Por Anauj Zerep
Es la una y quince de la tarde. El sol brilla en todo su esplendor; sus rayos dorados y cálidos acarician las hojas del árbol frente a mi ventana.
Puedo escuchar en la lejanía el sonido de una melodía, o acaso es mi mente perturbada por el confinamiento al cual estoy sometido desde hace ya unos días, y que ha hecho estragos en mí.
Entresalto las cortinas y persianas, puedo escuchar a mis hermanos decir en voz baja:
—No es conveniente que Ricardo escuche cuándo llamemos a los paramédicos, Su condición ya es muy crítica, quizás pueda empeorar.
No sé sí mi mente me está jugando una mala pasada o si es real.
Lo cierto es que a ratos siento ahogarme; ahora mismo me siento confundido, no sé si sueño o si realmente veo el sol acariciar mi ventana, provocando este calor que me hace sudar.
Hay algo dentro de mí, destruyéndome.
Hace unos días yo era libre… y de repente mi vida dio un #SaltoAlAislamiento.
Quizás algunos dirán que eso es lo peor que puede pasar.
¡No, no es lo peor!
Lo peor es que mantiene confinados los abrazos y los besos. Es también estar mentalmente aislado entre los delirios febriles y la lucha por vivir; es extremadamente agotador.
Mi mayor deseo es sentir la tibieza de un abrazo y la paz que brinda. Diecisiete días han pasado y pareciera que son siglos; tanto que mi alma solo anhela su preciada libertad, aunque tenga que morir.
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