Centrifugando recuerdos (XXIV)


Centrifugando recuerdos

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

El mediodía es una muy mala hora para pasear por Granada en pleno agosto, sobre todo en un agosto tan caluroso. El sol calcina las inconscientes cabezas que osan asomarse a sus rayos hambrientos y tuesta sin remordimiento las pieles que se atreven a retar al rey de los cielos.

Los turistas recorren las empinadas calles del Albayzín pegados a los edificios de la acera que provee de un caritativo pasillo en sombra. Son muy pocos quienes se lanzan a la aventura de adelantar por la calzada, reticentes a correr el riesgo de que, como mínimo, se les derritan las suelas de goma de las sandalias al entrar en contacto con un pavimento del que algunos de los transeúntes están seguros de que sale humo.

Para Luis, sin embargo, en este momento el calor asfixiante es la menor de sus preocupaciones. Avanza a paso rápido, Cuesta del Chapiz abajo, con una sola idea en la cabeza, inmune al ensañamiento solar que lo exprime como a una esponja. «Si me pierdo, sólo tengo que seguir el reguero de sudor que voy dejando», es la disparatada idea que se cuela en su mente monopolizada por la imagen y la voz de Sara.

Levanta la vista del suelo y la pasea en torno, en busca de alguna señal que le indique que se acerca a su destino. Se encuentra entonces con la imponente silueta de la Alhambra, inmune a los ataques del sol, que domina el escenario desde lo alto de su pedestal forrado de verde. Es imposible no quedar hipnotizado.

Luis deja escapar una bocanada de aire ardiente y reemprende la marcha. Pero enseguida vuelve a detenerse. Un hombre mayor asiste al incesante desfile humano sentado en el umbral de su casa. Apoya las manos en un bastón de madera con el que de vez en cuando da un golpecito en la acera. Al joven le llaman la atención sus ojos de un azul tan claro que casi parecen transparentes. Decide preguntarle cuánto le queda para llegar al Palacio de los Córdova.

—Disculpe…

El anciano no parece reaccionar hasta que Luis se planta a medio metro de él. Levanta entonces la cabeza y le sonríe, revelando su vieja boca mellada. Efectivamente, tanto el iris como las pupilas son de un color tan claro que Luis enseguida se da cuenta de que es ciego, y le asalta la tentación de seguir su camino. «No seas absurdo», se reprocha.

Usté dirá, maestro.

El hombre levanta el bastón unos diez centímetros del suelo y lo deja caer de nuevo. Parece ser todo un pasatiempo. Viste una camisa blanca de manga corta, pantalón largo negro y unas alpargatas de tela, que calza como si fueran chancletas, con los talones fuera.

—Busco el Palacio de los Córdova.

—Claro que sí, joven. Y bien que haces.

La sonrisa no abandona al anciano mientras continúa jugueteando con el bastón. Lo levanta entonces y lo alarga para señalar calle abajo. Luis presta atención al movimiento y se mantiene a la expectativa.

—Sigue la calle y enseguida encontrarás la entrada a los jardines, a mano izquierda.

—Muy bien. Muchas gracias.

Luis se despide y tras un par de pasos la voz del anciano lo hace detenerse.

—¿Y la limosna?

La pregunta es desconcertante. Luis duda si ha escuchado bien.

—¿Cómo dice?

El viejo ríe, divertido.

—Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada como la pena de ser ciego en Granada.

«¿Qué dice este hombre?»

Ante el desconcierto del joven, el anciano chasquea la lengua y menea la cabeza al tiempo que acelera el golpeteo del bastón contra el suelo.

—Vaya por Dios. No me puedo creé que no conozcas los versos de Francisco de Asís de Icaza.

En ese momento Luis se siente el mayor ignorante del planeta. Es la primera noticia que tiene de la ingeniosa composición y de su autor. El viejo vuelve a reír, y él empieza a mosquearse.

—No te enfades, hombre. —Luis se da media vuelta, buscando la cámara oculta. «¿Y qué sabrá él si estoy enfadado?»— Va, que te acompaño —resuelve, sin dejar el mínimo resquicio a la posibilidad de que el muchacho se niegue.

Dicho y hecho. Se incorpora apoyándose en el bastón y se agarra del joven y firme brazo. Inmediatamente, un gato negro como una noche sin luna surge de la oscuridad del portal, al ritmo del tintineo del cascabel que le cuelga del cuello, y se enrosca entre las piernas de su amo.

—Ay, Tizón, cómo ibas tú a perderte un paseo, ¿verdá?

Luis no entiende nada, pero lo último que se le ocurriría a una persona de bien es negarle el brazo a un ciego, así que opta por dejarse llevar con la esperanza de que a su acompañante no se le ocurra alargar demasiado el paseo. «Aunque la excusa para justificar por qué llego tarde es tan disparatada que a Sara no le quedaría más remedio que creerme».

—Ya veo que no eres muy hablador, pero no te preocupes, que sólo quiero estirar un poco las piernas. Estar la mayor parte del día viendo pasá a los turistas acaba siendo aburrío.

Vuelve a reír, y Luis empieza a creer que sería un buen fichaje para ‘El club de la comedia’.

—¿Hasta dónde quiere que lo lleve?

Avanzan a paso lento, con el gato abriendo camino. De vez en cuando, al divisar una paloma despreocupada, se pone tenso, pero un suave toque de bastón le deja claro que no es hora de cazar.

—Menudo prenda está hecho. Cada día me trae algún trofeo: pajarillos, ratones, lagartijas, y sí, más de una paloma ha caío entre sus garras. Hay que ver, qué tontas son.

—Sí, a mí tampoco me caen muy bien. —Luis carraspea—. No sé si me ha oído cuando le he preguntado…

—Ya te he dicho que no te preocupes—lo interrumpe—. No vas a llegar tarde a la cita.

—¿Y usted cómo sabe…?

—¡Ah, hijo! Son muchos años de observar a la gente con estos ojos secos. ¿ qué iba a ir un chaval como tú, de fuera de Graná, al Palacio de los Córdova si no es porque ha quedao con una granaína?

El anciano ríe y se detiene. Levanta entonces el bastón y señala un poco hacia adelante y a la izquierda.

—Ahí es.

Luis se fija en el muro encalado, tras el que asoman las copas de los cipreses. A unos pocos metros se encuentra la puerta, flanqueada por dos faroles. Aprovechando la pausa, el gato se frota ronroneante contra las piernas del extraño.

—Vaya, parece que le has caío bien a Tizón. Eso es que vas a tener suerte.

Mientras habla, el viejo saca un cigarrillo lánguido del bolsillo de la camisa y se lo lleva a los labios.

—¿Quieres uno? Los lío yo mismo cuando me aburro.

Luis se siente tentado de aceptar. Ahora que el encuentro con Sara es inminente, que el factor sorpresa ya no juega papel alguno, los nervios han vuelto. Unas caladas le relajarían, pero no, no quiere que cuando se acerquen para saludarse lo primero que ella perciba sea el olor a tabaco. Así que respira hondo y rechaza el ofrecimiento.

—Fumo desde los once años. Si no me he descontao, tengo ochenta y ocho, así que tú verás.

Hace una pausa para encender el pitillo. La primera calada la recibe con los ojos cerrados, saboreando el humo antes de dejarlo salir por la nariz. A Luis se le hace la boca agua. «Va, sólo una caladita», se oye sugerirse, pero sacude la cabeza y consigue resistir a la tentación.

—Yo creo que el secreto de seguir disfrutando de cada pitillo es que en realidá nunca he estao enganchao. Sólo fumo cuando me apetece. Cuando empecé era más fácil fumar que comer. —Da otra calada profunda y Luis mira hacia la puerta del Palacio de los Córdova, cada vez más nervioso, imaginando que Sara lleva rato esperando—. Mi madre nos alimentaba con lo que podía. Muchos días no le quedaba más remedio que arrancar manojos de hierba para hacer caldo.

Los ojos incapaces de percibir las imágenes presentes sin embargo sí ven aquel pasado lejano que mantiene tan cercano en la memoria.

—No tardé en descubrir que aquellos hierbajos sabían mejó si me los fumaba.

El anciano remata el recuerdo con una risa de regusto amargo, como el humo del cigarro.

—Debió de ser muy duro —es lo único que se le ocurre decir a un muchacho para quien las penurias de la postguerra forman parte de los libros de historia.

—A uno se acostumbra —concluye el hombre, con una mueca que aparenta sonrisa pero que no disimula el resentimiento acumulado durante tantos años.

Luis busca la manera de despedirse sin parecer desconsiderado, y ésta llega por sí sola. En el momento en que se aparta un poco para abrir el ángulo desde el que mirar hacia la puerta de los jardines donde, ya no tiene dudas, Sara desespera, alguien tropieza con su brazo.

—Perdón —se disculpa la chica, sin apenas ralentizar el paso.

A Luis le cuesta un par de segundos reaccionar. Es la primera vez que ve el bonito vestido floreado de tirantes, pero no a su portadora.

—¿Sara?

La joven se detiene en seco y se da media vuelta. Durante un instante ambos se quedan embobados y sienten cómo el calor se concentra en sus ya más que acalorados rostros.

—¿Ves cómo no llegabas tarde? —interviene el anciano, cuya sonrisa recupera la alegría.

Continuará…

La petición de Cronos


Balzak vs Cronos
El dios de lógica Balzak a punto de chocar sus cargas de energía para anular la flecha de Cronos.

De vez en cuando recibo visitas ilustres en mi taller. A veces son magos, guerreros, dioses, alquimistas y un gran etcétera. A veces vienen en persona. Y otras, como esta que les voy a contar, me visitan usando uno de los portales que tengo en una de mis tantas salas. Es en uno de esos portales que recibí la visita de un titán.

Entre los titanes, que están incluso por encima de los dioses, existe uno que es el más influyente de todos: el titán Cronos. Cronos tenía un pequeño problema entre manos. Luego de terminar de leer el libro de los siete sellos, que nadie podía abrir, hizo una solicitud al dios de lógica, que tiene por nombre Balzak.

—¡Enano! —exclamó Cronos, con una voz retumbante, a través de uno de los portales—. Necesito que hagas una de tus transmutaciones para mi.

—Tienes suerte —le respondí con toda calma—,  justo tengo cerca a quien buscas. ¡Balzak, te buscan! —exclamé hacia afuera.

Balzak y su esposa probaban algunas armas nuevas en las barracas que están fuera del taller. Balzak respondió con emoción a mi llamado, pues hacía mucho tiempo que no tenía alguna misión realmente emocionante.

—¿Enano? ¿Y qué es lo que necesita el titán Cronos de este enano?— dijo Balzak mirando por el portal. El portal se ve como un simple espejo negro mientras no se atraviesa, así que entre los que estabamos allí en mi taller podía verse que Balzak no era ningún enano.

—Ven, te mostraré lo que necesito —dijo Cronos a Balzak.

Balzak entró al portal y estableció contacto con Cronos en una de las dimensiones virtuales donde puedes encontrarte con quien sea, con tan solo pulsar un botón. Sé que todo esto suena increíble y de ciencia ficción. Pero, como buen herrero, juro que todo es verdad.

El guerrero de lógica, Balzak, es tan solo uno de los generales más fuertes de Tierra Negra y obtuvo el título de dios de lógica cuando la reina de Castilla, sin conocerle, pudo sentir su energía incluso a través de universos de distancia.

Cronos, en cambio, es una entidad compuesta principalmente por un ser que destronó al primer Cronos y que tomó su puesto. Así como Jesús tomó el trono de Jehová (según algunas religiones), como Siddhartha se volvió un Buda, y muchos otros casos que conozco.

En cuanto apareció frente a él, Cronos fijó un reto para Balzak y le apuntó con una flecha impulsada por dos cuerdas.

—Necesito saber cómo transformar esto en energía pura, para poder manipularla a mi antojo— dijo Cronos, refiriéndose a su flecha cargada.

—¿Eso es todo? ¡Ja, ja,ja! —Balzak lanzó una carcajada.

—Sí, es todo. Solo quiero una pequeña muestra de tu poder. No necesito mostrarte todos mis planes —le contestó el astuto Cronos.

—Esto se hace así —dijo Balzak—.  ¡Lanza tu flecha!

Cronos lanzó la flecha en cuanto vio que Balzak conjuraba algo con las manos. Hecho eso, Balzak tomó las cuerdas con las que la flecha fue impulsada y, con su conjuro, las convirtió en energía pura. Cuando la flecha estaba muy cerca de él, combinó en sus brazos las energías que fueron generadas por el conjuro y las sumó en un solo rayo de energía pura, con el que anuló completamente la flecha.

Cronos quedó maravillado ante la escena protagonizada por el dios de lógica.

—¡Gracias, enano! —dijo Cronos, muy agradecido—. Ha pasado tanto tiempo que ya no recordaba esos conjuros ni como usarlos.

—Cuando quiera, señor —contestó Balzak, haciendo una venia y retirándose.

Balzak dio media vuelta y volvió al taller a través del portal.

—Ahora mis hijos y aprendices sabrán quién me ha recordado esos viejos conjuros. Balzak, lo que me has mostrado es increíble. Te has ganado mi favor —la voz de Cronos retumbó en el taller.

 Y así fue como recordé que la supremacía de un ser no está en su título. Fuese este un dios, un titán, un guerrero o un simple humano. El poder de un ser se encuentra en lo que es capaz de hacer, si lo hace.


Relato e ilustración por:
BLACKSMITH DRAGONHEART

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Quinceañera


Cerró los ojos y sopló las velas sin arrepentimiento. Sacó uno por uno los pequeños cirios humeantes dejando los quince huecos desamparados. Se chupó sonriente la última velita. Levantó del suelo el cuchillo ensangrentado. Partió un trozo de bizcocho. Saboreó sus dedos. Se puso la corona de princesa a pesar de estar semidesnuda y golpeada. Miró a lo lejos su elegante vestido rosa colgado de la escalera que da acceso a las habitaciones. Sus padres aún no llegaban de buscar a la abuela para ir a la iglesia. Fijó la vista en el cadáver. El olor a velas apagadas le recordaba los innumerables acercamientos indebidos de su hermanastro. Mientras intentaba vestirse para practicar el baile del quinceañero, las lágrimas susurraban la canción favorita de cuna.

Suena el timbre. Abre la puerta.

—¡Sorpresa!

De regreso a la isla


aisla

Ya es hora de que regrese a la isla. Allí donde está mi vida. Donde descansan mis sueños de niña y los despojos de mis abuelos. Quiero regresar y andar por el pueblo con un traje de primavera rosa, descalza sobre la hierba. Deshojar las margaritas hasta tener la respuesta que espero. ¡Me quiere! Oler las azucenas impregnando el ambiente zarandeado por el viento del Caribe. Quiero caminar por la playa, sentir la arena fina haciéndole cosquillas a mis dedos e ir a la orilla, mojarme los pies y mirar al sol de frente, aunque me queme las retinas. Quiero llenar mis ojos de la inmensidad del mar, de ese azul inolvidable que me persigue de noche cuando estoy dormida. Mi isla, mi terruñito.

***

Yo me impuse este castigo. Yo me enredé en este karma. Yo abandoné mi cuna, la hamaca en la que me mecieron cuando apenas caminaba, los paisajes recorridos una y otra vez. Vine a esta tierra extraña que consumió los huesos de mi padre y exprimió las memorias de mi madre.

Las memorias, mis memorias…

Andaba por el Viejo San Juan jugueteando con mi mejor amiga cuando lo vimos. Apenas teníamos quince años y esperábamos el amor, sin saber qué cosa era. Él me envolvió en el misterio de lo no conocido. Y me embriagó con palabras. Y me entregué al cielo del infierno con los ojos cerrados de tanto que confié. Ya no había marcha atrás. Hay cosas que cuando se pierden no regresan jamás. La inocencia se desprendió de mí y aunque la quise rescatar no fue posible. Hasta muy tarde supe, que no solo se llevó la mía. Desfloradas quedamos las dos guardando un secreto inútil. Le quise sacar los ojos y arrancarle el corazón por robarse lo que era mío… y no era. Mi amiga —la única hermana que tuve— se fue de mí porque me negué a escuchar.

Me hundí en una profunda depresión. Poner el mar en medio parecía la mejor alternativa. No confiaba en nadie: no existía el amor, no existía la amistad. Nada era lo que parecía. Me aseguré de que no volvieran a herirme y cerré mi corazón. Me encerré en mí misma y en los estudios, hasta hacer una carrera envidiable. En el pecho llevaba una piedra incapaz de sentir. Ocupé catorce horas de mi día en el trabajo. Hablaba lo necesario, encerrada en mi cubículo. No compartía con mis colegas, no sé si hablaban de mí, no iba a sus fiestas. En la noche al apartamento: un baño, un libro y a dormir en la más absoluta soledad. La piel se me fue secando, tanto que parecía tener la misma edad que mi madre. Ella que rogaba porque algún día hallara el amor, se murió viéndome morir poco a poco. No me interesaba la ropa de moda, ni las canas que cundían mi cabeza. Yo me encontraba en compás de espera… tic tac, tic tac, tic tac… ¿Cuándo se acabaría este sin sentido? La isla vivía dentro de mí. Yo era una isla.

***

Ya es hora de que regrese a la isla. Tengo cáncer. No quiero tratamiento, ni dejar mis horas siendo un expediente en un hospital frío y solitario. Voy a vivir el tiempo que me queda haciendo las cosas que añoro. Buscaré a mi amiga y le pediré perdón. Caminaremos de nuevo por el Viejo San Juan y reiremos como antes. Pasaré horas escuchándola contarme sus historias. Me contentaré de saber que ella sí vivió.  Y al final, moriré sentada mirando el mar, oyendo el ir y venir de sus olas rompiéndose sobre las arenas.

Y ya no estaré aislada.

Imagen: Melba Gómez, San Juan de Puerto Rico, 2016

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Centrifugando recuerdos (XXIII)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com
Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

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Luis nota cómo el teléfono repiquetea contra su oreja, incapaz de controlar los nervios que le hacen temblar la mano. Se siente como la primera vez que llamó a casa de aquella chica que le gustaba… «¿Cómo se llamaba…? Berta, se llamaba Berta». Tenía catorce años y temía que si le contestaba otra persona, colgaría atenazado por la vergüenza. Claro que si contestaba ella, lo más seguro era que tampoco fuera capaz de pronunciar palabra. Respondió ella, y aunque le costó arrancar, tartamudeó bastante, la cara se le puso como un tomate y sudó como si hubiera estado corriendo a pleno sol, al final consiguió que de su boca surgiera algo similar a una invitación para ir al cine. Y no debió de hacerlo tan mal, porque Berta aceptó.

Ahora tiene doce años más y mucha más experiencia con las mujeres, si bien varias de esas experiencias podrían usarse como ejemplo de lo que no hay que hacer en una relación de pareja. El caso es que a cada tono de llamada que pasa sin que Sara responda, los nervios aumentan. Nota las gotas de sudor resbalándole por la frente y la oreja mojada.

La perrita lo mira con curiosidad desde debajo de la silla. La propietaria de la pensión aparece por la puerta de la cocina armada con una escoba y un recogedor. Al ver a Luis todavía sentado piensa en decirle que esté tranquilo, que puede seguir ahí todo el rato que quiera, pero al fijarse en su cara de circunstancias entiende que es un momento trascendente para él y opta por callar, aunque no puede evitar una sonrisa aliñada con una mueca divertida.

—Hola, Luis.

La voz de Sara actúa como el detonador de una tonelada de dinamita instalada en el corazón. Por una fracción de segundo Luis está convencido de que va a saltar por los aires. «¿Pero cómo puedes estar tan colado?», se pregunta. «Tú verás. Si no lo estuviera, ¿qué sentido tendría esta locura en la que me he metido?» Su cerebro piensa a mil por hora y dialoga consigo mismo mientras el joven trata de accionar el mecanismo que le permita responder «hola, Sara».

—¿Luis? ¿Me oyes?

Recuerda aquella llamada de su adolescencia a casa de Berta, y por un momento siente el mismo impulso de colgar, pero no, ya no es un adolescente ni ha recorrido media España para dejarse vencer por una reacción infantil.

—Hola, Sara. Perdona, es que estoy un poco nervioso —consigue responder con voz algo temblorosa.

La mujer finlandesa, que escucha mientras barre, sonríe con complicidad, aunque Luis no se da cuenta, porque tiene todos los sentidos concentrados en el teléfono y en el montoncito de pedazos de servilleta, que sigue creciendo.

Sara, recostada en el sofá, cierra los ojos, secretamente complacida por saber que es ella quien provoca que él esté hecho un flan. «Qué majo es, de verdad. ¿Cuándo se ha interesado por ti un tío tan majo?»

—¿Sara?

—Sí, sí, te oigo.

—¿Cómo estás? ¿Has dormido bien?

—Sí, muy bien, gracias. —Todavía está saboreando el delicioso desayuno con el que se acaba de homenajear por cortesía de Tere—. ¿Y tú?

—Bueno, he pasado noches mejores. Demasiado calor.

—Ya, es horrible. Me he duchado hace un rato y ya estoy otra vez sudando como un pollo.

Luis nota el móvil resbalando por su oreja chorreante. También tiene los dedos húmedos y la nuca mojada. Aunque en su caso el acaloramiento no es sólo culpa del clima.

—Yo igual.

Durante un par de segundos se quedan los dos en silencio. La perrita suspira aburrida y en el comedor sólo se oye el roce de las cerdas de la escoba contra el suelo.

Entonces Sara y Luis hablan a la vez, como si respondieran al mismo impulso.

—Va, tú primero —se invitan a la par. Y así de nuevo, hasta que simultáneamente estallan en una carcajada liberadora.

La perrita se incorpora y ladra, algo indignada por no ser partícipe de eso tan gracioso que hace reír al humano.

—Nala, calla —le riñe su dueña, sin dejar de barrer. El animal estornuda y vuelve a tumbarse, resignado.

—Perdóname. —La voz, ahora seria, de Sara atrae de nuevo la atención de Luis, momentáneamente distraído por los ladridos—. No he sido justa contigo.

Mientras habla, Sara se acaricia el pelo, aún húmedo, y juguetea con las puntas sobre sus hombros. Luis tarda un poco en responder. «No la cagues ahora», se advierte.

—No tiene importancia. Lo de anoche fue muy raro. Yo tampoco estuve muy fino. —Hace una pausa. Al otro lado se escucha la respiración expectante de ella—. Verme en tu casa de aquella manera tan surrealista me dejó en shock.

Ya no queda servilleta por descuartizar, así que la mano libre se entretiene ahora en reunir las migas desperdigadas sobre la mesa.

—Ya… La verdad es que todo lo que pasó anoche lo tengo bastante confuso. Hacía mucho que no bebía tanto. Es obvio que el alcohol me sienta muy mal y dije e hice muchas tonterías.

—Bueno, ahora, calor aparte, estamos bien, ¿no?

—Sí, supongo… Aunque, si te soy sincera, yo creo que nunca estaré bien del todo, con esta cabeza que tengo. —Sara ríe nerviosa y sus dedos, inquietos, siguen jugando con los mechones de pelo.

—¿Quieres que nos veamos? —se atreve a proponer Luis, por fin, en un alarde de valentía, y mientras aguarda a la respuesta aguanta la respiración.

«Sí, sí, sí», responde ella por telepatía, pero otra parte de su cerebro se empeña en mantener la prudencia. «Cuidado, Sara. Recuerda lo que pasó el otro día, recuerda cómo acabaste la noche». «A la mierda la prudencia».

—Sí, claro —contesta procurando mantener un tono medio, como el que utilizaría con un conocido al que hace tiempo que no ve pero con el que no tiene la más mínima intención de iniciar un romance.

«¡Bien!», exclama Luis en silencio, levantando la cabeza hacia el techo, con los ojos cerrados y el puño libre apretado.

La perrita levanta sus diminutas orejas peludas.

—¿Conoces el Palacio de los Córdova?

—No, es la primera vez que vengo a Granada, pero no te preocupes, que lo encuentro sin problemas.

—Está al final del paseo de los Tristes, al inicio de la cuesta del Chapiz. No tiene pérdida. —Sara hace una pausa y mira por la ventana antes de continuar—. Es un rincón muy tranquilo en el que suelo refugiarme para pensar. Ayer mismo estuve un buen rato. —Respira hondo—. ¿Quedamos allí en una hora?

Luis siente el corazón otra vez rebotando violentamente contra el pecho. Sara se pasa un mechón de pelo por los labios.

—Hecho.

—Genial. Prometo no beber más vino. —Ambos ríen—. Hasta luego.

—Hasta luego.

Cuando cuelgan, Sara suspira y se deja caer en el sofá. En ese momento sólo quiere dejarse llevar por la alegría que siente en su corazón. Sabe que la euforia no durará mucho rato, que regresarán las dudas, los pensamientos insidiosos, los recuerdos dolorosos. Pero ahora se siente ella misma, Sara, una chica de veinticuatro años que merece disfrutar de su juventud, que merece sentir cosquillas en el estómago y la excitación previa al encuentro con un chico que está colado por ella. No hay otro motivo tan claro que explique el viaje que ha hecho, y le gusta, le gusta saberse el centro de las prioridades de alguien, que ese alguien ponga patas arriba su propia vida sólo por ir a su encuentro.

Sara sabe que eso que ahora le emociona, que la hace sentir como la noche en que, trabajando en el cámping, flirteó con el chico asustado que había conocido mientras esperaba a que la lavadora le devolviera su ropa, eso mismo dentro de un rato probablemente le aterrará y le hará refugiarse, pero no quiere pensarlo, no ahora, así que se levanta del sofá con el firme propósito de dejar a Luis temblando cuando la vea.

Unas calles más allá Luis salta de alegría sin moverse de la silla. Por fin va a verse con Sara a la luz del día, cara a cara, sin obstáculos, sin excesos de alcohol que nublen la mente y los sentimientos, sin más alteración en las pulsaciones que la que provoque el reencuentro con la mujer que lo ha vuelto loco, nada que ver con la desesperación de verse perseguido por un clan de fanáticos perros rabiosos… Aunque también sienta una punzada de miedo. No quiere pensar en el después, pero no puede evitarlo, y el miedo a un rechazo definitivo está ahí.

Mira a la perrita, que continúa tumbada.

—Sara quiere verme —le anuncia—. Hemos quedado en el Palacio de los… de los… Mierda, estaba tan emocionado que no me he quedado con el nombre.

—De los Córdova —lo socorre la mujer, que ha vuelto al comedor después de haber entrado en la cocina a vaciar el recogedor.

—¡Eso es! —La perrita se incorpora de un salto, vuelve a ladrar y agita frenéticamente el sucedáneo de cola—. Muchas gracias.

—No hay de qué. Es un sitio muy bonito, a la falda de la Alhambra. Seguro que la cita va muy bien.

La mujer ríe abiertamente. Luis le devuelve la sonrisa mientras se levanta, y antes de emprender la subida a la habitación con el propósito de prepararse para el encuentro, se acerca a Nala para acariciar su frondoso pelaje lanudo. La perrita adivina sus intenciones y, encantada de recibir atenciones, se tumba boca arriba para gozar del masaje.

Continuará…