Pasadas las diez, empezaron a desfilar los invitados de más edad, los tíos, las tías: «que sean felices, muchachos», las parejas con hijos: «ahí nos vemos, aprovechen esta noche», y hasta los padres de los novios: «ay, hija, ay, hijo, qué emoción». Horacio Quesada y Matilde Díaz, la Magdalena, los despedían con mucha compostura y unas sonrisas de felicidad en los labios. Acalorada, pese a la lluvia, y sudorosa por el baile, La Magdalena estaba más hermosa que nunca.
Mientras los más jóvenes seguían con la fiesta, ya bien entrada la noche, entró por la fuerza al local el teniente Aguado, del destacamento militar de Santa Bárbara, bebido, echando fuego por los ojos y escoltado por un puñado de militares vestidos de paisano pero armados. Se plantó en medio del gentío, aún abundante, y disparó al aire.
―Al suelo, hijos de tal por cual.
Muchos obedecieron al momento o se tiraron al sonar el primer disparo. Otros medio se agacharon, como Horacio. Se hizo un silencio repentino, ahondado por el eco de los disparos y envuelto por el tranquilo repiqueteo de la lluvia; un silencio compuesto por el miedo colectivo y por el aire retenido en muchos pulmones.
Entonces el teniente se dirigió hacia el novio y le soltó un vergazo en la cara con el cañón de la pistola. Fue tan inesperado el movimiento que, a pesar de ser Horacio hombre de reflejos rápidos, lo alcanzó de pleno y cayó al suelo en el patio enlodado. Tampoco pudo esquivar las patadas que le lanzó, ya caído, y que lo hicieron dar varias vueltas hasta detenerse en un charco que había formado el agua y donde terminó de estropearse su traje gris perla. Los focos del local los iluminaban como si se tratara del escenario de un teatro: Horacio, encogido como un guiñapo; el teniente, chorreando bajo el regular aguacero, mezclándose con las gotas de lluvia el vaho que exhalaba al hablar.
―Creíste que me ibas a quitar a la vieja, carajo ―jadeaba, alterado por el esfuerzo―, pues me la llevo.
Todas las miradas se volvieron hacia Matilde, que también estaba de pie, junto a una mesa, apoyándose en ella para no caerse, iluminada solo la mitad del rostro, como una luna en cuarto creciente, incapaz de hablar ni de gritar ni de moverse. La rodearon los gorilas, amenazantes, con las armas en ristre, y se la llevaron de allí, seguidos por el teniente en medio del mismo silencio temeroso.
No hubo forma de localizarlos aquella noche. En la casamata que custodiaba la entrada al destacamento militar largaron al novio, que insistía, que rogaba, por hablar con el coronel. Tampoco los policías que velaban la seguridad del pueblo hicieron más que anotar el hecho en un ajado cuaderno para proceder a su investigación.
Dos días después, en un potrero cerca del cerro Tempisque, encontraron a Matilde apersogada en medio del zacate, pálida, con los ojos abiertos y el vestido hecho jirones, pero soberana hasta en tan duro trance. Al teniente Aguado no se lo volvió a ver por Santa Bárbara ni los militares dieron explicaciones de su paradero, lo que a nadie extrañó en aquellos tiempos revueltos.
Julio Alejandre. La otra literatura
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