El silencio de los inocentes


Rosa se había quedado a vestir santos. A los cuarenta y cinco años, después de que murieron sus padres a quienes con tanto fervor había cuidado, decidió irse a trabajar a la escuela del barrio. No le hacía falta el dinero pues había heredado la casa y una pequeña fortuna, lo suficiente para vivir cómodamente el resto de su vida, pero igual se aburría en su casa sin hacer nada. Ella se había diplomado de maestra en su juventud, pero debido a la enfermedad de sus padres no había podido ejercer. Como nunca se casó ni había tenido hijos, trabajar con niños para ella era una gran ilusión.

El primer día de trabajo, le notificaron que enseñaría el segundo grado. Felíz se dispuso a enfrentarse con los niños que por un año entero estarían a su cargo. La directora de la escuela la llevó a su salón de clases, el cual estaba pintado en alegres colores y albergaba a un grupo de treinta chiquillos preciosos. Otra maestra la estaba esperando para presentarle a sus alumnos. Rosa miró las caritas que le devolvían sonrisas con su más dulce expresión, mas le llamó la atención uno en particular, flaquito y de ojos inmensos, que no sonreía a pesar de que ella le sostuvo la mirada, sonriéndole a la vez.

Ya sola en su salón de clases, se sintíó dueña de aquel paraíso de las primeras letras y primeros conocimientos de sus estudiantes. Traía más que lista su primera lección, pero decidió entregar unas tarjetas a cada niño para que escribieran su nombre, dirección, número de teléfono y el nombre de la persona a su cargo. Mientras daba las instrucciones, observaba al niño de los ojos inmensos, que permanecía con la ficha sobre el escritorio y un lápiz en la mano sin escribir nada. Esperó que los demás estuvieran ocupados en llenar las suyas y se acercó a él.

—Hola —dijo dulcemente—. ¿Cómo te llamas?

—Benjamín Loyola —contestó una tímida vocecita.

—Benjamín, ¿tienes algún problema para llenar tu tarjeta? —preguntó Rosa.

—Es que maestra, yo no tengo padre —respondió.

—Entonces pon el nombre de tu mamá. Esta bien con eso.

—Mi mamá trabaja y no puede recogerme. Yo voy después de la escuela a la casa de mi abuelo hasta que ella llega.

—Bien, entonces pon también el nombre de tu abuelo y su número de teléfono, por si acaso ocurriera alguna urgencia —explicó pacientemente.

La maestra se quedó junto a Benjamín hasta que terminó de llenar su ficha, luego las recogió todas llamando uno por uno a sus estudiantes para poder conocerlos mejor.

—Estoy segura de que en unos días sabré quién es cada uno de ustedes —afirmó contenta y procedió a la lección.

Esa noche Rosa no podía quitarse a Benjamín de la cabeza. Parecía muy solo durante el recreo. Mientras los otros jugaban, él se quedó sentado en un banco del jardín. No traía almuerzo y sus ropitas no eran de estreno como las de los otros. Al terminar el día, cuando los demás se fueron, ya fuera con sus padres o en un transporte escolar, Benjamín permaneció en los alrededores de la escuela, jugando con piedritas en el patio.

A la mañana siguiente, Rosa decidió llevar un almuerzo adicional para él. A la hora de receso, se le acercó y le dijo que le había traído una sorpresa. Le regaló unos lápices de colores, un libro de pintar y le ofreció los alimentos que había traído para él. Por primera vez vio que el rostro del niño se iluminó. Con una modesta sonrisa, tomó lo que su maestra le dio y se fue a un rinconcito a comer.

Así estuvieron por varias semanas. Rosa llevaba un almuerzo para Benjamín. Él se sentía cada vez más agradecido y cercano a ella. La maestra observaba que el niño se quedaba en el patio de la escuela después de clase.

—Benjamín —dijo acercándose al niño cariñosamente—. ¿Qué pasa que no te vas a casa al terminar la escuela?

Un llanto profundo salió desde el alma de la criatura. Rosa podía sentir el dolor, la desesperanza, el miedo que sus descorazonadas lágrimas transmitían. Instintivamente lo abrazó.

—¿Quieres contarme? —preguntó.

Un largo silencio, eterno como la muerte, precedió sus atormentadas palabras.

—Maestra, mi abuelo me hace cosas que me duelen.

****

Un año ha pasado desde que Benjamín reveló la causa de su suplicio. Su abuelo fue condenado a prisión por pedófilo. La madre fue acusada y apresada también por negligencia criminal. La maldita conocía lo que pasaba y nada hizo. Se excusó diciendo que tenía que trabajar y que el abuelo era la única persona que podía cuidar al niño.

Rosa vendió su casa, tomó su herencia y desapareció, llevándose consigo un tesoro: su hijo, Benjamín.

Al otro lado del mar


a1Raquel cumplió cincuenta y seis años. Su hijo Antonio le hizo el regalo de su vida. El viaje a España que había soñado desde que era adolescente. Estaba en el aeropuerto con sus maletas, dispuesta a emprender su tan anhelado viaje. Le dio mil abrazos a Antonio, lo besó y por enésima vez le agradeció por haber hecho realidad su sueño.

Los abuelos de Raquel eran de Madrid, por eso ella quería ir a la patria de sus ancestros y pasear por los lugares que ellos le habían descrito. Se acomodó en la butaca para el largo viaje de catorce horas. Tomó una cobija y se dispuso a leer un libro que había comprado en la zona duty free. Tan pronto escuchó las hélices girar, a la asistente de vuelo dar las instrucciones y al piloto anunciar el despegue, cerró los ojos. En un santiamén se quedó dormida con el libro sobre las rodillas.

Unas horas más tarde, despertó porque tenía deseos de ir al baño. Estaba en el asiento de la ventana, así que pidió permiso a las personas que estaban a su lado para pasar. Salió dando tumbos por el pasillo, hasta llegar al diminuto lugar de alivio. Entró con dificultad y con más dificultad aun, se puso en cuclillas para hacer lo que fue a hacer. «Cuando era más joven estos baños eran más amplios. Hasta el amor se podía hacer en ellos», pensó. Se levantó enderezándose de su inconveniente posición. Se lavó las manos y de nuevo se fue a dar tumbos por el pasillo. Despertó a sus vecinos de asiento, quienes muy a la española le soltaron que moviera el culo y acabara de sentarse. Luego de mil piruetas volvió a su asiento y durmió el resto del viaje.

Abrió los ojos con el anuncio del aterrizaje. «¡Madrid, Madrid, Madrid!», tarareaba en sus pensamientos. Entonces esperó con calma que le tocara desembarcar para ir a recoger su maleta. De allí agarró el taxi hacia La Posada de Huertas, en donde se iba a hospedar. El taxista dio varias vueltas y finalmente la llevó a su destino. Cuando llegó a su habitación, se tiró sobre la cama sintiéndose la mujer más feliz sobre la tierra.

Tenía hambre y decidió darse un baño para salir a cenar. Se le hacía la boca agua pensando en todos esos manjares españoles: tapas, paellas, fabadas, chorizos, empanadas. Pensaba acabar con la gastronomía madrileña y luego ir a ver algún espectáculo nocturno. Ensimismada en sus pensamientos, entró al baño y se desnudó. Puso con cuidado los productos de belleza sobre el tocador. Agarró una toalla para retirar el maquillaje, cuando de pronto, ¡zas! A esa mujer que la miraba atónita desde el espejo, no la había visto como en treinta años. Quitó su vista y miró de nuevo. Rápido, como quien juega al esconder. ¡Aún estaba allí! No se había ido.

Comenzó a mirar el reflejo desnudo. «Este es el cuerpo que tenía antes de que naciera Antonio», se dijo. «Es que son las mismas nalgas duras y redondas. Las mismas tetas levantadas y firmes. El mismo rostro lozano de entonces. ¿Pero cómo ha sucedido esto?», se preguntó. «Voy a bañarme y todo desaparecerá», se dijo, convencida de que lo que veía era producto de su imaginación.

Tomó la ducha con agua casi hirviendo. Luego se tiró un chorro de agua fría para terminar. Salió convencida de que vería a la misma Raquel, de cincuenta y seis años, que salió de Nueva York. Se miró de nuevo al espejo. Allí estaba la misma joven, esbelta, con su melena de rizos color caramelo y de piel perfecta que una vez fue. La ropa le quedaba grande. Se vistió como pudo. Salió hacia una tienda donde compró todo lo que necesitaba. Regresó a la hospedería y se arregló gozándose de lo que veía en el espejo. Salió hermosa a la calle, cautivado la atención de los hombres que le pasaban por el lado.

Llegó al lugar donde iba a cenar. Pidió una mesa y se sentó a ordenar todo lo que le apetecía. En ese momento, un joven se le acercó.

—Perdóneme —dijo—. ¿Va a cenar aquí sola?

—Ese es mi plan —contestó—. No espero a nadie.

—Entonces, ¿por qué no cenamos juntos? También estoy solo.

Raquel decidió que era joven y bella esa noche. Si a las doce el sortilegio que la había convertido en la muchacha apetitosa que una vez fue se rompía, al menos lo disfrutaría. Comieron y bebieron. Conversaron, rieron y se enamoraron. Se besaron y ya no hubo marcha atrás. El joven la llevó con él a su casa y de tanto amor hasta la cama se rompió. Ella se miraba en el espejo cada vez que podía para verificar que el hechizo todavía le abrigaba.

A la mañana siguiente, Raquel seguía hermosa.

Los dos se volvieron inseparables durante todo su viaje. Iban a las fiestas, a los museos, a las obras teatrales. No se separaron ni un segundo, pero como a todo en la vida, llegó su final. Ella tenía que volver a su tierra y a su familia.

—¿Cuántos años tienes, Ricardo? —preguntó Raquel la noche antes de irse.

—Tengo treinta —contestó tranquilo, como el que tiene la vida por delante.

—¿Y tú, Raquel? ¿Cuántos?

Pensó que se moría porque tenía dos opciones, decirle la verdad y acabar de una vez, o mentirle hasta mañana cuando desaparecería para siempre. Optó por lo segundo. Vivió su última noche de amor con intensidad.

****

De vuelta a Nueva York, todo volvió a la normalidad. Raquel tenía su mismo cuerpo, su mismo culo, las mismas tetas que cuando se fue. Poniendo las fotos del viaje en la cuenta de Facebook, se dio cuenta de que Ricardo se veía joven y ella… de cincuenta y séis. Por el bien de los dos, dejó las cosas así. No quiso saber nada más de él y regresó a su mundo. Continuó trabajando como esclava en su salón de belleza.

—Raquel —llamó alguien. Cuando se volteó, un hombre desconocido, más o menos de su edad, estaba delante de ella.

—¿En qué le ayudo, señor? ¿Desea un recorte?

El hombre sonrió.

—Un recorte está bien —dijo con acento español—. Veo que no me recuerdas.

Raquel buscó en aquel rostro algo conocido. Miró sus ojos azules y soltó un grito.

—¡Ricardo! ¡Ricardo! ¿Qué haces aquí? —preguntó mientras se echaba en sus brazos.

—Ven, mujer. Tenemos que volver al otro lado del mar…  Allá somos jóvenes y podemos disfrutar nuestro amor.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Raquel.

—Me di cuenta una vez que viajé a este lado del mar y envejecí. Así como estoy ahora. Al regresar a España todo volvió a la normalidad.

—Pero es que tu normalidad no es la mía. Yo soy normal en Nueva York y tú lo eres en Madrid.

—Raquél, ven conmigo —insistió—. Puedes vivir una vida nueva, desde el principio.

—Pero yo tengo un hijo. ¿Cómo he de borrarlo de mi vida?

—No lo harás. Él quiere que seas feliz.

Raquel habló con su hijo, quien le dio su bendición. Sin pensarlo, se fue detrás del amor al otro lado del mar. Al cabo de unos meses, su rostro empezó a envejecer aceleradamente, ni hablar de su cuerpo. Al parecer no había marcha atrás. Ricardo la llevó a los mejores doctores y científicos y todos decían lo mismo. Tenía que volver o moriría prematuramente.

—No importa, Raquel —dijo Ricardo—. Tu mundo es allá y el mío es donde tú estés.

—Pero no puede ser. ¡Perderás tantos años de tu vida conmigo! —dijo ella sollozando.

—Perderé la vida entera sin ti.

Fue así como Ricardo se hizo viejo, sin vivir los treinta, ni los cuarenta, y apenas los cincuenta.

Diáboro


Le dejó sentir sus manos,
justo cuando la herida estaba más abierta
y aún sangraba.
Le cedió espacios
él sabía muy bien porque ella lo hacía,
era parte de su plan macabro
hacerse errado
desentendido de lo que causaban
sus lluvias rotas
sobre ella, sobre su cabeza
llena de una semántica que él no amaba,
de ilusiones baratas prefabricadas.
Él solo le quería a escondidas
en palabras.
Él se merecía cada una de sus mañas,
el peso en su espalda no le estorbaba
pues sabía bien la función que jugaba.
Sabía muy bien como aquello acabaría
aún cuando su poesía marchitara.
Le clavó a sus anchas sus deseos
se hicieron ambos esclavos de cama
carcomiendo cada día a sus mentiras,
un fin que justificaba lo que se pesquisaba.
La ingenuidad de ella era lo que le excitaba más
sabía que podía jugar de villano
vestir sus pieles sin atrición ni piedad
a sabiendas voluntarias
que al ocaso del noveno día debería de pagar.
Sí, a todos les llega la cobranza
se devuelven las aguas a los causes de sus ahogos
así como regresa la sangre que salpicó en el ojo.
Se cobra lo que a la tradición fue panegírico
y se manchan de nuevo nuestras manos;
un llanto seco y sin alivio,
se entromete en medio de los presagios.