El bartender


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Fotomontaje: El Bartender, Edwin Colón 2016

 

Hasta que no dejó de guardar los secretos de otros y saborearse los suyos, no se liberó.

La historia comienza por las plantas de sus pies


Estoy sentado en el suelo de madera, apoyado contra la parte inferior de la cama, acabándome un porro  enrollado por él unos minutos antes. Lo ha hecho con una concentración inusual que, dada su personalidad extrovertida, incluso me ha parecido tierna. Llevo puesto un jeans ajustado y desteñido, lo heredé de mi hermano mayor cuando por fin decidió largarse de casa para continuar con su vida de forma independiente, dejando atrás un viejo baúl de madera con la ropa en desuso. Es la única prenda que llevo encima, y juego a ratitos con mis pezones descubiertos, tocándolos con la mano libre mientras exhalo el humo de la última jalada. Él en cambio está desnudo, tendido sobre la cama con el cuerpo expuesto.

Al principio me costó trabajo disimular mi embarazo, después terminé por aceptarlo. Se siente realmente cómodo andando de allá para acá en el pequeño apartamento como vino al mundo. La desnudez lo hace sentirse más liviano, según me dijo la primera vez que me topé con su ropa esparcida por el suelo de la salita de estar y fue necesario preguntar.  Admiro esa forma suya de evadirse de todo aquello que le resulta coercitivo o dogmático. Su franco rechazo a la imposición de los convencionalismos sólo es superado por la apertura a la experimentación constante, a la necesidad de aprender arriesgándose, de lanzarse sin prerrogativas a cambio de una emoción más intensa. El contrapunto a la monotonía de sus días en la fábrica de textiles en la que trabajaba cuando lo conocí. Un ir y venir de órdenes y acciones pendientes, de solicitudes dictadas por megáfono desde la esquina superior de una pared cuya pintura caía a cascarones. Hasta volver a casa, donde entonces la rutina lo empujaba a un ambiente familiar hostil, con el padre que agredía a la mujer asustadiza que llamaba su esposa y al hijo cojo, llevado a esa condición por el simple descuido de un hombre irresponsable y una poliomielitis mal tratada.

La inclinación al placer fortuito, al goce momentáneo, resultó un desvarío en medio de aquella intoxicación inicial, un tormento más llevadero y soportable, que añadía una pizca de transgresión y desorden a una existencia ya caótica y furtiva. Surgió de esa manera. El enredo, como solíamos llamarlo, tenía poco de amistad y nada de romance. Así, podíamos lidiar con el riesgo y también con la incertidumbre, sin esperar nada del otro, sin exigir nada a cambio, otra cosa que no fuera esos momentos en que él venía al apartamento.  Jugar videojuegos, charlar sobre algún problema, comer comida del chino de la esquina, o sólo sentarnos en el viejo sofá sin dirigirnos la mirada ni pronunciar palabra. Esa especie de intimidad que brota de la cercanía emocional, de la confusión de los sentimientos. Además, debo confesar que no había ocurrido antes.  Me refiero a la fascinación creciente, al atavío expresivo que de pronto viene a confirmar un miedo vago, informe.

Como la primera vez que sus labios me rozaron el cuello y con sus manos me tomó desde atrás. No pude evitar el escalofrío. «Es una cuestión de buenos amigos», fue lo único que se atrevió a decir. Quizá una frase pensada, o leída en los subtítulos de algún drama hollywoodense. Por ese tiempo le gustaba acompañar a una que otra muchacha al cine, pero nunca logró engancharse realmente con ninguna de ellas.

Ahora, fumo y pienso. Ninguno de los dos se atreve todavía a romper el silencio. Rememoro los mejores momentos de este último año y medio en que hemos jugado a ser otras personas, a querernos sin amor, a compenetrarlos sin apenas conocernos cabalmente. Quisiera dejar constancia de todo ello algún día. ¿Sueños frustrados de escritor? No lo sé. Prefiero no tomármelo muy en serio, no ahora.

«Si lo dejase de ver. Si no abriera nunca más esa puerta por la que él suele entrar una o dos veces a la semana, tan campante». Quisiera decirle que es también una cuestión de perspectiva. Si volteara a mirarlo ya mismo, desde acá lo primero que vería son las plantas de sus pies, suaves, rosadas, tan dispuestas a la excitación y esa rara obsesión de turnar los labios y los dientes para estimular ahí donde sé que la caricia hará que su sangre fluya agitada por entre las venas.

Me gusta chupar sus dedos largos y deformes. Respirar ese aroma dulzón, como vaho caliente, que sólo percibo después de un día de trabajo, al descalzarse y tomar posición. Lo sabe, y me permite ir hacia abajo, reptando como un animal débil, sometido a una voluntad superior.

Si volteara a mirarlo ya mismo. No distinguiría si es una mujer o si es un hombre. Las formas de su sexo permanecen ocultas entre sus piernas, que protegen, benevolentes, esa fuente natural, intensa, de verdadera vida, más allá de la reproducción. El gozo. Pero no volteo a mirar, y tampoco  me detengo a reflexionar en la pregunta por la sexualidad. Más allá de él, el resto me resulta indiferente. «No vale la pena pensarlo dos veces antes de actuar», hago mías sus palabras. Si se vive doblegado por la tensión latente, si se es presa de la mirada indiscreta de otro chaval en el vestidor, al terminar la práctica de ejercicios, tal vez algún día hablaremos de forma prolongada sobre esto. Aclarando el enredo… lo podremos dejar ir sin apenas darnos cuenta, o así lo imagino.

Secretos


Secretos
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Eduardo, el breve


Bajorrelieve

Una sencilla historia para hacer dormir a niños y niñas grandes. 

Eduardo era un bravo guerrero de la corte del Rey Medao, conocido monarca del norte de la península, temido y odiado por amigos y enemigos. Su reino era ancho y eterno como el recorrido del sol en el día y la trayectoria de la luna por la noche. Este soberano era un hombre megalómano, que se rodeaba por igual en su corte, de súbditos de diversa naturaleza humana, grandes y nimios, para ocultar su oscura bajeza, ambición e ignorancia: estaba Demófacles, artista consumado y gran melómano del coro real de las vírgenes cantoras de la Sagrada Iglesia Púrpura; también, Ismejo, el filósofo misoneísta que teorizaba a los cuatro vientos sobre la cuadratura total de la tierra; y por otra parte, Alsirio, artero general de las feroces tropas del reino, colérico y falaz consejero militar del Rey Medao.

Eduardo era un leal patriota de su reino; había servido en todas las campañas de su señor, con valentía y decisión, y era aclamado en todas las latitudes del territorio por sus temerarias cargas de caballería en los distintos campos de batalla en los que había luchado. Eduardo era joven y apuesto, fuerte y hermoso, pero escondía un gran secreto: padecía de la extraña enfermedad de la misoginia, cuestión que lo hacía permanecer soltero y ajeno a todos los encantos y seducciones de las mujeres más bellas del imperio de Medao. Este secreto misterio roía las entrañas de Martín y aunque pareciera irrelevante a simple vista, también preocupaba a su Rey.

Medao no tenía descendencia alguna, puesto que una pléyade de envenenamientos, revoluciones, infidelidades y otros desastres de orden menos natural, lo habían dejado —paulatinamente— viejo y viudo, obcecado y demente; y está de más decir que según ese historial, ni la mujer más ambiciosa del reino deseaba desposarse con el déspota soberano. El Rey Medao, a espaldas de sus cortesanos, había resuelto, en caso de morir, entregar el poder total del reino a Eduardo, con la esperanza que éste continuara con la expansión y gloria de sus triunfos ancestrales, codiciando además que su estirpe se esparciera por todos los continentes conocidos.

Como las guerras exteriores habían concluido hacía años y el reino respiraba una relativa paz, Medao concibió un plan maestro: buscó a la más joven y bella concubina del reino —la hermosa y deseada Camila—, y le ordenó presentarse en la estancia de Eduardo. Obligaría a su joven guerrero a desposarse con ella y a tomar por la fuerza el trono, aún cuando ello implicara su propia y súbita muerte.

Cuando Eduardo, después de una larga ausencia en las planicies altas del oeste, retornó a su hogar, se encontró con la ingrata y brutal sorpresa de la presencia de Camila, la joven caudilla enviada por el rey, desnuda dentro de su cama. Un violento ataque misógino inundó la sangre de Eduardo y, sin más provocación que su sola comparecencia, decapitó a la joven mujer, con un certero mandoble de su espada.

Aterrados, sus lacayos le refirieron la verdadera causa de la fatal visita de Camila a la estancia: el Rey Medao la había conminado a concurrir a la morada de Eduardo, quizás con qué febriles propósitos.

Eduardo, no escuchando nada más y aún con el olor de la sangre derramada en su piel, nuevamente montó en infinita cólera y montando su corcel de guerra, al centro de sus numerosas tropas de caballería pesada y ligera, cabalgó endemoniado hacia la capital del reino.

Ya al día siguiente, Eduardo asediaba la ciudad con una incesante sed de sangre y destrucción. El Rey Medao no podía creer lo que sus ojos veían: su plan, en parte en marcha, había tomado un inesperado trance que podía culminar con la hecatombe total del reino. Mandó a su guardia personal a eliminar a Eduardo a toda costa, pero tarde descubrió que ya se combatía en las propias escaleras del castillo principal de su propia fortaleza.

El Rey Medao, desesperado en su desesperanza, huyó a refugiarse en la torre más alta, aquella que cortaba el muro por medio de un foso tremendo, sin fondo, en la ladera cordillerana de la fortaleza. Eduardo le vio y con un impulso muscular sin mayor esfuerzo, corrió detrás del rey, arrasando con sus guardias, con el único deseo de ultimarlo con sus manos. El rey corría a todo el andar que permitía su anciano y lacerado cuerpo, y fue rápidamente alcanzado por Eduardo, quien, con la velocidad de un rayo, le propinó una horrible muerte.

En la cumbre, triunfante y cubierto de sangre, Eduardo se convirtió en el nuevo rey del imperio del fallecido Medao. Miraba con arrogancia todo lo que había conseguido en unas cuantas horas, cuando al mirar hacia abajo desde tanta altura —unos dos mil metros—, sintió un mareo parecido a la pavorosa sensación de la acrofobia y sin poder evitarlo, perdió el equilibrio y cayó al vacío sin que nadie pudiese evitarlo.

* * *

Esta es la triste historia de Eduardo el Breve, cuyo reinado duró tan solo los minutos transcurridos entre su asunción al poder y su caída vertical hacia el abismo provocada por su oculto temor a las alturas.

La vida en el reino, como en todas las cosas de la vida, siguió su tránsito inmutable, pero esta vez el pueblo hizo pesar su voz: no querían repetir la triste historia de ser gobernados por reyes desequilibrados, por lo que convocando un gigantesco cabildo abierto a todos los habitantes del reino, decidieron constituir una inédita senecracia como forma electa de gobierno. Restituida la paz interna, volvieron a sus casas y a sus ocupaciones, sabedores que el gobierno de los ancianos haría un justo y equilibrado papel en la nueva conducción el reino.

Lo que vino después, ya es otra historia.

Alejandro Cifuentes-Lucic © Texto original para Salto al Reverso / 2014
Fotografía: «Guerreros Griegos» – Bajorrelieve (Obra de 82 x 62 cm.) Los «Guerreros Griegos» es una composición que recrea el combate entre griegos y amazonas de Figalia, del friso del mausoleo de Halicarnaso (hoy en el Museo Británico de Londres).

@CifuentesLucic

@saltoalreverso

LA AMISTAD Y LOS SECRETOS…


Para compartir con mis amigos de Salto al reverso…

edwincolonpagan

Hay miles de silencios que permanecen con nosotros hasta después de la muerte. Y con esos que llamamos nuestros amigos compartimos tan solo una pizca de nuestros secretos íntimos. Mientras más intimidad, mayor confianza y silencios se comparten. Es como un sistema solar en miniatura dando vueltas alrededor de nuestra esencia.

Las órbitas de nuestros silencios son sus custodios. Quizás algunos les llaman candados porque guardan celosamente memorias. Son cientos de historias que corren sin parar. La amistad es un tsunami milenario que nos arropa sin aviso. Avalancha de aguas tibias que despega los quejidos de recuerdos escondidos en mi trasformada epidermis. Amarguras secas se esponjan al recibir el dulce licor de los pocos amigos que acompaño en mi camino. Logro mojar con cariño el desterrado corazón herido de un amigo que no deja conocerlo.

Los amigos son como la lluvia, comienzan con el sonido pausado pero rítmico del placer…

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