por Reynaldo R. Alegría
Cuando Pablo subió las escaleras del viejo edificio frente al mar, la emoción que sintió fue tan grande que le hizo temblar las piernas.
El nuevo Colegio al que Pablo asistiría estaba enclavado en el litoral de la Capital. Era una vieja estructura de tres pisos construida al mejor estilo y pretensión de lo que alguna vez prometió ser un moderno monasterio. La planta estaba dividida en un plano de cuatro cuadrantes, al interior del cual habitaban igual cantidad de amplias salas de clase con grandes ventanas de madera de celosías fijas y fallebas de hierro acodilladas en sus extremos, que daban vista a un inmenso pasillo que las arropaba a vuelta redonda desde donde se podía apreciar la belleza inmarcesible del Atlántico.
Según fue caminando hacia su sala de clases en el tercer piso la divisó a ella hacia la esquina noreste del edificio. Delgada, muy delgada. Con el cabello castaño claro. Largo. Lacio. Bailoteándole al viento. Sentada con arrojo sobre el muro ente el pasillo y el abismo. Intrépida. Osada. Bella. Hermosa. Deliciosa. Brillante. Y acompañada de tres chicos mayores que ella.
A los 16 años, las chicas no miran a los chicos de su curso. Miran a los mayores. Y Pablo apenas se acercaba a los 15.
Así, cada mañana Pablo caminó hacia ella buscando su mirada. Buscando el contacto sagrado. El que eleva. El que responde a la ojeada dulce de un joven enamorado. Y pasaron los días. Y Pablo soñó con ella. Y las semanas. Y Pablo soñó. Y los meses. Y Pablo siguió soñando. Y los años. Tres años. Y Pablo cada día el buscó su mirada. Y ella nunca lo miró.
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En el verano de 1990, cuando habían pasado 15 años desde que la vio por primera vez, Pablo y ella se bañaban juntos en la piscina. Hacía unas semanas se habían encontrado en el salón donde ambos se recortaban. Hablaron. Recordaron el Colegio. Acordaron un encuentro. Salieron. Cenaron. Bailaron. Tomaron.
Ahora, mientras el agua discurría por los cabellos castaños, largos y lacios de ella, él la abrazaba y la miraba con dulzura a sus ojos. Ella respondía tierna a su mirada.
—Siempre quise robarte una mirada —dijo ella.
Foto: Mirada de Andrea por Adrián Cerón.
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