Bajo las ramas del roble


Sentado bajo las ramas del roble, veo comer al cernícalo. Arranca un pedacito de carne, levanta la cabeza, mira en torno y repite la operación. 

Escucho el aleteo de los cuervos y sus graznidos, indolentes, burlones, alarmantes. 

Las aves cantarinas animan el ambiente con sus silbidos multicolores. 

Un búho, o quizás un cárabo, ulula en el bosque, y el pico de un picapinos percute contra un tronco. 

De vez en cuando, se oyen mugidos y cencerros, y las ocas de la granja cercana graznan escandalosas. 

A lo lejos, saluda el cuco. 

Un zumbido proclama la resistencia de las moscas ante el invierno cercano. 

Una urraca anuncia su presencia, y el arrendajo responde ruidoso, mientras despliega su colorido vuelo. 

La brisa sopla, y oigo el roce de las hojas caídas del roble. Ya no quedan muchas en el árbol. 

Una bellota se rinde a la gravedad y golpea contra el suelo. Otra. Unos metros más allá, también cae una pequeña manzana silvestre. 

Dos ruiseñores aterrizan cerca de mí, saltironean nerviosos sobre la hojarasca, y enseguida se alejan con su vuelo vibrante. 

De salto en salto, un mirlo inspecciona el terreno. 

El sol de diciembre desciende en el horizonte. Todavía me acaricia las mejillas. Bajo las ramas del roble, aún me calienta el alma. Unos minutos más. 

La niña del roble


Roble del Giol
Roble milenario del Giol, en Santa Coloma de Sasserra (Catalunya).  Foto: Benjamín Recacha

El cuento que comparto a continuación lo escribí originalmente en catalán (‘La nena del roure’) para presentarlo al certamen literario ‘La veu dels somnis’ (‘La voz de los sueños’), que se organiza anualmente en la localidad donde resido, Caldes de Montbui, con motivo de la fiesta de Sant Jordi, el Día del Libro. Felizmente, resultó premiado. Espero que os guste.

Había una vez una niña que vivía en un árbol. Era un enorme roble milenario con un tronco tan ancho como una torre, y tan alto que desde arriba del todo lo que pasaba en el suelo se veía muy, muy lejos.

En este árbol lleno de ramas que parecían árboles de tan grandes como eran, vivía otra mucha gente. Bueno, en realidad no era gente, sino animales de todo tipo. El caso es que la niña tampoco sabía que ella era una persona. No había visto ninguna. O al menos no lo recordaba. Aunque era pequeña y no pensaba en si fuera de su mundo, aquel roble gigante, había algo más. Tampoco pensaba en cómo había llegado. El roble era su casa y se sentía feliz.

La niña no sabía hablar. No usaba el lenguaje de los humanos, porque allí, en el árbol, nadie se lo había enseñado. En cambio, dominaba un montón de idiomas: el de los pájaros cantores (silbaba tan bien como cualquier ruiseñor), con los que interpretaba verdaderas sinfonías; el de los búhos, con los que mantenía largas conversaciones cada noche antes de ir a dormir en su confortable agujero del tronco, lleno de hojas bien mullidas; y el de las ardillas, aunque, siempre atareadas, corriendo y saltando de rama en rama en busca de bellotas, nunca tenían tiempo para charlar. Quienes sí charlaban sin cesar eran las urracas, tan sociables como espabiladas; nunca perdían la oportunidad de sacar provecho de alguna distracción. Incluso con las hormigas hablaba, y con las arañas, y con las mariposas…

Pero el idioma más importante, el que aprendió primero a pesar de no utilizar ningún tipo de vocalización, era el del roble. Tal vez no lo sepáis, pero los árboles también hablan. A la niña nadie se lo tuvo que explicar, porque enseguida se dio cuenta de que el roble se comunicaba con ella, y supo que ella también podía hacerlo, sin tener que decir nada, bastaba con pensarlo.

El roble era un ser bondadoso, inmensamente sabio, que a pesar de haber vivido tantos años, seguía estando enamorado de la vida. Le hacía muy feliz ser consciente de que era como un gran padre para tantos otros seres. Estaba contento de cuidarlos, de servirles de hogar, de proveerlos de alimentos. Era muy bonito, pero también representaba una responsabilidad enorme. Y, la verdad, de vez en cuando sufría. Cuando se estropeaba una telaraña, cuando caía un huevo de un nido, cuando un relámpago o una fuerte ráfaga de viento rompían una rama que debía servir de refugio a un lirón, o cuando el invierno lo dejaba bien desnudo y buena parte de los animales marchaban.

Y sufría sobre todo porque, cuando se le caían las hojas, la niña se quedaba muy sola, durmiendo en su refugio en los días más fríos o paseando, aburrida, de rama en rama, con su traje de hojas, esperando el regreso de alguno de sus amigos.

Porque el viejo roble sí sabía que ella era una niña. Las conocía muy bien, a las personas, a pesar de que por aquel bosque rodeado de montañas hacía tiempo que no pasaba nadie. La última vez había sido la del hombre que dejó a pie de tronco, entre las raíces, aquel cesto con un bebé. Hacía cinco años de aquello.

El roble había pensado muchas veces en explicar a la niña su origen. ¿Qué pasaría cuando fuera mayor? Tarde o temprano se daría cuenta de su condición, pero precisamente porque conocía tan bien a los humanos, trataba de retrasar el momento. Así que aquellas conversaciones entre la niña y las hojas acariciadas por el viento siempre acababan tratando sobre los demás habitantes del árbol y de las montañas que los rodeaban.

Sabía que más pronto que tarde la niña querría conocer mundo. La curiosidad formaba parte de su naturaleza humana. El árbol, por gigantesco que fuera, se le acabaría quedando pequeño. Pero también sabía qué sucedía en el mundo humano, qué hacía la gente, y temía que a su niña le hicieran daño o, peor, que terminara siendo como ellos.

Los árboles hablan, con las hojas y con las ramas, que chirrían con el viento, pero también con las raíces. Quizás sepáis que las raíces de todos los árboles están conectadas bajo tierra, y que se comunican unas con otras, por lo que en el bosque acaba habiendo verdaderas tertulias arborícolas.

Esta conexión es la que permitía conocer al roble los problemas tan graves que había en las sociedades humanas y lo mal que trataban las personas a la naturaleza. Máquinas de destrucción terribles pasaban por encima de los bosques, arrasando con todo lo que encontraban por delante. Se llevaban la madera y todo lo que consideraban útil, dejando atrás desierto. Quizá algún día llegarían también al bosque del roble milenario.

De esto, sin embargo, no le hablaba a la niña. Ni a ella ni a ningún otro de sus hijos.

Un día bien caluroso de verano la niña jugaba con las mariposas en lo alto del árbol. De pronto sintió que el roble se quejaba con un lamento profundo que la puso muy triste. Pronto todos se contagiaron de la preocupación, y la niña no tardó en descubrir el motivo. Lejos, en el horizonte, una columna de humo negro se elevaba hacia el cielo. Recordó la noche en que un rayo incendió una rama, muy cerca de donde ella dormía. Nunca había pasado tanto miedo, ni tanta impotencia por no saber cómo ayudar a su padre. Por suerte, la lluvia de la tormenta no tardó en apagar el fuego.

Ahora, sin embargo, no había rayos. El sol lucía en el cielo y, sin embargo, el humo se elevaba y se iba acercando. La niña miraba hacia arriba, con la esperanza de encontrar nubes bien grises que dejaran caer el agua que apagaría el fuego. Pero lo que vio fueron bandadas de pájaros que huían asustados y alertando a todos allá abajo de la tragedia que se avecinaba.

—Padre, ¿cómo es que se ha prendido fuego si no hay relámpagos? —susurró la niña en el lenguaje del roble.

—Es el fuego de los hombres, hija —le respondieron las hojas, acariciadas por la brisa.

—¿Los hombres?

El árbol no podía ocultar la verdad por más tiempo. El bosque había hablado y ya sabía que un fuego terrible lo estaba devorando todo. Un incendio provocado por los hombres, que después de que las llamas convirtieran en ceniza aquel precioso país verde, llegarían con sus máquinas para construir carreteras y grandes edificios.

La niña no lo entendía. ¿Qué clase de monstruos podían querer quemar el bosque? En su mundo, todos cogían sólo lo que necesitaban, nadie hacía daño porque sí, había un equilibrio que beneficiaba a la vida.

Aquellos hombres que no amaban a los árboles ni a los animales debían ser unos seres terribles. Definitivamente, no los quería conocer.

—Padre, tenemos que hacer algo para que estos hombres no se acerquen más. Tenemos que pararlos y que apagar este fuego.

El enorme árbol tembló, pero no de miedo, sino orgulloso de aquella niña que, lejos de amilanarse y pensar en huir, quería luchar.

Pronto los árboles de alrededor se contagiaron del mismo sentimiento, que se fue extendiendo por el resto del bosque. «Hemos de apagar el fuego», gritaban las hojas, chirriaban las ramas, vibraban las raíces.

La niña seguía mirando al horizonte, cada vez más negro. El olor de la madera quemada se iba haciendo más intenso y empezaba a caer ceniza, empujada por el viento. Entonces volvía a levantar la cabeza, con la esperanza de que aparecieran nubes de lluvia.

—Eso es —dijo el roble—. Haremos que llueva.

—¿Cómo? —preguntó la niña.

—Llamaremos a las nubes. También ellas tienen su propio idioma. Hoy lo aprenderás.

Entonces la niña comenzó a notar una vibración que no había sentido nunca. Subía desde el suelo y llegaba al cielo, cada vez más potente. No todos los árboles conocían aquel lenguaje, sólo los más viejos, pero poco a poco el resto lo fue comprendiendo y se añadieron a la llamada.

La niña cerró los ojos para concentrarse mejor y aprender ese idioma que debía salvar su mundo. Sentía cómo la vibración atravesaba su cuerpo y subía hacia arriba. De pronto, comenzó a soplar un viento fresco e intenso, que viajaba hacia el lugar donde ardía el incendio. La niña abrió los ojos y vio, maravillada, un cielo lleno de nubes que crecían a toda velocidad y que cambiaban de color, de blanco a gris. Volaban empujadas por el viento, al encuentro con el fuego.

El bosque vibraba como un solo ser, alentado por el éxito de la llamada, y vibró aún más, con toda la intensidad de que era capaz, cuando una feroz cortina de lluvia empezó a caer sobre las llamas.

El agua caía a mares, con una fuerza impresionante que extinguió el fuego en unos pocos minutos. La niña asistía al espectáculo embobada, admirada del poder de la lluvia.

Con el trabajo hecho, las nubes se deshicieron con la misma velocidad que se habían formado, y el sol volvió a brillar con la intensidad del verano. Todo el mundo en el bosque celebraba el triunfo.

La niña y sus hermanos y vecinos estaban felices. También el roble. La suya era, sin embargo, una felicidad contenida.

—¿Qué te pasa, padre? ¿Por qué te noto preocupado todavía?

—Es cierto que hemos vencido al fuego, pero los hombres no se conformarán con esta derrota.

—¿Qué quieres decir?

—Volverán. Quieren arrasar el bosque y lo probarán de otras maneras.

La niña sintió un escalofrío. Se sentó en la rama y se puso a acariciar la corteza de aquel árbol fabuloso que un día, cientos de años atrás, había estado dentro de una bellota diminuta.

—Les volveremos a ganar —susurró, bien convincente.

El roble volvió a sentirse muy orgulloso de aquella niña valiente y él mismo se sintió muy valiente. Tenía razón, volverían a ganar, porque la naturaleza es la fuerza más poderosa del mundo.

Un petirrojo aterrizó junto a la niña y se puso a cantar. Poco después llegó un ruiseñor y se añadió a la melodía. La niña rió, encantada, y los acompañó. El roble, ahora sí, se sentía feliz de verdad.

El bosque entero se convirtió en el escenario de un concierto maravilloso.