Centrifugando recuerdos (XXXI)


Centrifugando recuerdos

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Luis deambula por las callejuelas del Albayzín. Las palabras de Aiman lo han tranquilizado un poco, pero el exceso de alcohol, el cansancio, el calor y el recuerdo le pesan demasiado.

—¿Qué narices hago aquí? —musita, a la sombra de un árbol algo esmirriado.

Una bola naranja llama su atención; se fija mejor y se da cuenta de que, efectivamente, es una naranja. Echa un vistazo a lado y lado. No hay nadie, así que obedece al impulso de alargar el brazo y hacerse con ella. Presiona con los dedos para abrirla por la mitad, y un chorro ácido le salpica en los ojos.

—¡Mierda!

Instintivamente aprieta los párpados, y se los friega con el dorso de la mano para aliviar el escozor. A continuación, se lleva la fruta a la boca, y al morderla   lo invade una ola de acidez y amargura que deja en nada el ataque a los ojos. Es la recompensa a la estupidez de pretender comerse una fruta ornamental. Escupe y busca desesperado una fuente. Está de suerte, se encuentra en una plazoleta en cuyo centro un chorrito brota de una diminuta piscina. «Me vale», resuelve, y se abalanza sobre el agua. Unos segundos después ha conseguido desalojar el desagradable sabor de la naranja.

Luis, aliviado, levanta la cabeza y se encuentra con los ojos de un anciano sentado en un banco a la sombra, que lo mira divertido. Tiene las manos apoyadas en un bastón y de entre la espesa barba y el bigote le sobresale lo que parece el tallo de una planta. Menea ligeramente la cabeza. Está acostumbrado a las torpes exhibiciones de los turistas, pero tiene que reconocer que la que acaba de presenciar es de las más ridículas que recuerda.

—Buena, ¿eh?

Luis se siente tan absurdo que opta por no intentar justificarse. Da media vuelta y se aleja despacio. Por lo menos el incidente le ha servido para sacarlo de la modorra.

Ya fuera del alcance de la mirada del anciano, se detiene de nuevo y echa mano a un cigarrillo. Después de un par de caladas, y con el cerebro desoxidando la maquinaria, toma forma una idea: «Llámala. Un último intento. Te disculpas por el mensaje y quedáis para cenar». Luis reacciona a la sugerencia con una mueca hastiada.

—Esto parece el cuento de nunca acabar —murmura, pero la mano libre ya está en posesión del teléfono y llamando.

Suenan los tonos: tres, cuatro, cinco…, pero nadie contesta.

El móvil de Sara vibra sobre la mesa del comedor. Nadie le presta atención. Su dueña está tumbada en su habitación, con los ojos clavados en la lámpara mientras sus pensamientos están concentrados en su amiga del alma, en qué hacer para que todo vuelva a ser como antes. Tere, a su vez, está hecha un ovillo en su cama, deseando que todo lo ocurrido esa tarde sea producto de una pesadilla. «Duérmete, y cuando despiertes te darás cuenta de que nada de eso ha pasado», le susurra una voz cálida que compite con los pensamientos funestos que la atosigan.

Luis guarda el teléfono, suspira resignado y apura el cigarrillo. Al otro lado de la calle una pareja descansa sentada en un escalón, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Sonríen; no hace falta ser adivino para saber que disfrutan de la compañía, que no necesitan nada más para ser felices. La mente de Luis recupera la escena junto a Sara bajo la tormenta. A cada rato que pasa se le antoja más lejana y más irreal.

Un grupo de chicos y chicas aparece calle abajo exhibiendo su juventud y su despreocupación. Ríen, se chinchan, se propinan empujones y luego se abrazan. Luis envidia esa frescura. Cuando desaparecen tras la esquina deja caer la colilla en la acera y, al disponerse a pisarla, su mente recupera la expresión de reproche de Sara junto a la valla de madera, aquella noche —«¿cuánto hace, tres, cuatro días?»— en el cámping. Duda un instante, pero acaba chafándola y abandonándola ahí, vulgar testimonio de su fracasada odisea nazarí.

La idea de abandonar, pagar la cuenta de la pensión y poner rumbo a la vida real, empieza a tomar consistencia, pero mientras acaba de convencerse sus piernas lo conducen Cuesta del Chapiz abajo, como hicieron esa mañana, sólo que esta vez se desvía antes de llegar al Palacio de los Córdova, quizás huyendo del recuerdo o por pura casualidad. «Camino del Sacromonte», lee en un letrero un rato después.

El sol ya ha iniciado la retirada; es la señal para que quienes han pasado la mayor parte del día refugiados entre las sombras salgan a pasear. Una pareja de ancianos surge de un portal oscuro, con movimientos pausados.

—Buenas tardes —saludan al joven con pinta de despistado.

Luis balbucea una respuesta, y acompaña al matrimonio con la mirada. Los imagina repitiendo la misma rutina día tras día. «¿Cuántos años llevarán juntos?», se pregunta, mientras su mente traicionera los coloca a él y a Laia en su lugar. Sacude la cabeza para borrar la imagen y gruñe, cabreado consigo mismo, porque, y es lo que en verdad lo cabrea, imaginarse paseando por el Sacromonte junto a Laia en un futuro cualquiera le produce una secreta satisfacción.

Un par de gorriones aterrizan en la acera, justo delante de él, y tan rápido como han llegado, entre saltos y trinos juguetones, remontan el vuelo. Un gato gris atraviesa la calle parsimonioso y se deja caer sobre el escalón de acceso al portal del que han salido los abuelos. Se queda mirando al humano, pero enseguida pierde el interés y centra su atención en otro felino que se aproxima por la acera. Mientras las chicharras, incansables, le ponen la estruendosa banda sonora al atardecer, dos mariposas blancas aletean silenciosas, exhibiendo una despreocupación que Luis envidia. Respira hondo y, a pesar del cansancio que arrastra, decide dejarse llevar un poco más allá.

—Hola, rubio. ¿Te has perdío?

Al oír la voz, profunda como una fosa oceánica, Luis reacciona con un respingo. Gira la cabeza, convencido de que la mujer que ha hablado está junto a él, pero sólo ve a los gatos, desparramados ambos a la sombra, y a los gorriones, que siguen persiguiéndose. La novedad es un perro flacucho y desgarbado, que trota con la lengua colgando.

Mu perdío… Acércate, mi alma.

Luis vuelve a mirar, preguntándose si la combinación calor más alcohol está propiciando un extraño efecto secundario retardado, pero no, ahora sí la ve, con su vestido rojo y la larga melena negra, apoyada a la entrada de lo que parece una especie de cueva horadada en la ladera de la colina. «Joder, juraría que hace un momento ahí no había nadie», masculla, sintiéndose observado.

—Ven aquí, rubio, que no muerdo.

Luis siente curiosidad por la mujer, pero también recelo, y aunque duda, poco a poco se acerca a ella. Conforme se aproxima toma conciencia de sus ojos enormes y penetrantes.

—Tengo algo pa ti.

«Sí, ya. Me vas a leer la buenaventura, o como se diga». Luis sabe que el Sacromonte es terreno abonado para que piquen los turistas desprevenidos, y esa gitana tiene pinta de ser muy buena engatusando. Desde luego, su aspecto es imponente.

—Escúchame bien, porque María la Zíngara no acostumbra a regalar su sabiduría.

A Luis empieza a divertirle el desparpajo de la mujer. Interpreta su papel de manera muy convincente. Ya está a un par de metros de ella; las chicharras “cantan” rabiosas; el gato gris aparece de la nada, rozándole las piernas, y se instala junto a la gitana. El joven la mira a los ojos, y de repente se siente desnudo, como si todos sus anhelos, sus inquietudes, sus esperanzas estuvieran expuestas. Es una sensación extraña; incómoda, pero también reconfortante. Siente que esa mujer tiene respuestas.

—Sé quién eres. Podría camelarte pa que entraras en la zambra y saldrías dentro de un rato embobao y más ligero de equipaje. —La Zíngara levanta la mano derecha y, con la palma hacia arriba, hace un rápido giro de muñeca a la vez que se frota los dedos con el pulgar—. Pero dejaremos la invitación pa otro momento.

Luis no podría estar más intrigado. Por el momento, decide permanecer mudo.

—Ahora que te tengo delante veo que no me equivoqué.

Luis no entiende qué está pasando. Es la primera vez que ve a esa mujer, pero ella parece saber realmente quién es él. Es mosqueante, pero quiere escuchar más.

—Un poco empanao, pero un payo bueno. Sara ha elegío bien.

La mención del nombre provoca un terremoto en el interior de Luis. El estómago se le sube a la garganta y el corazón le late desbocado.

—¿Cómo dices? —pregunta ansioso.

María la Zíngara sonríe con sus enormes ojos.

—Vaya, si resulta que sabes hablar… —Se le acerca, y con la cara apenas a un palmo de la de él, aclara—: Digo que Sara, la muchacha que te ha traío hasta aquí, ha elegío bien, y tú… —Hace una pausa, algo dramática. Le gusta recordar los tiempos en que era toda una estrella.

—¡Sigue! ¡No me dejes así! —Luis se da cuenta enseguida de que ha sonado bastante histérico— Perdona, no pretendía ser brusco, pero es que estoy flipando bastante…

—Ay, rubio, tienes que relajarte un poco, que eres mu joven pa estar tan estresao. —María estira el brazo y, para sorpresa de Luis, le coloca la mano bajo la barbilla y se la acaricia con dedos firmes. Sea por la sorpresa o por la magia de la gitana, el caso es que el muchacho se relaja—. Lo único que tengo que decirte, y no es poca cosa, es que si de verdá te gusta la Sara, debes tener paciencia.

A Luis Jamás se le habría pasado por la cabeza que acabaría dejándose aconsejar por una adivina, pero ahora quiere seguir escuchándola, que le aclare las dudas que lo acosan.

—Estoy flipando tanto que no tiene sentido intentar buscar una explicación, y como parece que lo sabes todo, a ver si me puedes responder a esto: ¿qué le pasa a Sara?

Luis nota como si los ojos de la Zíngara intentaran absorberlo. Sus pensamientos están expuestos a su escrutinio, y no opone resistencia. Antes de emitir un veredicto, María le agarra las dos manos, con las palmas hacia arriba, y las estudia como lo haría un joyero entretenido con una pieza extraña y valiosa. Luis siempre ha considerado todas esas cosas, la lectura de las líneas de las manos, las cartas que leen el futuro, los péndulos mágicos y similares, patrañas cuya única función es llenar el vacío intelectual de las mentes supersticiosas y sugestionables. Probablemente no cambie de opinión, pero en ese momento siente que no hay verdad más incuestionable que la que le cuente María la Zíngara.

—Hay mucho que trabajar aquí —murmura, sin dejar de mirarle las manos—. Tienes un buen follón, en la cabeza… —Hace una pausa, durante la cual levanta la vista y la clava otra vez en los ojos de Luis—, y en el corazón.

Sara bajo la lluvia, besándose desesperados; Sara bajo las estrellas, las manos entrelazadas; Sara flirteando en el bar del cámping, Sara junto a la lavadora… Íngrid desnuda en la cama de un hotel… Laia disertando con pasión, y él admirándola; Laia sentada sobre él, sudando y jadeando; la tristeza y la decepción en los ojos de Laia… Luis cierra los ojos, demasiado tarde para tratar de ocultar sus contradicciones.

—Me gusta Sara… No sé si tenemos futuro, pero me gustaría intentarlo —revela, todavía con los ojos cerrados.

La gitana le devuelve las manos, colocando con suavidad una sobre la otra.

—Todos tenemos recuerdos dolorosos, acciones de las que arrepentirnos, deseos por cumplir y sueños irrealizables. —La voz de la mujer surge en un susurro desde muy adentro. Luis abre los párpados y enseguida se da cuenta de que esos ojos hechiceros que lo miran en realidad miran mucho más allá—. Estamos llenos de contradicciones y a cada momento debemos sortear cantidá de obstáculos que complican muchísimo avanzar en la vida por el camino que nos habíamos marcao… suponiendo que nos hubiéramos marcao alguno.

María vuelve a concentrarse en el muchacho que tiene delante. Le dedica una sonrisa triste pero cálida y le acaricia la mejilla.

—Ven conmigo, rubio. Te voy a contar una historia.

Y Luis la sigue, dócil, al interior de la zambra.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XIII)


Alhambra de Granada
Vista de la Alhambra de Granada desde los jardines del Palacio de los Córdova.   Foto: Benjamín Recacha

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Sara mira el busto del león como si esperara una respuesta que acabe con su angustia. «¿Por qué ahora? ¿Por qué vuelven las pesadillas, esos recuerdos que creía olvidados?» Levanta la vista hacia la muralla montañosa forrada de verde sobre la que se alza la Alhambra y un escalofrío le recorre la espalda al revivir la escena, tan real, que la acosa desde el alba.

Era muy temprano cuando decidió salir a deambular por las calles, aún frecuentadas por grupos de jóvenes reacios a poner fin a la larga noche de fiesta. Su despreocupación contrastaba con la obligada responsabilidad de quienes levantaban las persianas de panaderías y cafeterías. Ella también había formado parte de alguna de esas expediciones de fiesta y alcohol no hacía tanto tiempo. «A lo mejor es lo que necesitas», se dijo, justo antes de recibir lo que dedujo eran piropos, surgidos de las mentes nubladas y las voces pastosas de un par de chavales que apenas se sostenían en pie. Sara prosiguió su camino sin prestarles atención.

Un rato después entró en el Café Fútbol, uno de sus favoritos, donde un hombre mayor leía el periódico acompañado de una taza de chocolate y unos churros, y dos mujeres de impecable cardado grisáceo charlaban animadamente sobre sus nietos entre bocado y bocado de crujiente cruasán. Un café con leche y una tostada más tarde, aliñada con las vagas respuestas a las alegres ganas de saber de su vida de la camarera, Sara tomó la ruta del Paseo de los Tristes, con la esperanza de que el sonido del agua del Darro aportase un poco de calma a su corazón.

Un par de horas después, con la ciudad hirviendo, por el calor, pero sobre todo por la actividad constante de paseantes, turistas y quienes se ganan la vida con ellos, Sara descartaba tanto cruzar el puente del Aljibillo como subir por la cuesta del Chapiz, así que entraba en los jardines del Palacio de los Córdova. En realidad ya sabía que acabaría allí, uno de los rincones donde suele acudir a desahogar las penas.

Y mientras Sara conversa con el desgastado león de piedra, sobre la mesita de noche su teléfono móvil vibra una vez más. Son varias las llamadas perdidas que acumula sin que nadie les preste atención.

Luis disimula un gesto de frustración al devolver el teléfono al bolso. «No saques conclusiones precipitadas, a lo mejor no ha escuchado la llamada… Sí, claro, “no me llames más, por favor”, eso fue lo que dijo».

El joven se levanta de la silla, decidido a proseguir con el viaje, aunque ya no tiene tan claro si lo hace empujado por la esperanza o por la necesidad de continuar con un plan para el que no tiene alternativa.

Una hora y media más al sur Sara pone punto y final a su largo paseo en la terraza de Casa Torcuato. Las ricas tapas regadas de cerveza bien fría acaban siendo el mejor remedio conocido para los dolores del alma.

Mientras come en silencio observa el ir y venir continuo de gentes diversas, todas con el complemento común de la cámara fotográfica o, en su defecto, el móvil de última generación. Se da cuenta entonces de que el suyo lo ha olvidado en casa y, al mismo tiempo, de que no lo echa en falta.

«¿Y ahora qué voy a hacer? Ya estoy aquí, me he recorrido media Granada, llevo horas pensando, y sigo igual de perdida y vulnerable».

—¿Qué hago? —murmura, con la mirada clavada en un aro de calamar a la romana, y suspira, resignada ante la constatación de que huir quizás le haya evitado exponerse a un extraño peligrosamente interesado en sus emociones, pero no ha tenido efecto alguno sobre esas emociones que no quiere compartir.

Con el estómago lleno sopesa la opción de regresar a casa y echar una siesta. La larga pateada y la corta noche de sueño empiezan a pasarle factura, de modo que se incorpora a la corriente continua de turistas, que recorren la parte alta del Albayzín con el objetivo preparado para capturar la estampa inigualable de la Alhambra desde el siempre concurrido mirador de San Nicolás. Ella prefiere visitarlo al atardecer, aunque si busca tranquilidad hay rincones igualmente mágicos y a salvo de la popularidad.

Sus doloridos pies parecen no tener suficiente, y casi sin darse cuenta la han conducido cuesta del Chapiz abajo hasta el camino del Sacromonte. Se detiene entonces. Mira a su alrededor. Los turistas han desaparecido. El sol calienta con saña y Sara nota cómo las gotas de sudor descienden por su espalda.

—¿Qué estás haciendo? —susurra, y ahora sí, por fin es consciente de lo agotada que está—. Déjate ya de excursiones y venga a casa a descansar.

Da media vuelta y se encuentra con una mujer que la observa desde la entrada de una de las zambras que en unas horas frecuentarán incautos visitantes ávidos de empaparse de la Granada más auténtica.

—Acércate, reina mora. Esos ojos tan verdes piden a gritos que alguien lea su historia. Pasa aquí dentro y deja que me la cuenten.

Sara reacciona instintivamente a la defensiva, pero tras un par de segundos de alerta, relaja el gesto.

—Esa lengua de gitana melosa que tienes funciona con los turistas, pero yo soy granaína. Qué vas a contarme tú a mí.

La mujer luce un cabello largo y liso, de un negro tan intenso que brilla bajo el sol. El rojo vivo de sus labios contrasta con la tez morena y unos ojos oscuros que han visto mucho más de lo que su apariencia joven revela. Sonríe, más con la mirada que con los labios.

—Te lo puedo contar , mi niña… —Hace una pausa durante la cual Sara se siente extrañamente desnuda—. Pero sólo si tú quieres. Anda, vente, que estaremos fresquitas. Muy pocos pueden presumir de que María la Zíngara les haya invitao a contarse las penas.

De nuevo sus pies toman la iniciativa, y sin saber cómo Sara se encuentra de golpe frente a la imponente gitana. «¿Qué haces?», se oye preguntarse, pero sin la contundencia necesaria para detener su irracional avance.

—Pasa, mi niña. No te preocupes, que vas a estar muy a gustito conmigo.

La mujer la acaricia fugazmente en la mejilla, y Sara, que por un momento ha creído sentir la proximidad del frío que la invadió en sueños, recupera el calor y una inexplicable confianza. Se deja llevar.

La Zíngara la toma de la mano con suavidad y la conduce al interior de la cueva, cuyo perímetro está ocupado por sillas de enea. Las paredes están decoradas con fotos antiguas del Sacromonte y retratos en blanco y negro de cantaores y bailaoras. Sara ya había visitado zambras anteriormente. Ésta es muy parecida, pero las fotos atraen su atención y, en concreto, una serie colocada en la pared del fondo despierta su curiosidad. Las imágenes muestran a una joven bailaora que derrocha una pasión contagiosa incluso a través del papel.

—¿Eres tú?

María no contesta enseguida. Sara gira la cabeza y la ve con la mirada clavada en las fotos. Sus ojos transmiten orgullo y a la vez la nostalgia de quien pretende capturar destellos de un tiempo que fue feliz.

—Era la mejó —responde sin apartar la vista de las imágenes—. Venían a verme de todas partes. De Madrid, de Barcelona, franceses, ingleses, americanos… La Tormenta del Sacromonte me llamaban, porque cuando empezaba a bailá el cielo rugía.

Se queda unos segundos en silencio, hasta que agita suavemente la cabeza y vuelve a mirar a su joven invitada.

—Entonces la zambra era un espectáculo digno de ser vivío. Había electricidá en el ambiente, una energía contagiosa que pasaba de unos a otros. Las noches se alargaban hasta el alba, y acabábamos exhaustos, público y artistas, destrozaos pero felices. —Se acerca a Sara con el brazo extendido—. Mírame chiquilla, mira. Se me pone el vello de punta sólo de recordarlo.

—Pues sí, tuvo que ser bonito.

—Mucho. —Se sienta junto a la joven, que sigue de pie viendo retratos, y da una palmada en la silla vecina para que la imite—. Ahora ya no es lo mismo. La gente que viene al espectáculo no se implica tanto. Muchos sólo buscan lo pintoresco y no sienten el arte. Vamos, que no tienen duende. —Sara, ya sentada, asiente con una sonrisa. Se encuentra a gusto—. De todas formas, no te vayas tú a pensá, que la zambra de María la Zíngara sigue siendo la mejó. Aquí siempre ofrecemos espectáculo de primer nivel.

Sara se da cuenta de que la mujer mira ahora una foto situada junto a las otras. Es en color y también retrata a una bailaora, que luce un precioso vestido rojo. A la joven le resulta familiar, el parecido con la protagonista de las imágenes antiguas resulta evidente.

—Es mi hija, Sara. —A la Sara presente le da un vuelco el corazón—. ¿Qué te pasa, chiquilla? Parece que hayas visto un fantasma.

—Oh, no… no pasa nada. Sólo es que yo también me llamo Sara.

María la mira entonces con dulzura.

—¿Ves? Si ya sabía yo que había algo en ti que me llamaba. Las gitanas tenemos un sexto sentío para estas cosas. Tú hoy tenías que venir por aquí para que yo te leyera la buenaventura.

Continuará…