Carta a una adolescente


Dona i Ocell. Joan Miró

Recuerdo, hace doce años, pasar toda una tarde atesorando un secreto gigantesco. Horas después, el secreto dejó de ser secreto, y lo supo todo el mundo porque te habías convertido en una bella y nutrida realidad. El plan de trabajo no era sencillo: darte calor, protegerte del sol y alimentarte. Los días pasaron borrachos de la velocidad del alma. Nada de lo que había hecho yo anteriormente se podía comparar, ni en extensión ni en importancia, a ti. 

Han pasado doce años.

Ahora has eclosionado; ahora eres una persona con la que me río, discuto y comparto y tú me alimentas, me das calor, me proteges del sol.

Idea de Bien


Marina López Fernández
http://www.enelhuecodelaescalera.wordpress.com

Memento fugaz


¡Conseguí empleo!


Entra al cuarto. Observa con deseo mi virginidad. Soy el manjar más apetitoso para la duquesa. Sin terminar de quitarme la ropa empieza a chuparme. Se desespera. Pretende arrancarme las entrañas. Intento gritar. El mar de saliva me ahoga. Sudo. Succiona tan fuerte que se atraganta con mi jugosa pulpa. Escupe el líquido viscoso con rabia. Sobrevivo satisfecho. Apruebo mi examen de ingreso. ¡Eureka! Ya soy empleado del prostíbulo más famoso de la comarca.

Y fueron papás y se compraron un chalé


cocaina

Tengo cuatro canas

en el bigote

haciendo una raya blanca

que se parece a Noelia.

No el bigote,

la raya, me refiero.

José —su novio—

después de escaparse juntos al coche

siempre decía:

«No la soporto,

si no fuera por la farlopa»

Ella, después de empolvarse la nariz

muchas veces se dejaba

algún rastro de… (espacio blanco o

inventa tú la metáfora)

Y hablablaba y hablablaba una tonelada,

quizás demasiado blanca o ciega

para pensar lo que decía:

«Me jode decirlo, pero alguna se lo merece»

(Se encienden las luces, aparecen los títulos de crédito

y después de una larga lista de nombres surge un mensaje que dice:

«Los personajes y los lugares son ficticios,

cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia»)

Ella, trabajaba en Servicios Sociales

con mujeres maltratadas.

Esto no es un cuento


Esto no es un cuento aunque podría serlo. Un cuento de esos con final triste y bello que tan bien sabía hacer Oscar Wilde en los no sabes si llorar o tocar las últimas letras escritas…

No recuerdo bien si aquella mañana había niebla o es la niebla la que está en mi memoria. No recuerdo ya apenas su voz que se confunde con las olas o el color de su mirada que se pierde en azul.

… pero por desgracia no soy Oscar; solo un simple mamporrero de palabras, un mono que golpeando con un palo intenta hacer una canción; y sé que nunca podré decir aquello que vi en aquel puerto; sé que solamente podré hacer una aproximación: un garabato, un eco. Hacía más de 20 años que no volvía a ese pueblo. Y es curioso, de él, solo recordaba su olor a mar y una estatua.

No recuerdo su cara: su imagen es una fotografía vieja que se borra y no quiero sacar de mi bolsillo por si la sal la marchita. A veces creo que me roza en la nuca, a veces que me susurra palabras, pero sé que es la brisa, sí, es la brisa. O no. No sé.

Es una estatua de bronce en la entrada del puerto de una anciana sentada en una silla como esperando… Sus ojos miran al espigón pero su mirada va más allá donde se pierde el horizonte; sus labios sonríen levemente en un gesto, cómo decirlo, cómplice. ¿Has visto la Mona Lisa alguna vez? Sus manos ajadas apoyan una sobre otra en el regazo: serenas una sobre otra hacen una sola. Juntas. Juntos. No sé; no sé qué género escribir. Bruto, soy un bruto mono.

Cuando estoy triste y creo que se ha olvidado de mí, me manda cartas que tienen forma de pez. Saltan urgentes durante el atardecer cuando la mar está calma o me enseñan su tripa plateada repleta de recuerdos.

Viste un traje de época y la cabeza cubierta con un pañuelo como iba mi bisabuela en el pueblo; con un mandil del que podía sacar cualquier cosa de su único bolsillo: una foto, un caramelo, una caricia… Junto a la silla hay un brasero; me imagino, de brasas que nunca se apagan. Si tengo que ser sincero, todos estos detalles no los recordaba.

El cielo hace veladuras mientras el sol se pone en ti. Dibujan la palabra siempre. Y las velas de los barcos van y vienen. Los pañuelos en el puerto dicen adiós y dicen lágrimas. Todas las lágrimas son saladas. La sal es lo que queda cuando el agua se va y todo se evapora. Los barcos van y vienen… Lo sé porque he visto ir y venir cientos, tal vez, miles. La sal.

La primera vez que la vi era un tonto adolescente que solo pensaba en chicas y emborracharse. Era una noche de verano ebria saliendo de un bar agarrado a la cintura de una muchacha; íbamos de camino al faro del puerto para comernos a besos en la oscuridad de la casa abandonada del farero. Y algo hizo detenerme junto a ella: sentí en su bronce una historia profunda. ¿Has mirado el fondo del mar desde un barco alguna vez? No sé, algo como abismo. Mientras nos besábamos ese algo me llevaba a otro lugar. Y aunque soy de los que cierran los ojos al besar, aquella vez no podía. Mareado por el alcohol, la mar se confundía conmigo. Las olas, la sal, las algas, las rocas arrastradas me llevaban mar adentro, mar adentro. Luego, cuando abría los ojos para no hundirme, estaba aquella chica iluminada intermitentemente por el faro, como en un sueño real y no. Real y no. «Vámonos», le dije. «Tan pronto», contestó ella. «Sí, es tarde y mañana he quedado». «Un ratito más, solo un ratito más». Me estás dejando a medías, me decían sus ojos. «No», contesté, áspero. Volvimos por donde habíamos venido y, allí donde empezaban las luces, me dijo que se iba sola a casa. Le pregunté si no quería que la acompañase. «No, es tarde», su voz imitaba burlona la mía. Volví por el mismo camino por el que habíamos ido, no porque no supiera regresar sino porque quiera volver a ver a aquella estatua, otra vez la mar profunda… Y allí me quedé, de pie, mirándola como si fuera un espejismo que va a desaparecer en cualquier momento; y de entre las sombras apareció un borracho que me dijo: «Es la mujer de un pescador que nunca regresó, le está esperando toda la vida». «¿Qué has dicho?». Quería saber más: su nombre, cuándo sucedió, si tenía hijos o quedó sola… «¿Qué has dicho?», volví a preguntar. Pero el borracho se giró sin decir nada y se fue tambaleando calle abajo. «¿Qué has dicho?». Pero nadie contestó. Nada. Me fui al albergue a dormir mis restos etílicos acompañado solo por el tac tac de los pasos. Olía a mar. Todo olía a mar. Aquella noche soñé que respiraba agua… Cuando desperté al día siguiente mi cabeza, mi cuello, mis hombros se levantaron como tirados por un resorte, y mis ojos y mi boca se abrieron como platos. Necesitaba aire. Aire. Una bocanada entró por mi garganta y un espasmo de tos hizo de llanto, como si hubiera nacido. Durante aquellas vacaciones no volví a aquel lugar, no sé si por miedo a la estatua o por miedo a aquella chica que dejé incendiada. Veinte años más tarde volví.

Las gaviotas nos cantan poemas desde el aire; versos de viento que dicen que estás conmigo. Me acompañan todas las tardes. Yo les tiro restos de la lonja que me traen los niños. Ellas cantan. Una escama plateada en su pico amarillo refleja un haz de luz a veces.

Cuando regresé lo hice preparado; llevaba dos cámaras fotográficas, un block de notas y varios bolígrafos por si alguno se quería quedar caprichosamente seco en el peor momento… Esta vez lo hice de día, no quería que las sombras escondieran sorpresas; y sobre todo, no tomé ni gota de alcohol. Solos, ella y yo. Estuve haciéndola fotos desde todas las perspectivas, anotaciones describiéndola —algunas de ellas que ya habéis leído— y sobre todo, la toqué, la toqué como toca un ciego las últimas letras de un cuento; quería saber que era cierta; que estaba ahí y era cierta y no un sueño. Luego respiré hondo, cerrando los ojos —allí siempre huele a mar— y cuando los abrí y mientras empezaba a girar sobre mis talones para irme, algo me detuvo; una cortina de niebla se había formado frente al puerto. Nunca he visto hacerse una tan rápido o quizás fui yo que, absorto, había dejado pasar demasiado tiempo.

No recuerdo bien si aquella mañana había niebla o es la niebla la que está en mi memoria. No recuerdo ya apenas su voz que se confunde con las olas…

No quería que los sueños se apoderaran de mí. Los adultos tenemos estas cosas, no creemos en cuentos… Así que agarré mi cámara y empecé a hacer fotos a todo mientras nos invadía la niebla. No quería que me engañaran más los recuerdos. Y apareció ella, esperando.

…o el color de su mirada que se pierde en azul. Pero lo que sí recuerdo, aunque la sal se adentre hasta mi alma, es su última palabra al despedirse cuando le dije «vuelve». Siempre. Él me contestó: «Siempre».

CLIC, le hice una foto; CLIC, esto no es un cuento. Aunque podría serlo. «Es la mujer de un pescador que nunca regresó, le está esperando toda la vida», recordé, y ahora estaba ahí. Por eso, os dejo aquí las fotos que hice para que vosotros juzguéis. No le dije nada, me quede callado mirándola, de pie, como si yo fuera una estatua, un pez, una gaviota, la brisa… Luego, cuando todo era niebla, bajé la calle de aquel puerto solo acompañado por el toc toc de mis pasos y una canción que salía de alguna ventana abierta. Es una canción mejicana triste y bella. Sí, es casualidad, tanta casualidad que parece un cuento. Pero no lo es. Creo que también la historia de la canción es real. O no. No sé.

llanes cuento

llanes

Como volar


Bastó con mirar al cielo y dejarme perder en su laberinto de blancos y azules. Bastó con escuchar al vacío en el aire, su inexistente existencia me relajaba. Cuanta más atención prestaba, más me entregaba a la infinita muestra del tiempo. Mi viaje iniciaba.

«Si tan solo tuviese alas», pensaba. Era de las pocas cosas que lamentaba carecer. No se trataba de un asunto de desplazamiento o similar, se trataba del sentimiento. Las emociones que se manifestarían por el simple hecho de llegar a donde un ser sin alas jamás podría… Ni siquiera soy capaz de describirlas, nunca he volado por mi cuenta. Pero de igual manera mi viaje había iniciado. No tenía alas, pero había aprendido a prescindir de ellas. Para mí, la acción de volar había adquirido una sutil diferencia con la definición tradicional, trayendo consigo algo más que un disentimiento. Maximizaba mis emociones.

Volaba, realmente lo hacía. Saltaba de nube en nube mientras jugaba con las gotas de agua que flotaban dispersas por el aire. Las fugaces ráfagas de viento despeinaban mi cabello sin pena, pero no le daba importancia, no siempre volaba con tanta libertad. No me cansaba, no sentía un solo rastro de cansancio en todo mi cuerpo, era la mejor de las sensaciones en mucho tiempo. Tiempo… solo avancé sin tener idea de cuánto tiempo pudo pasar desde que inicié mi vuelo.

Y luego, la gravedad regresó. Me di la vuelta súbitamente, allí estaba un rostro conocido mirándome con una evidente señal de interrogación.

—¿Estás bien? —me preguntó él con su rostro aún lleno de signos interrogantes.
—Sí, disculpa, estaba ido en mis pensamientos.
—Está bien, no pasa nada. Vamos, es hora de que realices tu presentación al directorio.

Mi viaje había terminado.

Más allá… – Esteban Mejías