El ratón que no quería ser caballo


Foto de Giuseppe Martini para Unsplash.

Yo nunca quise ser un caballo, y menos, enganchado a una carroza. Mi vida como ratón me gustaba. Era peligrosa, pero yo estaba acostumbrado a vivir al límite, siempre con la adrenalina fluyendo. Era divertido.

La maldita hada madrina no me dejó elegir, ni a mí ni a nadie. Mira a los pobres lagartos, convertidos en aburridos lacayos, obligados a atender a la pánfila de Cenicienta…

Que sí, que qué lástima de muchacha, que qué vida tan injusta y todo lo que quieras, pero mírala qué pronto se le olvida la conciencia de clase. La sirvienta explotada y maltratada perdiendo el culo por codearse con la aristocracia, y sin el menor remordimiento por recurrir al mismo elitismo que a ella le amargaba la vida.

Yo nunca quise ser un caballo, y menos, domado. Como ratón, disfrutaba de mi libertad, consciente de que cada día podía ser el último, sin nadie que me controlara.

Nunca quise ser la mascota de una humana; al contrario, la vida era excitante esquivando trampas para alcanzar la recompensa de un pedazo de sabroso queso o de deliciosa tarta.

Sin embargo, aquí estoy, con el corazón tan acelerado como siempre, pero atrapado en este cuerpo enorme incapaz de liberarse del hechizo que lo mantiene sumiso, encadenado a una calabaza convertida en una carroza que no podría ser más cursi.

¡Maldita hada madrina!

A la menor ocasión, le roo la varita.

Cucarachas


Vi asestar doce puñaladas
a un costal de lona lleno de pan.

Pensé en la dolencia de lo mullido y
en cómo florece la saña entre espigas.

Se dirigieron a mí: «Y a ti, ¿qué roe tu
estómago? Y a ti, ¿quién te convierte
en alimento delicioso y pestilente, lleno
de huecos?». Era el mismo roedor que asía
el cuchillo, el mismo del que tragué anzuelos.

Cuatro o cinco panes rebanados en aquel costal,
sobre el que correteaba hasta encontrar la mano que aplasta
y queda limpia, aun sin bañarse en agua.

Sólo recordaba sus botas


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por Reynaldo R. Alegría

Ausente el reposo en mi cuerpo.

Sólo recordaba sus botas.

Las imágenes escondidas en la memoria.

Confundidas con el estado de alerta.

¿Quién era?

¿Realmente pasó?

Ten cuidado.  Con calma.  Me vengo.

La música.  El baile.  Todas las miradas sobre ella.  Su cuerpo deslizándose de espaldas junto al mío.  El roce de las erupciones.  El encuentro de las emisiones.  Fiesta de gala de las emulsiones.  Blanco.  Negros.  Mis manos descubriéndola con ganas fuertes.  Caminando por las calles casi desiertas.  Abrazados.  Con frío.  Un hombre sonriente que nos recibe a la entrada de un hotel.  Está acostumbrado.  La incapacidad del cuerpo de absorber más espíritus.  Totalmente espirituado.

Es tarde.

Es temprano.

La ciudad.  El personaje de todas las películas.  Las aceras anchas.  Las rejillas que expiden el humo del cigarro del tren extenuado.  Sin llamadas perdidas.  Encuentros.

Buenas noches.  O buenos días.  Gracias.  Por favor.

Los gatos duermen dieciséis horas.

¿Tendrá el doble de mi memoria?

Sólo recordaba sus botas.

En otra latitud.

Y haber sido un ogro.

Y que tuve un palacio.

Y haber sido convertido en ratón.

 

Foto: Una bota para Pirilo, por A. Díaz.