Tan azul y tan afable,
así es tu imagen práctica y disoluta,
azulada y trasatlántica.
Místico manto de aguas prístinas que conjugan
tranquilidad y hermosura
y que con sus insípidas olas
se muestra más afable y más tranquilo
que el mismísimo Pacífico.
Y, sin embargo, esa es tu historia vivida
entre corrientes submarinas
que arrecian a los navegantes.
Agua prístina y azulada en compacto, con el cielo,
desde América, hasta África y Europa,
nadie se desliga de tu prominencia y compañía:
azul Atlántico.
«Playa de Patamares, Salvador de Bahía (Brasil)», fotografía por Alejandro Bolaños.
El manejo de la maternidad del pueblo de Khisee empeoraba con los años. La situación administrativa llegó a ser tan deplorable que dentro de aquella maternidad se cometían negligencias que siempre quedaban en la impunidad.
Cierto día, por motivos rituales, una practicante de vudú se vio forzada a dar a luz en la maternidad del pueblo de Khisse.
Las enfermeras más viejas simplemente dejaban sufrir a las parturientas lo más que podían. Las practicantes, en cambio, aún conservaban su humanidad, y atendían a sus pacientes lo mejor que podían. Sin embargo, en el parto de la practicante de vudú se cometieron muchos errores y negligencias.
Para cuando la madre tuvo al niño en brazos ya era demasiado tarde. El tono azulado de su piel indicaba su inminente muerte. La madre, poseída por un torbellino de tristeza y rabia, empezó a gritar y a maldecir en un lenguaje que solo ella entendía. Hasta que gritó sus últimas palabras de forma clara y en perfecto español: «¡Maldito sea este lugar! ¡Solo muerte y agonía ronden en este lugar de perras inmundas!».
Dichas esas últimas palabras, la practicante de vudú usó su vida restante como combustible y la combinó con su sed de sangre. Usando esta energía, implantó parte de su ser en su bebé a punto de morir. Hecho esto, el niño, que se hallaba literalmente en el borde de la vida y la muerte, se volvió un espectro.
***
Los ataques de pánico entre las enfermeras empezaban a ser cada vez más comunes. Cada relato era idéntico. Una enfermera corría horrorizada al ver flotando un fantasma con la forma de un recién nacido de color azul, envuelto en una niebla blanquecina. Además, se dieron cuenta de que, luego de unos días, moría un niño en el pasillo donde se avistó al espectro. Las muertes se reportaban como muerte súbita del lactante, debido al color azul en la piel de los niños muertos. La realidad era, sin embargo, que El niño azul, como lo llamaban las enfermeras, mataba a los neonatos, en un acto de ira irracional contra aquellos que estaban vivos, a diferencia de él.
Los avistamientos del El niño azul se reportaban cada vez con mayor frecuencia conforme pasaban los meses.
***
En cierto lugar, existía un alquimista conocido como El alquimista marino, que pertenecía a cierta orden en la que le encomendaban misiones que incluían la desactivación de rituales, cacería de practicantes y exorcismo de objetos y seres sobrenaturales relacionados con vudú. Todo con el propósito de mejorar sus habilidades alquímicas.
El alquimista marino era un sargento primero de la Marina que, para poder practicar con tranquilidad la alquimia, solía dejar como reemplazo a un golem que era igual a él en apariencia y que podía interactuar lo suficientemente bien como para que nadie se percatara de que era tan solo un autómata.
El alquimista marino, mediante técnicas de alquimia, usaba su aura para camuflarse a un nivel cercano a la invisibilidad. Usando dicho poder, se colaba en los barcos para estar cerca del mar y poder completar una investigación que le permitiría darle un núcleo relativamente estable a su amplificador alquímico, la piedra filosofal incompleta conocida como La concha marina.
***
Eventualmente, en uno de sus viajes, el alquimista sintió la presencia de un espectro creado mediante técnicas de vudú. El espectro se encontraba en una maternidad en el pueblo de Khisse.
El alquimista marino tenía por costumbre usar su uniforme de la Marina durante sus misiones. También acostumbraba acumular ánima en su piedra filosofal incompleta, para usar dicho poder almacenado en caso de un combate o de necesitar el uso de alquimia a un nivel que no pudiera conseguir usando solamente su propia aura. A ese proceso lo llamaba cargar la piedra, debido a que ésta no tenía un núcleo propio para poder generar su propia energía. El proceso de cargar la piedra consumía mucha de la energía vital del alquimista marino, que había entrenado su cuerpo para no sentirse debilitado a pesar de la gran cantidad de ánima que depositaba en La concha marina.
El alquimista marino siempre estaba preparado para la lucha, llevando consigo su piedra cargada en todo momento. Era común que realizara misiones personales. Con el solo objetivo de conseguir experiencia o información que le fueran útiles para su investigación.
Ya vestido con su uniforme y con su piedra en su mano, el alquimista marino usó su poder de camuflaje para entrar a la maternidad sin ser visto. Recorrió los pasillos siguiendo el rastro que dejaba la sed de sangre del espectro.
Finalmente el alquimista y el espectro se encontraron. El alquimista miró fijamente el rostro de Elniño azul flotando en el aire. De inmediato detectó que se trataba de un ritual de vudú muy poderoso, por lo que colocó La concha marina en el piso de una forma muy rápida. El espectro, en cuanto sintió el aura del alquimista, abrió tanto la boca que su rostro se deformó, mostrando unos dientes monstruosos. Inmediatamente después, El niño azul lanzó un grito potenciado con sed de sangre. El grito superaba la barrera del sonido y era capaz de destruir el suelo, el techo y las paredes circundantes.
El alquimista marino ni siquiera se movió de su sitio, ni hizo gesto alguno que indicara que quisiera defenderse de aquel ataque. El aura procedente de La concha marina lo protegía con una luminosa barrera de energía.
Mientras El niño azul gritaba, el alquimista concentraba su aura. La concha marina debía resistir el suficiente tiempo como para permitir al alquimista realizar su técnica. En cuanto la terminó, el alquimista desactivó su piedra filosofal y lanzó unos rayos de color verde desde sus manos. Los rayos envolvieron al niño azul y, haciendo un gesto con una mano, el alquimista marino abrió La concha marina y, haciendo un gesto con la otra, atrajo los rayos verdes que contenían al niño azul y lo encerró dentro de su piedra filosofal.
En cuanto terminó la batalla, El alquimista marino desapareció sin dejar rastro.
No se volvieron a reportar avistamientos de El niño azul luego de aquel incidente.
***
—¿Vieron eso? —dijo un anciano con una túnica extraña.
—¿Qué cosa? —respondieron al unísono tres ancianos más.
—El libro de los siete sellos de Medera, la alquimista astral acaba de reaccionar —dijo el mismo anciano.
Todos los ancianos se acercaron al libro. El libro comenzó a proyectar una especie de holograma de la batalla entre El alquimista marino y Elniño azul.
—¿Es él? —dijeron los cuatro ancianos al unísono.
—Sí, él es el elegido. Él será el dueño de este libro— respondió el libro de los siete sellos.
El brillo del acero
luce azul.
Vibran los tendones
oponiéndose a la herida.
Atropellan
filo y sangre.
Resistencia.
Mana roja y ordinaria,
sin realeza.
Coagula en el aire
la sequía.
No sabe de blasones ni abolengo.
Tampoco llegará al río,
tumba azul.
Después de comer, te pregunté si te apetecía dibujar. Se te iluminó la carita.
Fuimos a mi habitación. Te enseñé todas las ceras de colores que tenía; vi como tus ojitos se posaban en cada azul que veías. Decidiste que utilizaríamos esa gama que habías descubierto y que tanto te había sorprendido.
Señalaste una de las ceras. Me preguntaste cómo se llamaba. Te respondí: «Azul marino». Te reíste mucho.
Empezaste a dibujar líneas sin sentido. El significado lo ponías tú: una ballena.
Yo cogí el azul zafiro para dibujar nuestros nombres. Te quedaste mirando para ellos; para ti no tenían sentido, así que seguiste con tus líneas azul ballena.
Empecé a dibujar una casita. Me preguntaste qué era. Me pareció raro. Te lo expliqué.
Me dijiste: «Mira, una casa es así». Trazaste un rectángulo; dentro de él, otro más pequeño y a los lados ventanas por donde pasaba el sol.
No podía creer lo que veía. Tan pequeño y ya sabías mirar desde las alturas.
Te ayudé a poner ladrillos azul piedra.
Comenzaste a dibujar rayas verticales sin parar. Te pregunté por qué lo hacías. Así que dibujaste un niño tumbado. Me explicaste que la casa ahora estaba en la cárcel porque se había incendiado y le había quemado las piernas. Metiste también al niño en la cárcel porque había mordido a un cocodrilo; y al cocodrilo porque sí. Me dejaste claro que querías ser policía; te vestirías de color azul celeste.
Me preguntaste, precioso mío: «¿Qué quieres que te dibuje?».
Yo te dije: «Quiero que me dibujes una flor».
—¿Qué es una flor?
—¿Qué crees que es una flor?
—No lo sé.
—Tú dibuja lo que crees que es una flor.
Empezaste a dibujar un círculo y del círculo salían líneas como rayos de sol lapislázuli.
—¿Es esto una flor? —preguntaste.
—Si tú crees que es una flor, entonces es una flor.
Te me quedaste mirando pensativo y vi un brillo pillín en tus ojos.
—Pues, ¿sabes qué? —me soltaste—. Que la araña se comió a la flor.
Abrí la boca y los ojos, pasmada, y me salió ese «ha» que sale del corazón.
—¿Qué pasa? —me dijiste.
—Pasa que te quiero mucho, principito mío.
Enmarqué nuestro dibujo lleno de tachones. Los azules se mezclaban aquí y allá.
Todo tenía un sentido para nosotros, un sentido azul hermoso creado por los dos.
En cuanto se cerró la puerta, en su cerebro se activó un mecanismo que le reveló la nueva situación con toda su crudeza. Estaba solo. Por primera vez en su vida. Solo.
Una insoportable sensación de fracaso le nació en el estómago, y le subió por la garganta como un tsunami que arrasaba con todo. El endeble armazón de autoconfianza que había ido tejiendo con hilos de esperanzas inciertas durante semanas, desde que fue evidente que la situación era irreversible, quedó destrozado en un instante, sin piedad.
Se dejó caer de rodillas en el frío suelo del pasillo, paseó la mirada desconsolada, la mirada de quien en el momento de la verdad se daba cuenta de que no entendía nada, de que todo había pasado sin apenas ser él consciente de que no había vuelta atrás, la paseó por las paredes desnudas del comedor, la posó en cada rincón vacío de aquel espacio donde durante tanto tiempo habían reinado el cariño y las risas, y surgió el llanto, a borbotones, impulsado por la fuerza desgarradora que, tras el largo asedio invisible, lo había invadido sin hallar la más mínima resistencia.
…..
El nuevo piso no estaba mal. Era pequeño (no necesitaba más espacio) y luminoso. Aunque tenía más de cuarenta años, lo habían reformado hacía poco, y el alquiler era asequible. El olor a recién pintado, y a muebles nuevos en la cocina, lo reconfortaron un poco.
Había permanecido dos días más en el piso anterior, sin apenas levantarse de la colchoneta hinchable donde había dormido durante las dos últimas semanas de convivencia. Había llorado, y se había dado pena a sí mismo. Caer en el derrotismo y en la autocompasión era tentador, así que durante cuarenta y ocho horas se había entregado a ello con esmero. Hasta esa mañana.
Al despertarse, se había dado cuenta de que no le quedaban lágrimas y de que continuar con el martirologio le producía una pereza inmensa. De modo que se levantó y, con caminar renqueante, subió la persiana hasta arriba. Estaba nublado, pero no llovía. «Así me siento yo, tan gris como este cielo».
Le quedaban aún tres días de margen para entregar las llaves del que había sido su dulce hogar durante cinco años largos, pero en aquel momento, con la vista fija en el gris compacto que había pintado el cielo, decidió que ya estaba bien de comportarse como un alma en pena. Se mudaría esa misma tarde.
…..
Al principio, lo que más echaba de menos era el despertarse cada mañana con su hija saltando sobre él en la cama. «¡Al abordaje!», gritaba, entrando como un vendaval en la habitación, y saltaba, cual pirata sanguinario, sobre el desdichado navío que trataba de mantenerse a flote, sin saber por dónde le venían los zarandeos.
Algunas mañanas, el abordaje pirata lo hacía despertar de mal humor, pero ahora sólo recordaba las guerras de cosquillas y a Laia deshaciéndose en carcajadas.
Y dolía.
Había momentos en que la soledad era apaciguadora, pero en otros, los más, aquel silencio se le hacía ensordecedor. Esa mañana, por ejemplo. Había pasado una semana. Llevaba un rato despierto. La luz entraba por las rendijas de la persiana, y él estaba tumbado boca arriba, con los ojos clavados en una pequeña grieta en el yeso del techo. Por un instante, imaginó que un rayo de sol se colaba a través de ella.
Sacudió la cabeza, se liberó del edredón, y abandonó la cama. Se dirigió hacia la ventana y, despacio, levantó la persiana. Estaba nublado. Un día más. Aquel principio de otoño, el sol apenas se había dejado ver. «Se está solidarizando con mi estado de ánimo», pensó, con una sonrisa triste en los labios.
Las vistas eran bonitas. La ventana daba a un parque grande, sin edificios colindantes. Más allá se extendían los campos de cultivo y las montañas forradas de verde, de cimas redondeadas. Se detuvo en una de ellas, y, al levantar la mirada hacia el cielo, el agujero azul en las nubes le provocó un leve hormigueo en el estómago.
…..
Lo peor era cuando se tenía que despedir de Laia. Aunque la veía alguna tarde entre semana, los días que lo separaban del siguiente fin de semana en que la tendría sólo para él transcurrían con una lentitud exasperante, lentitud que contrastaba con la rapidez desesperante con que las horas juntos se le escapaban entre los dedos.
La niña siempre tenía un aspecto inmejorable. Se había adaptado bien a la nueva situación y crecía sana y feliz. Disfrutaban al máximo el tiempo compartido y, a la hora de la despedida, ella lo abrazaba fuerte y le pedía que se cuidara, mientras que a él el nudo en la garganta le impedía hablar. No quería que lo viera llorar.
Ese domingo de noviembre, el cielo estaba inusualmente estrellado. Mientras apuraba un cigarrillo asomado a la ventana, pensaba en la conversación que había mantenido con su hija de cinco años mientras comían. Tenía frío en los brazos; la temperatura había bajado unos cuantos grados desde la tarde, pero eso no lo ahuyentó. Al contrario, la sensación de frío lo hacía sentir más vivo. Dio una nueva calada al cigarrillo y expulsó el humo hacia las estrellas.
«Papá, te tengo que contar algo que a lo mejor no te gusta», le soltó, muy seria, entre bocado y bocado de su escalopa de pollo. Él la miró con las cejas arqueadas y la animó a continuar. «Pues, verás, es que mamá tiene novio».
Aquello fue como una bomba atómica. Por previsible que fuera que una mujer simpática e inteligente continuara con su vida, él no estaba preparado todavía para pensar en ello. «¿Te has enfadado?», le preguntó Laia, con la misma seriedad, y, sin esperar respuesta, concluyó: «Creo que no te lo tendría que haber contado, pero no te preocupes, que, aunque David parece simpático, yo sólo te quiero a ti como padre».
Dejó escapar la última bocanada de humo venenoso y, respondiendo a un impulso inconsciente, se puso a reír. Rememoraba la expresión de adulta en miniatura de su hija, imaginaba a su ex flirteando con aquel desconocido, y una risa incontrolable y catártica lo dominaba. Rio a carcajadas, liberando la tensión acumulada durante meses, hasta que, exhausto pero satisfecho, regresó al interior de su nuevo hogar.
…..
Aquella noche durmió como no recordaba. Ocho horas de un tirón. Al despertar, había recuperado una seguridad en sí mismo de la que apenas era consciente haber sido poseedor. Estaba descansado y de buen humor. Notaba los músculos relajados y las extremidades ligeras. «Pues igual me voy a correr antes de trabajar», fue el loco pensamiento que surgió de su mente mientras se incorporaba.
Bajó de la cama de un salto, y en dos zancadas se plantó junto a la ventana. Descorrió la cortina y levantó la persiana con movimientos enérgicos.
El sol brillaba espléndido en un cielo tan azul que alimentaba los sentidos.
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