El maestro


Suspiré lentamente, mientras los labios carnosos del maestro recorrían mi cuello bañado por el sudor. Debo haberle recordado una fierecilla del bosque en ese instante, porque el cuerpo —reacio a obedecerme— se contorneaba de manera curiosa y descontrolada, haciendo movimientos suaves y pausados que dejaban entrever mi actitud indecisa. Traté de concentrarme e idear una estrategia, pero el esfuerzo resultó en vano. La premura del momento, lo incómodo de aquella situación, habían bloqueado por completo mi capacidad de reacción. Perpleja, casi al borde de una turbación llevada a los extremos, fui incapaz de aprovechar los primeros segundos de vacilación; después sería demasiado tarde.

Varias veces traté de evadirme, sin lograr mi propósito. No pretendía ceder a los caprichos de su naturaleza agresiva, ansiosa por controlar la resistencia que oponía, pero tampoco me interesaba someterme con facilidad a sus bajos instintos y deseos inconfesos; entretanto, un escalofrío atravesó mi espalda, dibujando una línea imaginaria hasta la zona baja de mi cadera. Me estremecí al compás de sus brazos rodeando mi cintura, y por el rabillo del ojo pude ver cómo las manos entrelazadas del maestro crearon una especie de fortaleza de la que me sería imposible escapar.

Me atrajo hacia sí, presionando mis pechos contra la carne fláccida que colgaba en lugar de los suyos, contaminándome con su calor y un leve aroma a perfume barato. Entonces quise decir algo, pero de mi boca no salió más que un débil susurro, que fue interceptado por el maestro como una señal de asentimiento: mi suerte estaba echada. Comprendí que cualquier empresa resultaría infructuosa, calmaría mi sed de caricias en un mar de peligros, lleno de criaturas salvajes y animales desconocidos.