La madre de Marta fue languideciendo poco a poco, como una llama mortecina, hasta apagarse del todo. La memoria empezó a fallarle en pequeñeces cotidianas: olvidaba la lista de la compra, lo que había ido a buscar al ropero o, con el teléfono en la mano, a quién iba a llamar; se le borraban inmediatamente las cosas que acababan de pasar o lo que le habían dicho; después se le olvidaron los nombres, empezando por los simples conocidos, continuando por los allegados y, más adelante, las personas más queridas, Marta incluida. «¿Quién es esta chica?», le preguntaba a su hija Consuelo, que se la había llevado a vivir con ella cuando enviudó, y se encargó de cuidarla a lo largo de la enfermedad; ella y Tomas, su marido.
Marta los visitaba un domingo de cada dos. Iba por la tarde y siempre compraba una bandejita de suizos y ensaimadas en la pastelería de la calle Ibiza, esquina con Máiquez, y se los tomaban acompañados de chocolate clarito. Su madre solía estar sentada en una butaca frente a la televisión, ajena a las conversaciones de los adultos y a los juegos de los nietos. Cuando la imagen fallaba reclamaba la ayuda a su yerno: «Consuelo, a ver si este señor puede arreglar el aparato». Pero también el vacío de su memoria engulló a Consuelo, como se olvidó de vestirse, de caminar e incluso de hablar.
Los veranos los pasaban en Cáceres, la tierra de Tomás, en un pueblo ya metido en la sierra donde tenían, en las afueras, una casona de piedra rodeada por un enorme huerto con alberca, acequias de riego y hasta un sembrado de almendros en la parte trasera. Marta siempre reservaba unos días de sus vacaciones para pasarlos con ellos. Le gustaba la tranquilidad que se respiraba allí, el murmullo del agua al correr por la acequia, que era, cuando no estaban alborotando sus sobrinos, el único sonido que turbaba el silencio. Dentro de la casa no se podía estar sin una chaqueta, ni siquiera a mediodía, y para dormir necesitaba arroparse con un grueso edredón. Su madre pasaba las horas muertas sentada en una mecedora bajo el pequeño pórtico que había a la entrada, recibiendo el sol en los pies y con la mirada perdida. Solo la movían para darle de comer, para llevarla al servicio y para acostarla. Marta observaba con tristeza su figura de pajarito, las manos temblorosas, que se frotaba continuamente, y su pelo completamente blanco.
Se murió uno de aquellos veranos, cuando los días de vacaciones en el pueblo estaban a punto de terminar. Marta no sabe exactamente qué provocó su fallecimiento, en todo caso algo muy leve que su delicada fragilidad no pudo superar. Recuerda, en cambio, que estaba sentada en un banco bajo los almendros, leyendo un ejemplar de Rimas y leyendas, cuando Consuelo fue a buscarla y le dijo, con mucha calma: «Ven a ayudarme que mamá se ha muerto». Entre las dos la metieron en la bañera, para asearla, y después la tumbaron en la cama para vestirla y adecentarla. Recuerda también que su madre se había quedado rígida y que fueron incapaces de conseguir estirarle las piernas, por lo que hubieron de meterla en el ataúd de lado, con las rodillas dobladas. Decidieron enterrarla en aquel pueblo, extraño para su madre, pero ninguna de las hermanas era una romántica y no tuvieron ánimo para afrontar los trámites que implicaba el traslado del cadáver.
En el entierro solo estuvieron presentes ellas dos porque en el pueblo nadie la conocía, Tomás se había quedado en casa con los niños y a los demás parientes no quisieron estropearles las vacaciones. Acompañaron al coche fúnebre hasta el camposanto y se esperaron un rato, en silencio y cogidas de la mano, hasta que el nicho estuvo tapiado.
El cadáver de su madre fue el primero que tocó Marta y el recuerdo de su tacto frío y cerúleo aún le escama la piel.
Si hubiera estado mejor informado le habría dado la razón, sin lugar a dudas. Es solo que la tempestad le cayó de sorpresa, pues cuando despertó había un sol casi cegador que se colaba por su ventana. Así que se calzó las sandalias de verano y se vistió con las prendas más ligeras que tenía para ir a la playa con sus amigos. Su madre le había advertido que en algún momento del día seguramente sentiría frío, pero él no le dio tanta importancia. Su organismo estaba más que adiestrado para esos cambios bruscos de temperatura tan habituales en aquella región que lo vio nacer. Además, siempre que hace caso a su madre, debe volver con la chaqueta en la mano y con el paraguas seco.
Una vez en la calle observó que el termómetro marcaba 28 grados.
—¡Madre mía, qué calorazo! —se quejó antes de montarse en la bicicleta.
Unos kilómetros adelante, la luz a través de sus gafas de sol disminuyó. Cuando miró al cielo detectó una nube, pero no de esas nubes de ensueño que parecen algodones. Todo lo contrario.
—¡De dónde salió eso! —Apenas le dio tiempo de llegar a casa de su amigo Antonio cuando empezó a «chispear».
—Ya pasará —se dijeron mutuamente para intentar convencerse de que aquello era momentáneo.
Efectivamente, la ligera lluvia cesó casi de inmediato y se dirigieron a la playa donde los estaba esperando el resto de la cuadrilla. Era como si hubiera un microclima en una parte de la ciudad pues, conforme avanzaban en las bicicletas, el cielo aparecía despejado y soleado nuevamente.
Lo que ninguno de ellos sabía es que ese día estaba anunciada otra ciclogénesis explosiva. Un fenómeno meteorológico casi ciclónico y difícil de predecir, donde una masa de aire frío choca con una masa de aire caliente procedente del sur, y ¡cataplum!
Así que el día de playa duró poco menos de dos horas, antes de que todo el mundo tuviera que huir para resguardarse del frío súbito, el viento y la fuerte tormenta que se avecinaba. Todos, incluyéndolo a él. Si hubiera hecho caso a su madre…
—Pero tú, ¿qué te has tomao tú esta noche que te has quedao así? Anda, qué te habrán hecho, ¿eh, gorda? —le espetó el borracho, babeando, a un escaso metro de distancia.
Ana y su inmensa barriga acababan de tomar aliento tras la última y abrasadora contracción de expulsivo, aun así la respuesta tuvo ganas y tiempo de abalanzarse sobre sus cuerdas vocales, como la lengua del sapo sale disparada tras su presa:
—Lo mismo que le hicieron a tu madre —escupió, antes de que una nueva oleada de dolor la retorciera de nuevo. Se agarró del cuello de Sílvia, su comadrona, que la sujetaba, abrazándola, en la entrada de urgencias del hospital, y le decía una vez más:
—Aguanta, tú puedes, sopla, sopla, sopla, así: buf, buf, buf. No empujes, ahora ya no puedes empujar, sobre todo no empujes. Siéntate en la silla de ruedas, cariño, en seguida vamos, ya llegamos. Por lo que más quieras, ¡no empujes!
Y Ana pensaba en cómo se hacía eso de no empujar, si todo su cuerpo tiraba de ella hacia el núcleo de la tierra con cada contracción, con una fuerza invencible e inusitada que retorcía implacable todas sus terminaciones nerviosas, como quien intenta deshacer un nudo de cuerdas sin maña ni atino y tensa aún más la maraña del desorden.
Eso era ella; un nudo de cables de algún electrodoméstico averiado en el que su hijo se había quedado atrapado sin poder salir, como un insecto en la tela implacable de la araña.
Las puertas batidoras que daban paso al pabellón de las parturientas se abrieron, y la silla con Ana, empujada ahora por un camillero, entró en volandas hacia una sala vacía. ¿Dónde estaba Sílvia, su comadrona? Ana miró en todas direcciones, mas no la vio. Como ya esperaba, no la habían dejado entrar, pero constatarlo la desanimó: sin nadie conocido a quien recurrir, se sintió sola y muy pequeña. Temblaba de miedo, aunque por poco tiempo; la siguiente contracción de expulsivo acudía cada cinco segundos fiel a su cita y le hacía olvidar hasta su nombre; aquel terremoto podía con todo y más, hasta con el pánico instalado ahora en sus huesos.
Dos camilleros entraron y la colocaron sobre la camilla. Sin mediar palabra, le quitaron el vestido y le pusieron una bata blanca abierta por detrás. Poco después, entró una enfermera armada con una libreta y un boli que, sin saludarla, empezó a preguntarle con desdén:
—¿Cómo se llama la comadrona que te atendía en casa?
—Sílvia, se llama Sílvia.
—Ya… ¿Y dónde está ahora tu Sílvia?, ¿eh?
—…
—¿Cuándo te has puesto de parto?
—Hace quince horas. Llevo ya más de dos de expulsivo, quizás tres… Uy, me llega otra…
—Por dios, ¿estás loca?, ¿por qué no has venido antes? Todo muy natural lo queréis, algunas mujeres; que si parto en casa, que si parto sin episiotomía, que si parto sin epidural, que si parto con dolor, que si no me hagas esto o aquello…, y ahora mira, mira cómo estás. ¿Qué quieres que tu hijo se muera o qué? —Y tras su retahíla de palabras, se fue, sin más, dejando tras de sí la crecida de un río de incertidumbre.
Ana se retorcía en la camilla, esperando a que pasara pronto la contracción, que arremetía de nuevo con fuerza. Le parecía que estaba viviendo una pesadilla; no podía entender cómo se había torcido todo tanto.
Las primeras contracciones llegaron al mediodía, justo cuando había acabado de comer y se disponía a ver la tele un rato; enseguida supo que aquel dolor no era como el que había notado durante las dos últimas semanas; ahora sentía como si dos forzudos comenzaran a estirar de cada extremo de una cuerda atada a su bajo vientre. No tardó en buscar refugio en la penumbra de un rincón de su habitación; cuando llegó su comadrona, la encontró sentada como un gato, ronroneando, y emitiendo un sonido espontáneo y gutural, parecido a un om, que la liberaba algo del dolor; su útero tomaba aliento y se abría, paso a paso, milímetro a milímetro, con cada arremetida. Las horas de la tarde y de la noche se fueron sucediendo con una cadencia extraña: pese a que las contracciones se precipitaban, descolocándola, se sentía fuerte, suspendida en el tiempo y en el espacio, sumergida en un mar de endorfinas; el miedo era tan solo una isla diminuta avistada de lejos. Cuando hacia las tres de la mañana le dijeron que ya estaba dilatada de diez centímetros, no se lo podía creer: había llegado el momento, el descenso esperado, el descubrimiento de una cara que solo había podido vislumbrar en sueños.
Sintió que alguien le acariciaba el pelo, y se giró: era otra enfermera, que le sonreía con dulzura antes de explicarle que debía permanecer sin moverse mientras el anestesista le inyectaba la epidural en la columna vertebral. Ana no sabía si sería capaz de permanecer inmóvil mientras la derribaba el maremoto de la siguiente contracción.
—Si te me mueves, te puedo dejar inválida; así que tú misma —le advirtió secamente el anestesista.
—Es que no voy a poder evitarlo —le respondió asustada.
— Sí, ya verás como puedes —le animó la enfermera acariciándole la cara y mirándola a los ojos—. Ya verás, contaremos juntas; justo cuando se te vaya la contracción, empieza a contar. Disponemos de unos cinco segundos hasta la siguiente, ¿verdad? Tiempo suficiente para ponerte la inyección.
Ante tantas miradas desaprobadoras, aquella enfermera le parecía un ángel caído del cielo. ¡Qué suerte tenerla a su lado!
—No te vayas —le suplicó, cogiéndole de la mano—. Gracias, gracias por estar aquí.
—No me voy a mover de tu vera, cariño.
Cuando la última contracción retrocedió, Ana contuvo la respiración, tal y como le habían indicado, y cerró los ojos mientras sentía que la aguja descargaba su dosis. Imaginó que estaba en su habitación, su hijo descendía de su vagina suavemente y ella misma lo cogía en brazos; qué hermoso era.
Había soñado e idealizado tantas veces ese momento que dio un respingo cuando en casa, animada por la comadrona, introdujo todo lo largo de su dedo índice en el interior de la vagina y topó con la vida que luchaba por salir de entre sus piernas; era una especie de materia blanda, indefinida y apepinada; ¿de verdad era eso la cabeza de su hijo?, pensó, y una mueca de susto se dibujó en su cara. La comadrona, que se dio cuenta, intentó animarla:
—¿Ya está aquí, ves? No queda nada. Venga, ahora cuélgate de mi cuello y cuando venga la contracción: empuja, empuja, deja salir a tu hijo —le decía Sílvia.
Pero no; ni aquella contracción, ni la siguiente, ni la otra, ni las que vinieron durante las dos horas posteriores sirvieron para materializar el sueño. Empujó, gruñendo y chillando con toda su alma; de rodillas, sentada en una silla de partos, de pie, apoyándose con las manos en la pared, tendida en la cama extenuada… Parecía una guerrera vikinga en plena batalla, luchando por merecerse un lugar en el Valhalla. Pero ninguna posición resultaba válida. De la vagina y sus labios, cada vez más edematizados, no salía ningún niño, solo caían gotas de sangre que se habían mezclado en el suelo con restos fecales, desprendidos por el esfuerzo de los pujos.
Habían pasado ya más de catorce horas desde aquella primera leve contracción y más de dos horas de un expulsivo feroz, infructuoso e interminable. Por alguna razón, la cabeza quedó atrapada en la maraña de cables, en la tela de la araña, en una vagina primeriza y asustada a la que la contrariedad pilló por sorpresa.
Eran las cinco y media de la mañana, los petardos ensordecedores de la verbena de Sant Joan aún resonaban, resistiéndose a quedar extinguidos hasta el año próximo, cuando la comadrona le anunció, tras hacerle un tacto vaginal y auscultar a su hijo, que debían ir al hospital:
—Lo hemos intentado todo, Ana, lo has hecho muy bien, pero tu hijo no puede salir. Es el momento de ir al hospital. Necesitas ayuda, no podemos esperar más, tu hijo empieza a estar cansado, y tú también… Todo está bien y todo va a ir bien. No te preocupes.
—¡Pero yo no quiero ir al hospital, no van a entender que haya querido parir en casa! Y tú ¡no podrás estar conmigo! ¡Me da miedo ir al hospital!
Todo el cuerpo empezó a dolerle más, la angustia crecía en su interior, se resistía a imaginarse en la camilla de un hospital, rodeada de máquinas e instrumentos; todo allá le parecía inhóspito, agresivo, lleno de dedos acusadores. El parto soñado se esfumaba como la última imagen de un sueño justo antes de despertar.
No sabía cómo había podido aguantarse quieta, aquel anestesista había sido realmente rápido. La anestesia barrió aquel dolor infructuoso y lo escondió en el fondo de su memoria, aunque su cuerpo se convirtió en una marioneta: no sentía sus piernas ni el oleaje de las contracciones; ahora era una fiera domada que esperaba la hora de que le trajeran el almuerzo.
—¿Cómo estará mi hijo?, ¿está bien? —preguntó a tres enfermeras que entraban en la sala de partos. —No lo sentía en su interior, no conseguía sentirse conectada a su bebé desde que le dijeron que tenía que ir al hospital; y temía lo peor, pero nadie le respondió.
Vio entrar a un hombre vestido de blanco, que rebosó el paritorio con su autoridad. Ni saludó ni se presentó, ni tan siquiera la miró a la cara. Solo empezó a hacer preguntas breves al equipo médico, y a dar órdenes con premura y sequedad.
Ana se sentía partida en dos: su cabeza, que reposaba en la camilla, era un torbellino de pensamientos y sentimientos que se enredaban y circulaban como un ciclón dando vueltas a la altura de su pecho; más allá de su ombligo: una trinchera; no había más que un escaparate que no podía divisar; solo podía imaginar su sexo hinchado y dolorido, con la cabeza de su hijo atrapada en él como en un embudo.
Al rato, una enfermera se animó a hablarle:
—¿Cuánto te ha costado que te atendieran en casa? ¿Cuánto te han cobrado?
—¿Y qué importa eso ahora? —dijo Ana, con el corazón acelerado, sintiendo que cometía el error de rebelarse; era el pataleo inútil de un conejo a punto de ser degollado.
—Es que no sé por qué os dejáis enredar algunas mujeres. Mira, ¿ves?, aquí te lo hacemos gratis, todo gratis, aunque vengas a última hora y con problemas. Y encima, te atendemos a las seis de la mañana, como a ti. Y eso que es un día festivo. Y sin dolor. ¿Pero qué más quieres?
—Eso, y encima gratis, niña. ¡Qué ganas de pasarlo mal en tu casa! ¡Que ahora ya no hace falta sufrir, chiquilla! Que a parir se viene al hospital, ¡que ya estamos en el siglo XXI! —corroboró otra enfermera.
Ana no les respondió, sintió ganas de llorar, y rabia, pero no lloró. Buscó la mirada de la enfermera amable; no la encontró; el ángel miraba al suelo mientras seguía dándole la mano. No podía más que dejarse tratar mal; la vida de su hijo, y la suya, eran ahora mucho más importantes que cualquier desplante.
Y se repetía a sí misma, como un mantra: «Todo va a salir bien, todo va salir bien». ¿Pero por qué todo el mundo la trataba tan mal?, ¿por qué una mujer no podía querer, o al menos intentar, parir en su casa, con una comadrona experimentada?, ¿por qué no habían dejado pasar a Sílvia? Les hubiera podido explicar cómo había ido el parto, cómo habían luchado su hijo y ella, con qué fuerza había empujado, cómo había aguantado su hijo tanto esfuerzo sin registrar sufrimiento fetal; todo había ido tan bien…
—Pásale el fórceps —oyó que comentaba otra enfermera.
—¿Me van a hacer una episiotomía? —preguntó, pero tampoco nadie le respondió.
Tanto movimiento y actividad la desconcertaban porque nadie le informaba de qué ocurría; cinco uniformados de blanco moviéndose alrededor de su sexo, blandiendo sus instrumentos metálicos; pero ella no podía ver nada tras la barricada de sus piernas; ni podía ver nada ni sentía nada; y sin embargo, las luces del techo iluminaban el paritorio con pasmosa inocuidad, como si lo que ocurría bajo su influencia: su vida, su parto abortado, su hijo, ¿vivo o muerto?, fuera parte de una insulsa cotidianidad.
De repente, vio el cuerpo de Héctor, su hijo, en brazos de una enfermera. Se lo acercó brevemente; era precioso, tal y como lo había visto en sueños, sin embargo tenía los ojos cerrados, no se movía ni lloraba.
—¿Está bien? ¿Por qué no llora? —preguntó angustiada, pero tampoco le respondieron; se lo llevaron hacia el fondo de la sala.
Tras treinta segundos insoportables, oyó su primer bramido. Empezó a llamarle por su nombre, a gritos; ahora sí, con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Héctor, Héctor! ¿Me oyes?
La enfermera salió enseguida de la sala con Héctor en brazos. Poco después, también salió el ginecólogo, sin despedirse. Nunca sabría su nombre.
—Bueno, y ahora te toca a ti, señorita. Con este hilo y esta aguja, vamos a hacerte aquí abajo una obra de arte. Tenemos muuuucho trabajo —dijo una de las enfermeras.
El comentario les pareció muy gracioso y todos empezaron a reír, menos Ana; a pesar del pavor que le provocaba la frase que acababa de oír, se encontraba muy lejos, pensando en dónde se habían llevado a su hijo, en cómo se encontraba, en cuándo podría verle de nuevo…
Se lo trajeron a su habitación pasadas dos largas horas.
La primera vez que escuché al Bicho Conhambre sucedió hace poco más de dos años. Fue un fin de semana en que la rutina me tenía atormentado. Esa mañana de sábado cogí mi motocicleta y me dirigí hacía el mar.
La playa de mi tierra no tiene nada de caribeña, sino todo lo contrario: arena gruesa y negra, olas temperamentales y mucha lluvia o mucho sol, sin términos medios. Lo mejor de ella es su gente y sus cantinas, en especial la de Doña Nervios.
La cantina «Doña Nervios», antigua guarida mía y de mis colegas en tiempos universitarios, es clandestina. Como referencia a su giro comercial, solamente tiene un pequeño letrero mal escrito, en un pedazo de madera que dice: «Buen Hambiente y Cerbesas frias». Una pared de ladrillo sin repellar, láminas metálicas en el techo y una puerta roja que da acceso a un pasillo, que llega a un patio, donde está una palapa. Bajo la palapa, los borrachos, la cerbesa y el hambiente hacen que la cantina de Doña Nervios parezca más una fiesta que un tugurio.
Si has escuchado la frase trillada «lo importante no es el destino, sino el camino», comprenderás la importancia de esta cantina para mí. «Doña Nervios» fue el medio para que yo escuchara las palabras de Bicho Conhambre.
Bicho ConHambre, de nombre Luis, por todos llamado Wicho, y apodado por un turista perdido gringo (porque solo los perdidos, los valientes y los lugareños entrarían a una cantina así) como «Bicho Conhambre». Al parecer, el nuevo apodo fue producto de una mala comunicación, una peor traducción y una pésima interpretación.
Bicho Conhambre, quien se la vivía borracho todo el tiempo, era un poeta nato. Le brotaba la poesía. La creaba con mucha naturalidad, como si las palabras se ordenaran automáticamente antes de salir a deslumbrar a los curiosos. Su cadencia hacía que, quienes le prestábamos verdadera atención, nos olvidáramos de que la cantina era un tugurio para beber, y no para oír poesía y guardar silencio.
Bicho Conhambre era posiblemente el mejor poeta de su época, pero esa cualidad solamente la tenía cuando estaba ebrio. Y no simplemente ebrio, sino cuando estaba a una copa de quedar noqueado. Bicho Conhambre sembraba belleza con sus palabras, para después dormir alcoholizado y no recordar nunca jamás nada.
Yo comencé a ir más seguido a la cantina de Doña Nervios. Bebía poco, pero gastaba mucho. Principalmente, mi inversión consistía en emborrachar a Bicho Conhambre para poder escucharlo recitar. Sus palabras eran mi escape. Y lo siguen siendo.
De entre todo lo que ha dicho, guardo con recelo en mi corazón un pequeño poema de cinco líneas, que él dijo un día sobre la última ola del día y la primera de la noche.
Todos somos en algún momento la última ola de alguien, o la primera; pero las palabras que esa tarde dijo Luis, Wicho, Bicho Conhambre, son para siempre solamente mías.
Yo lo considero mi amigo, y le estimo mucho, pero solo cuando él está ebrio.
«Madre, por qué no pude ver tu rostro, llevabas esa tela blanca sobre tu cuerpo húmedo».
Nunca te vi, pero quería besarte. Quedamos de vernos en una habitación tan desoladora como la esperanza de encontrarnos; habías solicitado algunas condiciones y acepté sin meditar su significado. Tanto tú como yo llevaríamos ropa casual, la habitación elegida debía contener los mismos colores de nuestros gustos y, antes de entrar, sabríamos inmediatamente cuál fue la elegida, habría afuera un mueble con dos paños mojados, ya estilados.
Primero debías llegar tú para cerciorarte de las condiciones establecidas y, luego, un minuto o un segundo podría aparecer en la entrada a la habitación. Sin embargo, ni tú ni yo sabíamos que habría un tercero participando. Más bien, tú lo sabías porque tomaste mi mano apenas sentí ruidos y condujiste hacia tu espalda.
Podía sentir el olor de un fresco y sus grandes trazos iniciando la forma general de una obra, mientras tú buscabas mi boca y yo trataba de verte por la cuadrícula húmeda de la tela, tus imprecisiones hacían esbozar sonrisas al Maestro.
Nos escribíamos profusamente los últimos meses, deletreaba tu nombre suavemente e imaginaba tus ojos, mientras las letras iban construyendo tu figura.
Rizados cabellos.
Espléndido mentón.
Grandes ojos.
Increíble nariz.
Naturalmente suave.
Amada mía.
Sin embargo, tus cartas eran de un delicado romanticismo. Sugerentes cuadros surrealistas de dos personas amándose más allá de su propio tiempo, tan desconocidos como quienes pudiesen leer o, como ahora, eventualmente nos podrían admirar bajo las silenciosas órdenes de un artista al cual llamaste solamente por la inicial de su nombre, monsieur R.
Anhelaba escuchar mi nombre entre esos paños, o que susurraras un deseo básico e instintivo. Pero esa historia estaba en tu mente, yo por ti completaba esa escena sin entender mi rol, mi presencia, mi protagonismo. Y, sin darme cuenta, eras la antagonista; y, el señor R, un complejo creador, distractor, manipulador de tus pensamientos y, finalmente, de mí.
Durante ese instante fuimos marionetas de un loco, de un revolucionario de la imagen, y que proponía al testigo de sus obras en incómodas suposiciones sobre todo, cuando en verdad era nada más que un cuadro de una intimidad deliberadamente empañada por su presencia y eso solo debería afectarnos a nosotros. Después de ese día ni una carta tuya llegó a casa, ni siquiera correspondencia al lugar de trabajo, nada, como ese cuadro, nada.
Los techos han ennegrecido del hastío condensado del ambiente, un vapor negruzco acumulándose en los ángulos de las paredes, contra las esquinas y detrás de las estanterías, un recordatorio del pésimo presente, de Foscolo y Leopardi sin filigranas, aburrido y lóbrego, solemne como el romanticismo pero sin la fe en épocas de gloria. Irrelevante, inapelable e inevitable, crujiente como los muelles de la butaca en la salita, donde al abuelo se le resquebrajan la piel y la lengua, por donde escapan los recuerdos y las palabras inconexas, siempre te querré, Federica. La abuela le seca el sudor de la frente con un pañuelo de tela en verano y le acerca la butaca a la ventana de la salita, aunque el aire no entra y se consume y se sofoca con el vapor que respiran. Luego llora porque no se llama Federica y se seca las lágrimas con el mismo pañuelo blanco, pensando que quizá sí se llama Federica porque la anciana que la observa desde el espejo no puede ser la muchacha que aparece en las fotos metidas en la caja de galletas dentro de la cómoda.
En la casa de abajo, en la ventana de la cocina, el hombre espera a la mujer y al hijo con el cigarro en los pulmones y el coñac en el hígado y un guiso en la mesa que se enfría. Al hombre la rutina lo aplasta, lo estampa contra el suelo poco a poco, lo aprisiona y lo atenaza, lo encarcela en un submundo paralelo en el que siente las sonrisas como las sentiría un ciego, un pozo en el que araña las piedras musgosas con la misma esperanza del gorrión atrapado entre las fauces del gato. El hombre cree que se lo merece, que es lo justo, que así es la vida y la vida pasa con sus años y sus meses y sus días, no piensa en ataúdes ni en lombrices, pero imagina personas y lugares que nunca conocerá. Aun así se resigna, cree que se lo merece, que es lo justo, que así es la vida y no piensa que lo mismo pensaba el abuelo antes de que fuera la edad y no la rutina la que lo aplastara, lo estampara contra el suelo poco a poco, lo aprisionara y lo atenazara, lo encarcelara en un submundo paralelo en el que no existen las sonrisas. Se dice que no está solo, que su mujer y su hijo lo quieren y que los tendrá ahí y al mismo tiempo imagina los nudos que le haría a la soga sobre la viga en la buharda. Mientras, todo apesta a café y a papel de periódico sobre un hule lleno de migas, a asfalto y a tráfico, a monotonía, al ruido de los zapatos exhaustos sobre las aceras repletas de colillas, a la chispa del mechero quemando sus bronquios, a tos y a radiografía en el hospital, a vapor negruzco condensándose en el techo del comedor y extendiendo sus tentáculos para absorberlo igual que va devorando todas las noches el aire que aspiran.
La mujer se asfixia cada vez que mete la llave en la cerradura, está harta de guisos enfriados, de ronquidos y de vueltas en la cama, de insomnios y lumbagos, de arrugas como testigos de que la vida pasa con sus años y sus meses y sus días y le gustaría tanto estar en otro lugar. Está harta de envejecer y no sabe de otra forma de remediarlo que evitar mirar demasiado el vapor negruzco y marcharse, coger la puerta y largarse a tomar viento, olvidar y ser olvidada, aun por las malas. Cuando vuelven del colegio pasan por el puente sobre el río y siempre se detienen a mirar a los patos, a las garzas y a los pececitos que nadan contracorriente. En ocasiones, una gaviota perdida planea sobre el torrente antes de dar la vuelta y volver a la sal. En esas ocasiones, la mujer observa el ave con las pupilas rebosantes, con la sonrisa en la cara, hasta que el niño le tira del brazo y se pierden en las calles como la gaviota en el mar y la alegría en la corriente entre los pececitos.
El niño no conoce otra cosa que las sonrisas y es incapaz de alzar la vista hacia el hastío condensado en el techo de la casa. No podrá verlo hasta que no tenga ocho años y su madre se haya marchado con muchos gritos espontáneos y una maleta preparada. Después ya no podrá ver otra cosa, hasta que se vaya desportillando en una butaca en la salita, se le vayan marchitando las manos de pianista y el vapor le vaya cerrando los párpados hasta que no haya más sonrisas que la de su propia calavera.
Noche ancha, cabeza tibia. A un lado de la almohada se encuentra el puerto. Destruido ayer por las olas. Caminar, caminar hasta el lado opuesto, atravesando una galaxia gigantesca. Hormigas pateando de hombro a hombro mi cuerpo. Llego a la terminal A del puerto, soy barco atracando en el puerto.
El reloj no marca la hora de mi pulso. Abro los ojos y lo miro, de nuevo, equivocando el ritmo.
Un paisaje reconstruido a charcos y reflejos de árboles truncados. Papeles y plásticos escapan de las papeleras y saltan desplazándose en sucesivos brincos. Mis pestañas se balancean y juego a alcanzar la calle. Sí. Elevo los brazos para tocar la libertad. Sí. Soy papel y plástico. Sí. Consigo adelantar el reloj y ralentizar el ritmo, igualándonos. Sí. La cama omite las conversaciones del día y cuida de que la galaxia que me habita no se destruya. Sí. La fui tejiendo y fui también araña. Sola. Siempre sola. Lenta, muy lentamente*. Busqué un hueco, el oxígeno que no destruyese mis pulmones, la cuesta interminable, el puerto al que llegar y la galaxia que me habita. Sí. A la que doy vida y estrellas mientras respiro.
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