El ascensor


Luis acudía a la cita con el notario con el mismo entusiasmo que si tuviera que visitar al dentista. Si no había imprevistos, que seguro que los habría, sería la última vez que entraría en aquel ascensor paleolítico que lo iba a conducir al despacho donde lo estarían esperando el señor caradepalo y su ex (la suya, no la del notario). Una firmita y el piso por fin sería propiedad exclusiva de ella.

Ya no tendría que soportar más aquella expresión de continuo reproche. Él también podía reprocharle cosas, muchas. Después de todo, resultó que él ya tenía una respetable cornamenta cuando le confesó el desliz con Mireia sintiéndose el ser más despreciable del planeta. Ella no lo iba a reconocer, pero Paula se lo chivó todo. “Ya ves, la que creías que era tu mejor amiga se vengó por haberle robado al tipo por el que bebía los vientos”. Ya le daba igual. Sólo quería acabar con aquello y largarse de allí con el talón en las manos.

Entró en el ascensor, pulsó el botón con el número cinco, y, cuando ya se cerraban las puertas, una mano las detuvo.

—¡Cuidado!

Luis buscó el botón que las abría de nuevo, pero no le dio tiempo a pulsarlo. Una segunda mano apareció para ayudar a la primera y, tras ellas, el cuerpo de una mujer de mediana edad y aspecto cansado.

—Ay, gracias.

—Pero, mujer, no hacía falta que se jugara el físico de esa forma. En dos minutos volvía a tener el ascensor aquí.

—Ya, ya… Creía que me daba tiempo a colarme.

Le dedicó una sonrisa de disculpa y Luis dio por cerrado el incidente.

—¿A qué piso va?

—Al cuarto. Gracias.

La mujer volvió a mirar al extraño. Otro que subía al despacho de su marido. Luis le devolvió una media sonrisa de cortesía mientras esperaba que no se le ocurriera hablarle del tiempo.

—Hace calor, ¿verdad?

Ahí estaba.

—Sí…

—Ya tocaba, después de tanta lluvia.

—Sí…

Otra sonrisa. Luis apartó la mirada, incómodo, y sacó el móvil del bolso para tener una excusa que lo librara de aquella conversación que amenazaba con prolongarse durante veinte eternos segundos.

Y entonces el ascensor se detuvo.

—Vaya. Otra vez —dijo la mujer, aparentemente tranquila.

—¿Otra vez? ¿Cómo que otra vez? —A Luis no le hacía ninguna gracia lo que aquella afirmación llevaba implícito.

—Pues eso, que no hay día en que no pase algo con el ascensor. Estamos bastante hartitos, pero la comunidad no se pone de acuerdo para cambiarlo.

—La verdad, no me importan los conflictos que tengan en la comunidad. A mí me esperan en el notario y necesito que este cacharro siga subiendo.

—Pues ya puede armarse de paciencia…

—¿Qué quiere decir?

Luis empezaba a temer lo peor.

—Eso. Que va a pasar un buen rato hasta que vengan a rescatarnos.

Luis se abalanzó sobre el cuadro y se puso a pulsar botones, a golpearlos con rabia al comprobar que no obtenía respuesta alguna. Ni siquiera el de la alarma funcionaba. La mujer lo miraba condescendiente.

—Ahórrese el calentón. Le aconsejo que se lo tome con filosofía. El otro día estuve una hora encerrada con el butanero, un chico muy majo, por cierto, hasta que llegó el portero con la llave.

—Eso es, el portero. Llamémoslo.

La mujer negaba con la cabeza, mirando al pobre muchacho como una madre mira a su hijo pequeño para explicarle por qué algo es imposible.

—Ha ido al médico. Lo sé porque me lo ha dicho esta mañana, antes de que yo saliera a desayunar con Ángela.

“Ángela, Ángela… ¿Y a mí qué coño me importa con quién haya desayunado, señora?”

—Pero habrá alguna alternativa…

—Sí la hay… —Luis sintió una punzadita de esperanza—. Tomárnoslo con calma y charlar un rato.

“¡Dios!” No podía creer que aquello estuviera ocurriendo. Era la primera vez que se quedaba encerrado en un ascensor, y tenía que ser un cuchitril, junto a una maruja con ganas de darle a la lengua, y de la que no podía separarse más de medio metro… Otra vez la sonrisa inquietante… “¿Qué le pasa a esta tía?” Luis se cruzó de brazos y se apretó contra la pared. La mujer había cambiado la expresión. Ya no parecía cansada, sino más bien entusiasmada…

—Pues sí, hace bastante calor, y aquí dentro, con lo pequeño que es esto, aún más, ¿verdad?

“En serio, me estoy empezando a asustar”.

—¡Socorro! —Luis decidió recurrir a la desesperación.

—¿Qué hace, hombre? No grite así, que me va a dejar sorda. Deje de comportarse como un niño asustado, que no nos va a pasar nada.

—Mire, señora. No tengo intención alguna de perder una hora aquí encerrado. Ahora mismo llamo a emergencias.

Luis se dio cuenta entonces, horrorizado, de que la batería de su móvil estaba al 1% de carga. Se apresuró a marcar el 112, pero a la primera señal de llamada… se apagó.

—¡Mierda! Esto no puede estar pasando. Me he quedado sin batería. —Miró a la mujer, que, incomprensiblemente, seguía sonriendo—. ¿Podría llamar usted, por favor?

Empezó entonces a negar lentamente con la cabeza, sin abandonar aquella sonrisa que lo estaba poniendo cada vez más nervioso.

—Me temo que me he dejado el teléfono en casa…

—¿En serio? Compruébelo, haga el favor.

Luis estaba a un paso de arrebatarle el bolso y vaciarlo sin miramientos.

—Como quiera, pero sepa que me está empezando a incomodar con esa actitud tan infantil.

“Será bruja la tía… Y mírala, no deja de sonreír”.

La esposa del notario abrió su pequeño bolso estampado imitando el pelaje de un leopardo y se puso a revolverlo. Evidentemente, allí estaba el móvil.

—Como le acabo de decir, me lo he dejado en casa. Nunca lo cojo cuando salgo a desayunar.

Luis resopló ruidosamente y miró al techo, donde uno de los dos fluorescentes que iluminaban el habitáculo empezaba a parpadear. Sin poder controlarlo, se puso a reír, una risa que surgía de la resignación y la constatación de estar viviendo una experiencia absurda. A su acompañante aquella reacción inesperada pareció divertirle.

—¿Qué le pasa? ¿A qué viene ese cambio de actitud?

Luis no podía dejar de reír.

—El fluorescente… No, si al final también nos quedaremos a oscuras… —logró decir entre carcajadas nerviosas.

—Ah, sí. Pues no me extrañaría, porque el tema de los fluorescentes también da para hablar un rato…

Las risas del joven iban en aumento, así que la mujer aprovechó la distensión del ambiente para desabrocharse un botón de la blusa, dejando asomar parte del sujetador y de un pecho generoso.

—Uf, qué calor —volvió a decir, con la mejor de sus sonrisas, mientras agitaba las manos, estratégicamente colocadas a la altura del botón desabrochado.

La mirada de Luis fue atraída por el movimiento, igual que una polilla es atraída por la luz de una bombilla, e, igual que el insecto, ya no pudo apartarla. “¡Leche!”, pensó casi en voz alta. “No veas con la maruja”. Se dio cuenta entonces de su indiscreción y carraspeó mientras apartaba la vista, en un burdo intento por disimular. La “maruja” estaba radiante, complacida por el éxito de su táctica.

—¿Y dónde dices que vas? Porque no te tengo visto. —Mentía, ya se había fijado en él dos semanas atrás, cuando lo vio entrar en el despacho de su marido.

La mente de Luis volaba incontrolable, imaginando cómo aquella mujer madura que, tenía que reconocerlo, estaba de muy buen ver, seguía desabrochándose la blusa. Sacudió la cabeza para sacarse aquellos pensamientos perturbadores y muy inapropiados.

—¿Cómo…?

—Que a dónde vas, guapetón… Estás distraído, ¿eh? —El tuteo también formaba parte de la estrategia. Más sonrisa y, como quien no quiere la cosa, se le acercó un pasito.

—Estooo, al notario, voy al notario.

Luis estaba atolondrado y la mujer, encantada de comprobar que le estaba causando el efecto que había imaginado.

—Ah, sí. El notario… —arrastraba las palabras al mismo tiempo que ella se deslizaba, muy lentamente, hasta casi rozar ya a su víctima—. Qué pena, tan joven…, tan guapo… ¿Qué mujer en su sano juicio dejaría escapar a un bombón como tú?

Sabía perfectamente que el 90% de los clientes de su marido eran parejas en proceso de separación o divorcio. Luis ahora sí que tenía calor. Mucho. Su mente indiscreta continuaba volando, por mucho que él pretendiera querer borrar aquellas imágenes en que aparecía arrancándole la ropa a la mujer que ya se apretaba contra su cuerpo.

—Se… señora… Me parece que se equivoca con… conmigo…

—¿Ah, sí? ¿Estás seguro de eso?

Y mientras lo preguntaba había agarrado las manos de él y se las había colocado sobre las tetas. Luis no las apartó. Al contrario, las metió en el sujetador y empezó a magrear con bastante entusiasmo. Unos segundos después sintió que lo agarraban del cuello y que una lengua caliente y ansiosa invadía su boca. No se resistió.

Veinte minutos más tarde Luis no acababa de asimilar que probablemente había echado el mejor polvo de su vida en un ascensor desvencijado, con una desconocida que estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta. La edad, sin embargo, no había sido impedimento para que cayera rendido a sus expertos encantos. “Menuda fiera…”

La “fiera” acabó de ajustarse la falda y de abrocharse la blusa, mientras lanzaba miraditas complacidas a su coyuntural amante, y acto seguido el ascensor reanudó la marcha.

—Anda, mira tú qué bien. Ni siquiera va a hacer falta que nos rescaten.

Luis casi ni le dio importancia. Continuaba dándole vueltas a la tórrida (pero no por ello menos surrealista) escena que acababa de protagonizar. El ascensor se detuvo al llegar al cuarto piso.

—Aquí me quedo. —La mujer abrió la puerta—.Si vuelves alguna vez, quizás podamos repetirlo…, cariño. —Y se despidió lanzándole un beso a distancia con aquellos labios que lo habían devorado sin piedad.

Cuando Luis entró en el despacho del señor caradepalo se encontró con la mirada de reproche, cómo no, de su ex, que llevaba casi media hora esperando. Pero en esta ocasión no la aborreció. “Si tú supieras de dónde vengo…”

En aquel mismo momento la mujer del notario se preparaba un baño relajante mientras rememoraba el buen rato vivido en el ascensor. Había acertado echándole el ojo a aquel muchacho. Lo del butanero no había estado mal, pero no había comparación posible. Sin duda, el polvo de aquella mañana había sido el mejor de los últimos dos meses, y eso que recordaba algunos muy placenteros. Se sorprendía de que siguiera excitándole tanto hacerlo en el ascensor. Aquella sensación de poder ser descubiertos en cualquier momento la ponía a cien. Y es que aunque colocar el cartelito de ‘no funciona’ en la puerta de la planta baja reducía considerablemente el riesgo, y aun conociéndose los horarios de todos los vecinos, siempre podía aparecer alguien no previsto que llamara el ascensor desde cualquier otra planta.

Dentro del habitáculo la situación sí la tenía totalmente bajo control. Le parecía increíble que con sólo desajustar el botón de la alarma el resto quedaran inutilizados. Lo había aprendido del técnico con el que inauguró aquellas sesiones de sexo en suspensión. Había perdido la cuenta de los que vinieron después.

Qué bien se estaba en remojo, envuelta en espuma.

¡Hasta el fondo!


¡Hasta el fondo!

Bésame


por Reynaldo R. Alegría

Salimos al cine y luego fuimos a tomar vino rojo.  Como siempre, ella me recogió en su auto, complaciendo mi antojado disgusto por manejar.  Cuando eres recogido en tu casa por una mujer, muchas veces ella presume que detrás hay un plan de llevarla a la cama con urgencia, sin el foreplay de elegancia que ordenan las reglas del cortejo adoptadas por la sociedad desde hace siglos y que aún hoy se imponen ominosas.

La religiosa combinación del mosto y del hollejo en el vino rojo tiene propiedades fascinantes después de una película argentina que se mercadea como drama y que amerita la más seria discusión de la más graciosa comedia.  No solo ayuda a la mejor digestión de las proteínas y a la reducción de la presión arterial y los niveles de insulina en la sangre, sino que te hace más feliz y, en consecuencia, más hábil para entender el cine que se dice drama pero que argentinamente es comedia.

De vuelta a la casa y sin ninguna intención de invitarla a subir —no siempre se tiene sexo decía mi amiga Olga y con esta nunca lo había tenido— creo que se percató que mientras me proponía a despedirme de ella, miraba detenidamente sus labios.

—Bésame —me dijo, mientras aún estábamos dentro del auto.

Bastaría presionar los labios propios contra cualquier superficie, una foto, una mano, u otros labios, para besar.  No haría falta succionar, ni hacer ruidos particulares.  Para besar no haría falta abrir la boca con cuidado de no perder la respiración, ni tener compasión con otra boca que no ha conocido otros labios, ni evitar pasar la lengua por otros labios, ni controlarse para no morder otra boca que se apetece.

—Bésame —insistió.

Un beso tiene propiedades mágicas, no solo esas que permiten convertir una rana en príncipe (que es muy importante), sino esas maravillosas virtudes de la excitación profunda, esa estimulación erógena que activa cada terminación nerviosa que se encuentra en los labios de la boca y produce una corriente de calor, como la electricidad que produce la manipulación clitórica.

Mientras tomaba la decisión, recordaba los extensos debates en que se enfrascan algunas mujeres cuando aseguran, con gran autoridad, que hay hombres que no saben besar.

No siempre quiero besar a una mujer.

Cuando beso a una mujer lo hago porque le tengo muchos deseos; siempre cierro los ojos y siempre uso mis manos.  Cuando beso una mujer me gusta cogerla por las caderas con mi mano izquierda y agarrarle el cuello con mi mano derecha.  Me gusta ponerla de espaldas a mí y de pie, remover el pelo que cae sobre la nuca y besarle el cuello, olerla, sentir sus nalgas sobre mi cuerpo y acariciarle los senos.  Cuando beso una mujer quiero sentir que ella libera oxitocina, que siente contracciones uterinas y que sufre con mucho gozo la erección de su clítoris.  Como yo, quiero sentir que su corazón bombea más sangre, en menos tiempo.

Lo cierto es que desde su prohibición pública, hasta el perfecto convencionalismo social del beso erótico en público, en la era de lo explícito los besos están infravalorados.  Y aquí debo ser honesto, pues la última parte de esta cita es de una conocida tuitera a quien prefiero respetar su anonimato, tal como le reconozco a Fragonarg sus maravillosos besos al mejor estilo rococó.

—Déjame leerte algo.

Necesitaba ganar tiempo y racionalizar la terrible incomodidad de un beso dentro de un auto, un primer beso, sobre todo cuando hace años se ha dejado de tener 18 y cuando hace algún tiempo sabes que, para una mujer, un beso es una prueba de fuego.

—Esto lo escribí hace un tiempo:

Tus labios están buscando un amante,

otros labios a los que puedan besar,

que sirvan de lecho para descansar,

un inquieto amor que anda rogante.

Tu boca delira y arde fragante,

buscando otra boca para confesar,

un escucha dócil para embelesar,

en el romance más alucinante.

Tu amor urgente me halla dormido,

sin valija y esenciales confesos,

hendido en mil pedazos, escindido.

Si quieren los dioses seremos presos,

y en el fuego de tu boca adherido,

seré yo quien disfrute de tus besos.

Cerré mis ojos mientras acercaba mi rostro al suyo, aspiré sus olores, puse mi mano derecha sobre su cuello, acomodando el pulgar bajo su oreja de manera que me permitiera controlar la rotación de su cabeza y entonces, deposité suavemente mis labios sobre su boca.  Un foetazo de corriente me azotó y discurrió entre mi boca y la suya y entre nuestros labios y el resto de nuestros cuerpos.  Sentí cómo se inundaban mis órganos de sangre mientras me quemaban sus labios; juro que sentí que ella temblaba.

No habían pasado 10 segundos cuando con urgencia se despegó, aspiró profundamente llenando sus pulmones de oxígeno y clavándome con una mirada retadora me dijo:

—¿Subimos?

Foto: «Jean-Honoré Fragonard – The Stolen Kiss» de Jean-Honoré Fragonard – Hermitage Torrent. Disponible bajo la licencia Dominio público vía Wikimedia Commons – https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Jean-Honor%C3%A9_Fragonard_-_The_Stolen_Kiss.jpg#/media/File:Jean-Honor%C3%A9_Fragonard_-_The_Stolen_Kiss.jpg

Un gallego en el limbo


Tengo miedo de decir la verdad. Cada vez que lo hago me juzgan sin piedad. Casi siempre termino como Jesús, clavado y con ladrones a diestra y siniestra. Llevo meses en este silencio, en la peor soledad. La que a pesar de estar acompañado sientes como si vivieras en el medio de un desierto. Sin embargo, ni dormido puedo dejar de pensar en reinventarme profesionalmente.

La economía está tan mala y nuestros gobiernos tan ineptos que la situación se pone cada vez peor. Estoy desempleado y cercano a colectar mi pensión de seguridad social por vejez, más o menos dos años. Ahora me informan que esos pagos están garantizados hasta que haya fondos. Si lo pienso mucho enloquezco. En síntesis, que cuando me toque será por pocos años. ¿Dios y de qué voy a vivir? Pernoctar a los sesenta y cinco bajo un puente y aprender a sobrevivir de la mendicidad. O quizás volver a trabajar donde haya un nicho de mercado, ¿en dónde?, ¿de qué?, ¿reinventarme, reinsertarme, readiestrarme en otro oficio? o ¿volver a nacer? Wow, excuse me! Una solución absurda ante la incapacidad gubernamental para ofrecer el bienestar a los ciudadanos.

No te confundas, resido en España, no estamos en un país subdesarrollado del tercer mundo. Tampoco me malinterpretes, todo tipo de trabajo es valioso, pero no me trates de convencer con propaganda barata. Es como el colmo de un violador arrepentido, la ultraja en público y luego afirma en la corte con sus amigos como testigos que ella lo sedujo.  Claro y pide clemencia por su debilidad ante la vil provocación.

¿Reinventarse para qué? ¿Para competir con los miles de desempleados locales y extranjeros que pululan por los clasificados online en la Internet o en los periódicos buscando con desesperación un trabajo digno? No es un secreto que las empresas prefieren jóvenes, fáciles de moldear, de seguir instrucciones, bajos salarios y menos beneficios. Es una falacia que si te reinsertas laboralmente vas a ser tan feliz como una lombriz. Me retracto, sí, es verdad, como una lombriz arrastrándote para que te den las migajas que botan los amigos acomodados de los gobernantes.

No importa el color ni la ideología que representen, ni el idioma que hablen, siempre los amigos de los que comparten el poder son los agraciados. O díganselo a los cientos de profesionales desempleados con un alto nivel de experiencia y educación que compiten entre sí por el pedazo más pequeño del bizcocho que sobra. Así que no hay trabajo para los profesionales que no tienen padrinos en las altas esferas gubernamentales o privadas. Y menos para los ancianos como yo. El sector privado, créanlo o no, también depende de quién está en el poder.

Es cierto, la crisis es mundial, lo es desde hace más de una década y ahora es que se dan por enterados. Como ven, la desinformación crea ignorancia, y por ende surgen los tiranos en la historia de los pueblos.  Desde la caída de las torres gemelas en los Estados Unidos el equilibrio de las finanzas capitalistas se vino abajo. Y nadie se dio cuenta. Si la ceguera es local, internacional o mundial, no importa, todos estamos en el mismo planeta igual de confundidos.

Pero la situación puede ser peor si cuando muera hay que pagar un impuesto celestial para entrar a los predios del Paraíso. Imagínate que no permitan más reencarnaciones a menos que tengas un padrino influyente en el Infierno. O que desde el próximo año no se asignen ángeles guardianes para nadie, incluso para los hijos recién nacidos de los acaudalados. Sigo quieto, en el mismo lugar de cuando empecé a narrarles esta historia. Mi esposa permanece sentada al lado mío con la esperanza de que el estado de coma termine. Tengo miedo de regresar a la realidad, pasar hambre y sufrir. Y no pueda ayudar a mis hijos, ni a mis amigos, ni a mi familia. Todos tienen problemas monetarios. Nadie está exento. Todos están desesperados.

Ahora mismo no sé en dónde me encuentro. Camino hacia un lugar con poca iluminación y en el corredor un ser transparente me da un anillo dorado como pasaporte de entrada a este extraño recinto. Miro con atención el grabado iluminado al reverso de la sortija: El Limbo – Suicidas 2012.

 

Momentos


Las memorias vivas

Entre las notas altas y dispersas de una vida

aparecen los inhóspitos arpegios,

únicos momentos que despejan lo que abruma

al corazón de un solitario en ayuna.

Lo que todos desean es constancia,

tal instancia solo es primera si se alimenta de momentos,

evitando la premisa de los lamentos.


De adelante voy hacia atrás y me pierdo en el retorno

Allanan mi morada las luces del ocaso,

proyectan ilusiones a las que yo ya no hago caso,

en el sendero me he perdido de regreso

me siento preso,

en circunferencias viajo cazando un eco distante.

Persona

Quisiera dar color a mis paredes nuevamente,

a mi alrededor hay lienzos blancos quebradizos,

mi palacio mental es una ruina de antaño,

repetitivo y tedioso es el sepia que lo cubre,

se ha vuelto lúgubre e inhabitable.

Siento que mi espacio ya no es mío,

he dejado de ser yo,

pero aún no me convierto en nadie.

Promesa

En momentos desesperados aparece una promesa

un manto sagrado ajeno a la comprobable se manifiesta,

vendiendo ideas etéreas y difusas,

pero maravillosas y abundantes…

un mar de duda, pereza e inseguridad atenta contra aquella luz,

y de allí nace la excusa perfecta,

la contrariedad

para justificar la vida en la cúpula siniestra

de la que tanto reclamas,

sin embargo la veneras en silencio.

Vida

Amas la seguridad consumista

y le temes fuertemente a la naturaleza de los momentos,

a los recuerdos dolorosos olvida,

que tu alma viva en paz con tu cabeza.

Avanza un poco más allá de tu palacio,

deja la tristeza en el pórtico del hogar

y no mires hacia atrás.

Virgencita de las Dudas


Virgencita de las dudas
Virgencita de las dudas

Ya recé cuatro rosarios,

Estuve de rodillas con mil libros en cabeza y manos. Mirando la pared. Horas.

Ayuné.

Y llevé a cabo todas tus penitencias.

Pero ya acabé, Virgencita de las Dudas.

No te adoro más. Ni ruegos. Ni flores. Ni cánticos, romerías o besamanos. Ni tiempo.

Encontré un par de certezas.

Confundida


Huelga
el obrero
pero
también
la palabra ancha,
un adjetivo inoportuno.

Sobra de mi vida
el límite
—frontera fundida en línea—,
apenas uno.

En este extravío
me extraño
enajenada de mí,
tan encallada.