiado el paseo. «Aunque la excusa para justificar por qué llego tarde es tan disparatada que a Sara no le quedaría más remedio que creerme».
—Ya veo que no eres muy hablador, pero no te preocupes, que sólo quiero estirar un poco las piernas. Estar la mayor parte del día viendo pasá a los turistas acaba siendo aburrío.
Vuelve a reír, y Luis empieza a creer que sería un buen fichaje para ‘El club de la comedia’.
—¿Hasta dónde quiere que lo lleve?
Avanzan a paso lento, con el gato abriendo camino. De vez en cuando, al divisar una paloma despreocupada, se pone tenso, pero un suave toque de bastón le deja claro que no es hora de cazar.
—Menudo prenda está hecho. Cada día me trae algún trofeo: pajarillos, ratones, lagartijas, y sí, más de una paloma ha caío entre sus garras. Hay que ver, qué tontas son.
—Sí, a mí tampoco me caen muy bien. —Luis carraspea—. No sé si me ha oído cuando le he preguntado…
—Ya te he dicho que no te preocupes—lo interrumpe—. No vas a llegar tarde a la cita.
—¿Y usted cómo sabe…?
—¡Ah, hijo! Son muchos años de observar a la gente con estos ojos secos. ¿Pá qué iba a ir un chaval como tú, de fuera de Graná, al Palacio de los Córdova si no es porque ha quedao con una granaína?
El anciano ríe y se detiene. Levanta entonces el bastón y señala un poco hacia adelante y a la izquierda.
—Ahí es.
Luis se fija en el muro encalado, tras el que asoman las copas de los cipreses. A unos pocos metros se encuentra la puerta, flanqueada por dos faroles. Aprovechando la pausa, el gato se frota ronroneante contra las piernas del extraño.
—Vaya, parece que le has caío bien a Tizón. Eso es que vas a tener suerte.
Mientras habla, el viejo saca un cigarrillo lánguido del bolsillo de la camisa y se lo lleva a los labios.
—¿Quieres uno? Los lío yo mismo cuando me aburro.
Luis se siente tentado de aceptar. Ahora que el encuentro con Sara es inminente, que el factor sorpresa ya no juega papel alguno, los nervios han vuelto. Unas caladas le relajarían, pero no, no quiere que cuando se acerquen para saludarse lo primero que ella perciba sea el olor a tabaco. Así que respira hondo y rechaza el ofrecimiento.
—Fumo desde los once años. Si no me he descontao, tengo ochenta y ocho, así que tú verás.
Hace una pausa para encender el pitillo. La primera calada la recibe con los ojos cerrados, saboreando el humo antes de dejarlo salir por la nariz. A Luis se le hace la boca agua. «Va, sólo una caladita», se oye sugerirse, pero sacude la cabeza y consigue resistir a la tentación.
—Yo creo que el secreto de seguir disfrutando de cada pitillo es que en realidá nunca he estao enganchao. Sólo fumo cuando me apetece. Cuando empecé era más fácil fumar que comer. —Da otra calada profunda y Luis mira hacia la puerta del Palacio de los Córdova, cada vez más nervioso, imaginando que Sara lleva rato esperando—. Mi madre nos alimentaba con lo que podía. Muchos días no le quedaba más remedio que arrancar manojos de hierba para hacer caldo.
Los ojos incapaces de percibir las imágenes presentes sin embargo sí ven aquel pasado lejano que mantiene tan cercano en la memoria.
—No tardé en descubrir que aquellos hierbajos sabían mejó si me los fumaba.
El anciano remata el recuerdo con una risa de regusto amargo, como el humo del cigarro.
—Debió de ser muy duro —es lo único que se le ocurre decir a un muchacho para quien las penurias de la postguerra forman parte de los libros de historia.
—A tó uno se acostumbra —concluye el hombre, con una mueca que aparenta sonrisa pero que no disimula el resentimiento acumulado durante tantos años.
Luis busca la manera de despedirse sin parecer desconsiderado, y ésta llega por sí sola. En el momento en que se aparta un poco para abrir el ángulo desde el que mirar hacia la puerta de los jardines donde, ya no tiene dudas, Sara desespera, alguien tropieza con su brazo.
—Perdón —se disculpa la chica, sin apenas ralentizar el paso.
A Luis le cuesta un par de segundos reaccionar. Es la primera vez que ve el bonito vestido floreado de tirantes, pero no a su portadora.
—¿Sara?
La joven se detiene en seco y se da media vuelta. Durante un instante ambos se quedan embobados y sienten cómo el calor se concentra en sus ya más que acalorados rostros.
—¿Ves cómo no llegabas tarde? —interviene el anciano, cuya sonrisa recupera la alegría.
Continuará…
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