Retama era una trotamarilla y, como toda trotamarilla, vivía paseando y saltando entre objetos y luces de tonalidades amarillas. Le gustaba mucho dejar que la suerte y el azar fueran quienes dirigieran su destino. Amaba las mañanas en que amanecía en lugares nuevos y extraños.
Las trotamarillas en general, de entre todos los objetos amarillos existentes, prefieren las flores, los dibujos de flores, las camisetas con flores, los adornos de flores, los cupcakes adornados con flores y las bebidas con nombres de flores. En el caso particular de ella, era igual, aunque antes de todo lo anterior, disfrutaba más la madera amarilla. Pensar en madera amarilla le recordaba con nostalgia un atardecer, con café y compañía, sentados en una banca de madera de roble.
En uno de sus últimos viajes, Retama había llegado a una vistosa pared amarilla con franjas violetas. Quería descansar, pero sus planes fueron cambiados cuando vio acercarse un hermoso haz de luz amarillo que venía rápidamente frente a un automóvil deportivo oscuro. Cogió fuerzas y se lanzó a la luz del vehículo. Viajó varios kilómetros con el viento al rostro y la cabellera suelta.
De la luz del auto negro y, después de bastante tiempo, ella saltó a un pequeño jardín pobremente iluminado con una farola blanca. Un jardín descuidado con hojas secas y monte altísimo, con un barandal amarillo y algunos pocos tipos de flores. Nuestra protagonista se quedó en la parte más alta del barandal para observar las flores. Se encontró en un dilema: saltar a la flor más bella y amarilla del recinto o quedarse arriba para poder ver todas al mismo tiempo. Satisfacer el tacto o la vista. Inmersa en la cuestión estaba, cuando alcanzó a escuchar el cuchicheo de dos ancianos que hablaban sobre la pensión y el alto costo que tenía mantener a los muertos. Seguramente eran pareja. Andaban al mismo paso. Él llevaba una escoba y un huacal gigante, mientras ella llevaba un racimo con follaje grande y pequeñas flores amarillas de pétalos mucho más pequeños y amontonados, y de un olor sumamente agradable.
La trotamarilla no lo pensó más y se lanzó hacía la anciana. Ella no sabía nada de pensiones ni de muertos, pero sí de olores. Esas flores estaban entre los mejores aromas que había sentido en toda su vida.
Si bien viajar en automóvil era una aventura fantástica (aventura que repetía constantemente), la calma de los ancianos era totalmente relajante.
Conforme llegaban a su destino, que la trotamarrilla aún no conocía, los ancianos aminoraban sus pasos. Parecía que cada vez se les hacía más pesado el ir, eran casi las seis de la mañana y el sol nacía al horizonte.
Los ancianos llegaron al hogar de su nieta (una humilde lápida rosa), mientras Retama había encontrado el paraíso de flores que cualquier trotamarilla siempre hubiese deseado.
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Los libros que se escriben con las orejas
Ella alzaba la mirada con una mueca dibujada en el rostro, que hacía pensar a los más pequeños que en algún lugar del viento estaban escritas las frases de sus historias. Eso o que las parvadas de aves le cantaban lo que debía decir.
Pero no. Aquella era su manera de recordar. Recordar lo que también le había contado su madre, y lo que había contado la madre de su madre, y la madre de la madre de su madre. Así, caminando voces llegaron esas historias hasta ella.
Como en todas las aldeas —la suya no era la excepción—, las historias eran escritas con las orejas. Hasta entonces, la comunidad se había ido construyendo mediante las voces entretejidas, hilando las almas a través de los ancestros o mejor dicho, a través de lo que estos contaron. De la palabra escrita ya se ocuparían los otros.
Nadie sabía por qué ninguna de las gentes del pueblo había tomado la iniciativa hasta entonces de plasmar por escrito la infinidad narraciones que cada tarde pasaban a formar parte de un nuevo libro, que sería traducido por las infinitas lenguas de la imaginación infantil.
Dependiendo de su humor y del ánimo de los pequeños, ella daba un giro u otro al desenlace del cuento, de manera que ellos decidían el final más propicio a su circunstancia. Ese momento era el mejor para ella, pues disfrutaba con los finales impredecibles, que le ayudaban a recontar la historia con un giro diferente al día siguiente. A veces continuaba con la misma narración durante días, pues los pequeños le pedían alargar el desenlace, un poco más.
Foto: Pixabay (CC0).
Nadie sabe qué va a pasar mañana

Ya clarea la mañana y entonces pasa una avioneta. La avioneta viene delante, explorando, y detrás llegarán los helicópteros. Así que la gente empieza a cruzar el río. Primero los que pueden nadar; pero otros que no saben también se tiran al agua. Por eso, a muchos se los lleva la corriente con sus bultos de ropa y los tanates que cargan. Se ahogan. En menos de nada se ha formado el pánico y es una llorazón de la gente y una gritolera. Veo a una niña que nada para alcanzar la otra orilla. Se le hunde la cabeza y vuelve a asomar tantito más abajo. Chapotea con las manos como loca, hasta que se agota y se deja llevar por la corriente. Antes de desaparecer se vuelve un momento hacia donde yo estoy. Tiene el pelo muy negro y la piel morena y brillante de agua. No la veo más.
Más acasito hay una balsa hecha de petate. Va muy cargada y empieza a dar vueltas al entrar en lo más duro de la corriente. Se va inclinando, inclinando, hasta que se vuelca y todos los que van encima caen al agua. Hay varios niños y mujeres que patalean y bracean en el agua, a la desesperada, y un hombre agarrado aún a la balsa por un bejuco. El hombre se estira para alcanzar a los que nadan pero sólo consigue enganchar por los pelos a un chigüín. A los demás los va alejando la corriente. Una de las mujeres lleva en brazos un niño de pecho y no lo quiere soltar. Lo agarra con un brazo y con el otro intenta nadar, pero se hunde. Al final, puede más la propia vida y suelta al tiernito, que se hunde, envuelto entre pañales azules y blancos, parece una flor caída al agua. La mujer, entonces, nada hacia la balsa y se agarra a ella.
Nunca antes había visto cosas así. Mis ojos lloran y siento como una angustia grande por todos los que se ahogan. Me entra un temblor al pensar en esos pequeños iguales a mis hermanos, en si nos pasará lo mismo a nosotros. Ya no quiero cruzar el río. Estoy abrazada a mi madre y mis hermanos, formamos todos una piña. Mi tío dice que hay que cruzar antes de que lleguen los militares. Sí o sí, dice. Mi padre se anima y botan la balsa, pero no cabemos todos y hay que dar varios viajes. Yo voy en el primero, sujeta con una mano a un madero. A mi hermano pequeño tienen que amarrarlo porque da unos grandes gritos y se mueve y no quiere meterse en la balsa. Mi tío y mi padre van nadando a los lados de la balsa, metidos en el agua. Yo voy nadando también, y por ratos siento que me hundo, pero primero Dios llegamos al otro lado. Y yo tan feliz porque no ha aparecido la aviación y pienso que ya no podrá pasarnos nada. Mientras mi padre se vuelve con la balsa para dar otro viaje, me quito el vestido allí mismo, en la orilla, lo escurro bien y me pongo el otro que llevo, que no se ha mojado y está seco. Ya se ve el sol por encima de los paredones que dan al río y empieza a hacer calor. Mi padre y el tío Luis regresan con el último viaje. Entonces se oye el papaloteo del helicóptero y a todo el mundo le entra el terror. Viene volando bajito, por el propio río, y se queda suspendido en el medio. Forma un vendaval perro que nos salpica de agua, como si estuviera lloviendo. Desde dentro disparan en todas direcciones. Es como un trueno continuado. La gente es toda carreras. Meto la ropa mojada en la cebadera y yo también corro. Me tropiezo y caigo al suelo. Lo veo todo rojo. Me duele en alguna parte, me duele mucho. Mi padre me recoge. Me lleva en brazos como cuando era pequeña, muy apretada, pero no me hace daño. Me acurruco entre sus brazos. Tengo la cabeza apoyada en su hombro y miro hacia atrás. Veo a los soldados allá arriba, dentro de la panza del animal. Se ven los destellos brillantes de los disparos. Son como estrellitas amarillas con tres puntas. Pero no se sabe a dónde va cada bala, de qué fusil proviene. El humo de la pólvora forma una neblina sobre el río y las aguas van volviéndose de color rojo.
Nos metemos en medio del charral, cerca del río, para ocultarnos. Mi padre me deja en el suelo, y aunque la mañana ya está avanzada, siento un gran frío y el cuerpo tan pesado como si fuera una piedra. Parece que se me escapa la sangre por las puntas de los dedos y por las niñas de los ojos. Las hojas de los árboles se mueven tantito. Aún se oyen algunos disparos ralos, perdidos. Todos están cansados, sin ánimo, y nadie sabe qué va a pasar mañana.
En el fin del mundo
Corría el año 2035. Los científicos habían advertido, décadas previas al principio de este siglo, que el calentamiento global causaría estragos en el medio ambiente. El agua escasearía, y también los alimentos, si los gobiernos no tomaban medidas inmediatas para disminuir su impacto. La realidad era que el cambio climático no fue causado por la naturaleza, sino por la forma irresponsable en la que los humanos habíamos tratado al planeta. Ciudades enteras desaparecieron como consecuencia de huracanes, terremotos, inundaciones y tornados. La sequía estaba acabando con la vegetación, por lo que los animales tampoco tenían de comer. La supervivencia de la raza humana se encontraba en jaque.
Por causa de la escasez, se inició la guerra del 2025. Ya no se peleaba por el poder, los territorios, o el petróleo, como en las anteriores. Los hombres y mujeres se echaban a las calles, protestando por el hambre y la sed que estaban sufriendo. Los ricos miraban con horror como sus alacenas, otrora repletas de comestibles y agua embotellada, se encontraban vacías.
Mi esposo y yo comíamos en silencio. Devorábamos a nuestro perro Samuel, porque estábamos cansados de alimentarnos con ratas y cucarachas. Bebíamos nuestros orines. No sé en qué estaría él, pero —yo pensaba que— tan pronto se durmiera en la noche, lo destazaría para la cena de mañana. Cuando terminamos, nos levantamos despacio, sin decir una palabra. Él se fue a ver las noticias, yo a lavar los platos y cubiertos. Tomé un cuchillo con mucho filo. De momento, tuve nostalgia de los buenos tiempos, cuando éramos felices, íbamos al cine y luego a cenar. Lo solté, asustada de mis pensamientos.
Desde la cocina escuchaba a la reportera. Más homicidios, robos, suicidios. La policía no daba abasto. La hambruna arropaba la tierra y no parecía que fuera a mejorar. Los chinos experimentaban con alimentos de laboratorio, sin éxito. Los billonarios que viajaron a otros planetas con la promesa de que iban a salvar la vida, también habían fracasado.
Estaba secándome las manos cuando mi esposo entró a la cocina. Traía un hacha en la mano. Sabía que cuando acabara de hartarse mi cuerpo, también se moriría de hambre. Cerré los ojos y sonreí burlona.
Imagen libre de derechos (CC0): https://pixabay.com/en/doom-earth-end-hand-world-2372308/
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