por Reynaldo R. Alegría
Entonces vivía en un caserío con mi familia. Un lugar lleno de pobres muy pobres, abundante droga, mucha droga, y donde la traición se pagaba con la vida, toda la vida.
Aquel joven prometía, andaba en un BMW negro usado que hacía muy bien el cuento, trabajaba con el partido político en el poder, universitario destacado que, al ritmo que se movía, debería convertirse en prominente abogado y algún día gobernar al país. Cuando vino a visitarme al caserío creo que no se percató de que entraba al mismo infierno. Le hice lasagna, solo para él pues la plata que me dio mi madre no daba para más; los demás (mis padres, mi hermano y yo) comimos lo de siempre, arroz blanco, habichuelas rojas y carne guisada con papas, alegando que les encantaba la lasagna pero eran alérgicos a la pasta. Creo que mi madre estaba más emocionada que yo, me veía saliendo del oscuro caserío vestida de puro blanco y llevándomela a ella a vivir conmigo al lugar decente que yo me merecía.
No era que, precisamente, me volviera loca aquel hombre, pero cuando fuimos a su apartamento plantado en el área de San Patricio, entonces un sector repleto de familias acomodadas y acaudaladas y algunos jóvenes wannabe, como él, en realidad estaba lista para rendirme a sus deseos. El hombre tenía labia y si al final del día verbo mata carita y dinero mata verbo, me sentía que estaba donde debía.
Creo que él lo tenía todo programado, bueno eso es obvio. Al llegar el aire acondicionado central del apartamento mantenía el espacio deliciosamente fresco. Una botella de vino rojo sobre la mesa, con algo de quesos y un disco de vinilo de Lucecita Benítez dando vueltas bajo una aguja de diamante sobre un plato Technics que se escuchaba como si estuvieras sentada en el foso del teatro de El Conservatorio de música escuchando la Orquesta Sinfónica del país, construían el perfecto ambiente para la seducción. Bailamos en el centro de la sala. A la tercera canción, creo que el tiempo también lo tenía medido, comenzó a besarme y acariciarme.
Me imaginé viviendo en aquel apartamento, durmiendo con aire acondicionado todos los días, comiendo lasagna cuando quisiera tras declararme curada a las alergias a las pastas. Me llevó hasta un sofá desde el cual, a través de las cortinas que daban al balcón, se podían apreciar las luces de la noche en otros edificios y al tiempo que le hacía el amor a mi oreja izquierda me susurró algunas de esas cosas muy bonitas que dicen los hombres cuando te quieren coger. Fue entonces cuando me dijo:
—Me encantas, Manuela.
—¡Hijo de la gran puta, Manuela tu madre que yo me llamo Silvia!
Le levanté urgente, di un volte face con actitud de reina de belleza, cogí mi cartera y mientras sentía la humedad bailoteando entre mis piernas arranqué y me fui a las mismas pailas del infierno con un coraje que me duró par de meses, hasta que conocí a otro riquitillo wannabe en la barra de Loíza Street Station, lugar de moda entonces.
Aunque he tenido tiempo de arrepentirme de no haberme tirado a aquel espécimen, lo cierto es que el honor y la dignidad, como dijo don Pedro, no están en el mercado a ningún precio. Además, con el tiempo una aprende. ¡Vamos, que cualquiera se confunde! La clave, dice una amiga, es llamar a todos los amantes por el mismo nombre.
—¿Cómo está mi papurri hoy?
—¿Papurri? ¿Y ese nombre?
—Especialmente para ti, papurrito lindo…
Foto: El Beso, Francesco Hayez, Pinacoteca de Brera, Milán, 1859: https://commons.wikimedia.org/wiki/File%3AEl_Beso_(Pinacoteca_de_Brera%2C_Mil%C3%A1n%2C_1859).jpg
Debe estar conectado para enviar un comentario.