Realidades cuánticas


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Lo primero que me hizo sospechar que algo raro pasaba fue que abrí la puerta con solo medio giro de llave. La cerradura no estaba echada, y a aquella hora nunca había nadie. 

Pensé que quizás mamá había vuelto antes del trabajo; no había otra opción, porque yo estaba seguro de haber cerrado al salir por la mañana. ¿O había olvidado hacerlo? Dejé las llaves en el recibidor, me quité los auriculares, y la música proveniente del interior del piso resolvió la duda enseguida. Mamá estaba allí… con los Foo Fighters a todo trapo. 

Vale, aquello sí que era raro. Mamá había hecho pellas del curro para escuchar mi grupo favorito, el mismo que le provocaba escalofríos cada vez que entraba en mi habitación. «Pero hijo, ¿cómo puedes estudiar con esa música infernal?». «Me ayuda a concentrarme», le respondía, y, horrorizada, regresaba sobre sus pasos con la mano en la sien y los ojos en blanco. 

Pues ahí la tenía, sólo faltaba encontrármela bebiendo birra y fumándose un porro. Siniestro, ¿verdad? Pues ojalá hubiera sido eso. 

Porque no, mamá no había vuelto antes de tiempo. 

«¡Ya estoy aquí!», grité para sobreponerme al volumen de Best of You. Dejé caer la mochila en el sillón del comedor y me adentré en el pasillo, y entonces se abrió la puerta del baño. «Hola, ma…». Las palabras se me congelaron en la garganta, porque frente a mí se plantó… Es decir, me planté… Vaya, que allí estaba yo. Sí, leéis bien: era yo. Solo que no podía ser yo. 

¿Tenía un hermano gemelo que mis padres me habían ocultado? Porque un clon tampoco podía ser; no éramos ovejas. Eso es. Como mis padres se divorciaron cuando yo tenía tres años, cada uno se quedó con un hijo, y como yo era tan pequeño no recuerdo nada… Claro, había sido una experiencia tan traumática que había borrado todo recuerdo de mi hermano gemelo. Eso tenía que ser… Menuda gilipollez de explicación. 

…..

Aquella tarde había tenido que salir por patas para evitar que los malotes del insti se divirtieran torturándome. Tenían fijación con «el rarito que lee cómics y escribe cuentos». Normalmente no pasaban de las burlas y alguna colleja, pero esta vez me habían acorralado junto a los contenedores de basura, y, llamadme malpensado, me olí que pretendían ir un paso más allá. No estaba dispuesto a permitir que me quitaran el cuaderno con mis historias, así que cargué como un jabalí asustado y, no sé cómo, logré escabullirme. 

Corrí en estampida hasta casa. Empapado en sudor, con el corazón en la garganta y las manos temblorosas, conseguí deshacer la doble vuelta de la cerradura, y me refugié dentro. 

Mamá aún tardaría un par de horas en regresar del trabajo, así que podría poner los Foo Fighters a toda pastilla para relajarme mientras hacía los deberes. La profe de física nos había pedido que buscáramos información sobre las aplicaciones de la mecánica cuántica. El tema parecía interesante. Nos había hablado de experimentos con haces de luz que parecían cosa de ciencia ficción, pues las partículas lumínicas iban a su bola sin que los científicos pudieran explicar el porqué. 

Encendí el ordenador y abrí la Wikipedia. «La mecánica cuántica es la rama de la física que estudia la naturaleza a escalas espaciales pequeñas, los sistemas atómicos y subatómicos y sus interacciones con la radiación electromagnética, en términos de cantidades observables». Me imaginé al capitán Spock escribiendo aquello. 

En Youtube encontré un vídeo en el que un científico japonés con el pelo blanco decía que era posible que un mismo átomo estuviera en dos lugares a la vez. De hecho, a partir de un suceso, se abrían varios escenarios, y era posible que todos se desarrollaran, de forma que habría incontables realidades paralelas… Guau…

Mientras sonaba el Best of You, mi cabeza ya trabajaba por su cuenta. Me estaba meando, así que fui a vaciar la vejiga. 

Pensé que podía escribir una historia en la que el protagonista se encontraba consigo mismo. Cada yo vivía en planos distintos de la realidad, pero, por algún motivo, confluían… Las mejores historias se me ocurrían en el baño, aunque aún debía hallar una buena explicación para ese encuentro cuántico. 

Le estaba dando vueltas al asunto, cuando al salir del baño no imagináis qué pasó: ahí estaba yo… O sea, mi otro yo. «Hola, ma…», dije; es decir, dijo. Yo estaba flipando, no tanto por el encuentro imposible como por constatar lo que mi imaginación había sido capaz de crear. 

«¿Y si en vez de dos, hago confluir tres realidades paralelas?», fue el loco pensamiento que generaron mis neuronas, aún con mi otra cara desconcertada a un palmo de mí. 

En ese momento, se oyó la llave en la puerta. Mamá estaba de vuelta… y se encontraría con su hijo repetido. «¿Eres mi hermano gemelo?», preguntó por fin mi otro yo. Estaba bastante más empanado que yo (menudo lío de pronombres), tanto que no reaccionó al sonido de la cerradura, ni siquiera al de la puerta al cerrarse. No se giró hasta escuchar el grito ahogado de nuestro tercer yo. 

Yo (el original) debería haberme mostrado tan horrorizado como los otros dos, pero aquel material era tan bueno para escribir una historia genial que imaginé que volvía a sonar la llave en la puerta y aparecía un cuarto yo. Quizás fuera excesivo, pero el descubrimiento de aquel poder para hacer confluir realidades paralelas me excitaba tanto que no podía parar. 

Sonó la llave en la puerta. El corazón me aporreaba las sienes. Sentía la adrenalina fluir por todo mi cuerpo. Sonreía como un bobo… y un poco también como un supervillano. Debía reconocer que sentía debilidad por los supervillanos. 

Mis otros yos gesticulaban nerviosos. Estaban asustados. Sentía su miedo, me divertía imaginar que se transformaría en histeria cuando en un instante apareciera el cuarto yo… y quizás un quinto… 

Sin embargo, esta vez sí era mamá.

El ratón que no quería ser caballo


Foto de Giuseppe Martini para Unsplash.

Yo nunca quise ser un caballo, y menos, enganchado a una carroza. Mi vida como ratón me gustaba. Era peligrosa, pero yo estaba acostumbrado a vivir al límite, siempre con la adrenalina fluyendo. Era divertido.

La maldita hada madrina no me dejó elegir, ni a mí ni a nadie. Mira a los pobres lagartos, convertidos en aburridos lacayos, obligados a atender a la pánfila de Cenicienta…

Que sí, que qué lástima de muchacha, que qué vida tan injusta y todo lo que quieras, pero mírala qué pronto se le olvida la conciencia de clase. La sirvienta explotada y maltratada perdiendo el culo por codearse con la aristocracia, y sin el menor remordimiento por recurrir al mismo elitismo que a ella le amargaba la vida.

Yo nunca quise ser un caballo, y menos, domado. Como ratón, disfrutaba de mi libertad, consciente de que cada día podía ser el último, sin nadie que me controlara.

Nunca quise ser la mascota de una humana; al contrario, la vida era excitante esquivando trampas para alcanzar la recompensa de un pedazo de sabroso queso o de deliciosa tarta.

Sin embargo, aquí estoy, con el corazón tan acelerado como siempre, pero atrapado en este cuerpo enorme incapaz de liberarse del hechizo que lo mantiene sumiso, encadenado a una calabaza convertida en una carroza que no podría ser más cursi.

¡Maldita hada madrina!

A la menor ocasión, le roo la varita.

El día que morí


Imagen libre de derechos obtenida en Pixabay

El día que morí, murieron otras muchas personas, como cada día. Yo lo hice después de una vida larga, de la que, haciendo balance de los buenos y malos momentos, me puedo considerar afortunado. Habría preferido evitar el mal trago de la embolia que me postró en la cama durante dos semanas de agonía; un infarto mientras dormía habría sido más benévolo, pero qué se le va a hacer.

Otros lo pasaron peor, y su fin fue, a todas luces, mucho más injusto.

El día que morí, también murió un obrero a quien le cayó encima una pared mal apuntalada. Murieron una madre y su hija, atropelladas por un conductor borracho; y una mujer, ejecutada a pedradas por tratar de huir de un marido que la maltrataba. Otra murió desangrada, como consecuencia de un aborto clandestino.

Un hombre murió tras lanzarse al vacío desde la azotea del edificio de donde lo iban a desahuciar. A una prostituta la estrangularon tras haberla violado, y tiraron el cuerpo en una cuneta.

El día que morí, una patera con treinta personas a bordo se hundió en medio del mar, sin que nadie atendiera sus llamadas de socorro. Otras diez murieron al intentar saltar una valla fronteriza, víctimas de los disparos de los guardias.

Ese día, el que yo morí, un misil “extraviado” hizo saltar por los aires una escuela, con más de cien niños y varios maestros dentro. En otro lugar, las bombas certeras arrojadas desde un avión borraron del mapa un pueblo entero y a sus dos mil habitantes.

El día que morí, en un país olvidado, incontables personas anónimas murieron de hambre.

A mí me mató una embolia. No fue agradable, pero morí en la cama de un hospital, con mis manos entre las cálidas manos de mi esposa amada.

El día que morí, una mujer murió dando a luz en la cárcel. Y del cemento agrietado de sus muros brotó una flor diminuta.

Bajo el azur infinito


¿Irán los peces al cielo? ¿Habrá un sitio allí para el loto azul? Mi mente es un cielo nublado, jamás habitó la posibilidad de no hallar espacio para un azur infinito sin nubes de algodón y sal.

Jamás se me ocurrió pensar que el agua del río se llevara consigo todo lo digno que viste mi piel. No me sumergiré en él. No. ¿Qué pasaría si mi piel mudara? Quedaría desnuda en lo ruin, desprovista de escamas, ¿descubriría que soy pez? ¿Qué pasaría si me quedara sobre la superficie? Quedaría cargando las grandes verdades del universo, ¿descubría que soy loto azul?

El amanecer surge del mar. Los peces irán al cielo y habrá sitio para el loto azul, pero aquí, bajo el azur infinito, la vida para la mujer sigue siendo difícil.

Nunca hasta ahora


Apenas han pasado unas pocas horas desde que te fuiste, sin embargo, ya me parecen años. Quizás haya perdido, al fin, el sentido del tiempo y con él, la cordura de mis ojos al ver las manecillas de cualquier reloj como enemigo, puesto que siempre me han llevado la delantera en tu despedida.

La última vez que estuve a tu lado, estaba tumbada a tu vera. En tu cama, tu calor rezumaba por todo mi cuerpo. Entonces, respiraba tu paz y tu expiración entrecortada. Mirando tus manos, mis ojos acumulaban unas lágrimas que no han querido brotar desde entonces, así como así, así como todos lo han hecho desde esa tarde de sábado en la que me marcas a fuego una fecha. Nunca hasta ahora había tragado tantas. Una cascada de ellas, que no para de fluir y salir hasta calmarse levemente.

Personas se acercan a mí, yo sonrío mientras me dan sus respetuosas condolencias. Qué ironía. Sonrío cuando tengo ganas de llorar. Otro día que odiaré. Otro día en el que me quedé sin darte un abrazo. Aunque esta ocasión sea la última y definitiva. Nunca hasta ahora lo podría haber imaginado. Ahora. Ahora que los busco desesperadamente.

Aquella noche, me hablabas susurrándome cariñosos motes, apenas dos palabras, cada cierto tiempo, cuando parecías volver en ti y a mí. Mientras te rogaba callar para evitar que forzaras más tu voz, esa que parecía desvanecerse con el paso de las horas.

Vi en ti tu vela y su llama apagarse lentamente. Mi corazón no rugió. Fuiste ejemplo de luz y de oscuridad, cuando te apagaste. Todo se quedó manchado con un negro crudo dispuesto a devorarme.

Volví al bicolor haciendo vivo tu recuerdo en mi interior y desde entonces, aquello que me rodea es una estampa de cualquier escena compartida contigo.

Ama’de Darïku


¡Corre! Huye a prisa del fuego danzante, la multitud moribunda conspira por tu muerte condenada sobre la llama ¿Contra qué símbolo de la verdad mundana arremetiste ahora? Debes aprender que con el pueblo conservador has de comportarte con cuidado, hasta el más sencillo argumento o acción puede despertar en ellos una revolución defensiva con extremismos y fervor agresivo.

Las montañas oscuras donde los peligros abundan, hacia allá te diriges en búsqueda de resguardo; un lugar seguro en medio del misterio… los árboles turbios danzan entre sí, susurran secretos que a tu oído ponen tenso y a tu cuerpo lo hacen sentir denso. Pero no te dejas ceder al miedo, aguantas el frío y miras con lujuria el tesoro que has hurtado.

El pueblo te busca, te has robado su más sagrado artefacto. Los materiales con que está hecha tal reliquia son de origen divino, recursos no renovables que solo se ven una vez cada milenio; forjados por algún súbdito de la realeza desconocida, de la más alta sangre y con aros de luminiscencia sobre sus cabezas. Cabeza, lo que la gente reclama de tu errante humanidad, la audiencia quiere justicia, sangre y pedazos de carne para a sus propios demonios calmar.

¿A dónde te has llevado las Sauditas del altar?

Dicen en el pueblo de Badusa que el dios DerPa’h descendió desde lo alto de la montaña hace 200 lunas atrás, traía consigo el fuego original, aquel que nace justo en las profundidades rocosas del mar; en una mano lo sostenía sin sutileza como si el mismo brotara de su interior; en la otra mano cargaba el agua fosilizada del espacio, la energía más pura que cualquier mortal haya visto antes en su vida mortal y espiritual.

Ambos recursos de alta potencia era tan poderosos como delicados, así que, como siguiendo un plan trazado por alguna entidad superior, DerPa’h los depositó juntos en el gran florero Agros, ese monumento natural tallado en piedra y recubierto con plata, que honraba a los vivos que habían pasado al mundo intermedio. El dios mezcló los ingredientes con la tierra, y decretó que la energía brotaría de una nueva fuente de vida.

Así fue, durante muchos ciclos terrestres. Y así continuará siendo. Todo está en tus manos, Ama’de Darïku. El pueblo habla desde su furia pero no entiende tu propósito y todo lo que arriesgas.

Te conocerán como el ladrón de flores, pero en realidad eres el portador del fuego vital. La real energía que, junto al néctar del agua fosilizada, lograrán crear un nuevo mundo, alejado de la química destructiva a la que se dirige el humano rebelde, que no tiene causa y por eso se rebela, atentando contra sí mismo, sin fin aparente.

Que arda la tierra antigua, y un nuevo mundo pueda surgir…

Ama’de Darïku.

 

La fiesta y Freud. Final


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Entregas anteriores de esta serie: https://saltoalreverso.com/tag/fiestafreud/

En el trayecto supo que se llamaba Alise, vivía en Wisconsin, en una ciudad mediana, con su padre viviendo en Chicago, separado desde hacía cinco años de su madre. Otra hermana mayor había seguido los mismos pasos a los dos años de casada. Le confesó que sentía miedo por las relaciones estables con los chicos. Parados en un semáforo Luis se fijó en la ventana de una bar donde un grupo de hombres jugaba a las cartas, en su centro uno de ellos tenía la cara completamente desfigurada con un color morado oscuro, llena de llagas, y a esa distancia pudo ver unos ojos blancos de absurdo vacío. Si alguien así no se ocultaba del día, tenía amigos, familia tal vez, o saluda en el trabajo, es que quedan sueños en los que creer, y no resulta interesante quejarse de esta vida. Como aquel hombre se había desfigurado, Luis no lo sabía, pero aquel hombre al ver las cartas que ahora sostenía en su baza, estaba esbozando una sonrisa, dejaba claro que no era un murciélago humano ni una pesadilla que nos conmueve por nuestra suerte. Notó la cálida mano de la muchacha sobre la suya al cambiar las marchas, aparcó el coche en una calle de edificaciones antiguas, no más altas que tres plantas mal hechas, con fachadas faltas de pintura y puertas de madera. Acarició el dorso de la mano de la chica, Alise respiraba nerviosa como si el aire fuese latiendo, siguió subiendo por el brazo y rozó su pecho, las mejillas ya estaban encarnadas, y se acercó más a ella.

―A la mierda Freud —le dijo en voz baja, acariciando más su cuerpo.