Bajo el azur infinito


¿Irán los peces al cielo? ¿Habrá un sitio allí para el loto azul? Mi mente es un cielo nublado, jamás habitó la posibilidad de no hallar espacio para un azur infinito sin nubes de algodón y sal.

Jamás se me ocurrió pensar que el agua del río se llevara consigo todo lo digno que viste mi piel. No me sumergiré en él. No. ¿Qué pasaría si mi piel mudara? Quedaría desnuda en lo ruin, desprovista de escamas, ¿descubriría que soy pez? ¿Qué pasaría si me quedara sobre la superficie? Quedaría cargando las grandes verdades del universo, ¿descubría que soy loto azul?

El amanecer surge del mar. Los peces irán al cielo y habrá sitio para el loto azul, pero aquí, bajo el azur infinito, la vida para la mujer sigue siendo difícil.

Parábola del sembrador


El dinero es una flor.
Cuando sus semillas echan raíces y se agarran a la tierra en la que habitan, siempre permanecen las más fuertes. Las más débiles perderán cuando germinen en la misma zona.
El dinero es una flor.
Hay que ser observador para ver su comportamiento social. No hay una red jerárquica marcada. Se puede saber, incluso, que una planta podría dificultar el crecimiento de otra, mientras favorece el crecimiento de una tercera. Así son las cosas. Las raíces de contactos varían el orden del mundo.
El dinero es una flor.
Hay personas que poseen en sus manos ramas de billetes perennes, parecen no caer, se mantienen frescos durante todo el año. En cambio, quienes tengan, entre sí, ramas de billetes caducos, deberán cuidarse. Encontrar el equilibrio les será difícil mientras caen billetes, de entre sus manos, con la suave brisa.
Mi fascinación por la naturaleza me ha enseñado tanto que aquí estoy, plantando billetes de cincuenta euros en el nuevo macetero de mi balcón. Lo colocaré en una esquina que le dé bien el sol. Lo regaré cada dos o tres días.
Cuando abra su flor, oleré mi fortuna.

Días que son mar


¿Se puede odiar un día que aún no pasó? No hace falta mirarme al espejo para ver mi rostro mientras me hago esta pregunta. Me reflejo en ella.

Estoy sentada, bastante cansada. Mi cuerpo se encoge y tirita de frío. Mi mano pide coger papel y pluma y hace el esfuerzo de poner orden a las ideas de mi cabeza, dicen que funciona. Dicen que verter, en papel, los pensamientos, sirve. Aunque cada vez que yo utilice este método, sea para dejar fluir a las palabras que están en mis pensamientos, para que sean agua, para que fluyan como un río. Río que desde su nacimiento no sabe a dónde se dirigirá, pero todos sabemos que termina en el mar.

Odio el día de mañana, me repito otra vez, frente al espejo.

Mírame, no sé cuántas veces habré tenido esa frase rodando por mi mente. En realidad, por llevarme la contraria a mí misma, sí lo sé. Dos días al año, dos días en los que la vida decidió marcarme como una página del calendario, como una página que cuelga, a la vista de todos, y está presente continuamente.

No odio al día de mañana por lo que será, sino por lo que es.

Parecerá extraño decir esto en presente cuando es futuro. Hay días pasados y futuros que siempre serán presente, pese a que no lo sean adrede, es su esencia. La raíz del día, que habiendo ocurrido o pendiente de ocurrir, es otra cosa. Ser en presente. Ser, siempre, pese al tiempo que pase.

Por eso, es hora de despertar y de que acabe esta película: Los días que son mar.

Larga vuelta a casa


Daniela salió del Aleatorio Bar apenas terminó el recital de María Sotomayor. Era jueves por la noche, entrada la madrugada, las calles parecían desiertas. Entre semana, ir a deshoras significaba alejarse del horario de trabajo. Estaba a una media hora de casa caminando, así que decidió ir paseando hasta Arapiles, su barrio, en Chamberí.

Había ido sola, como otras tantas veces, lo había comentado con amigas. No quería perderse la presentación de «Nieve antigua», en uno de sus bares preferidos. Se había enfadado y había dicho que ya no era una niña cuando sus amigas le pidieron ir informando, por WhatsApp, de la noche y de su vuelta a casa. Aunque tuvo que ceder al recordar cómo ya tenían por costumbre avisar al llegar a casa.

A diecinueve grados, no hacía demasiado frío para darse una pequeña caminata nocturna hasta casa.

Giró a la derecha por la calle Carranza, e inmediatamente, echó la cabeza hacia atrás, al escuchar unos pasos. Pensó que ahora hubiese sido útil no haber dejado las clases de karate de su infancia. Siguió caminando, frenando sus ganas de echar a correr.

Cuando llegó a la calle de Fuencarral el tránsito de vehículos era intermitente. Por aquí había más transeúntes, era una calle por la que la gente paseaba, corría y se entretenía, a cualquier hora, deambulando.

Sujetó su bolso con más fuerza. Aquella sombra, y aquellos pasos, seguían tras ella. A la altura de los Cines Verdi ya había pensado en la longitud del camino. Lo había recorrido en muchas ocasiones, pero esta vez, parecía mucho más largo.

Al escuchar unas risas a unos cuantos pasos, cogió el móvil e hizo como si hablara con alguien. El paso acelerado, como su corazón, a cada minuto aumentaba el volumen de su propia respiración, ahora más fuerte. Incluso pensó que sería difícil escuchar todo su alrededor, si su propia respiración estaba tan acelerada. Ver a un borracho tirado en un portal, mientras mascullaba palabras sueltas aletargadas por su embriaguez y sueño, no la ayudó.

Llegó al 137 de la calle Bravo Murillo y al sacar las llaves del bolso los pasos y la sombra que la habían seguido se detuvieron.  Metió la llave en la cerradura del portal y miró atrás. Un pequeño cachorro tiritaba de miedo, y frío, ante sus ojos. Daniela se agachó y acarició al labrador que la miraba con negros ojos brillantes.

—¿Tienes miedo? ¿Ha sido muy larga tu vuelta a casa? ¿Estás solo? —preguntaba mientras seguía acariciándolo. Buscó el collar que no encontró. Juntos entraron al portal. Cerró la puerta. Ya estaban seguros.

Bruna


Bruna comienza el día contándose no sé cuántas mentiras. Algunas se las cree y a otras les hace oídos sordos.

—Hace buen tiempo. Está soleado y corre un poco de brisa. Seguro que viene directamente del mar —se dice—, porque es fresca y humedece mis mejillas —relata tocando sus dos carrillos rosados.

Tiene la belleza precisa, la que invita a mirar un poco más y saborear durante otro par de minutos.

—Mi mente está casi en blanco, no puedo dejar un único pensamiento en mi masa blanca, sin que resbale por ella.

Tira a canasta las dificultades y se ríe cuando se quedan rodeando el aro, infinitas veces. Y se felicita por ello.

Hasta cuatro veces se levanta del sillón.

—Si en algún momento me llega la relajación, me incorporo agresivamente. Si lo hago soplando, expiro suspiros hasta llenarme de polvo. Serán los residuos del aire quienes completen la nada ruidosa acumulada sobre los muebles, con intención de protegerlos y darme abrigo —asegura con la firmeza que acostumbra.

Se toca la nariz, los ojos y la boca, haciendo un recuento de las partes de su cara, aprendiéndolas.

—Como alguna vez hice de bebé. Aunque, ahora, intente estrujar pesos y daños hasta escurrirlos goteando por mi barbilla —narra orgullosa.

Recorre las calles flotando. Un fantasma más que no toca el suelo. Estira cualquier línea horizontal y la hace tierra firme por la que caminar. Captura pizcas de cielo y las añade como granos a la senda que la invita. Elige cuántos cuerpos debe unir para derribar cualquier muralla, en lugar de levantarla.

Bruna termina el día como comienza, pero el sueño acude a ella tres minutos después de tumbarse bocarriba.

Al borde


El día había estado inestable durante horas. Desde aquella punta de La Catedral, en Paracas, la mujer andina sentada con su sombrero mirando al horizonte de espaldas. El grajeo de una bandada de gaviotas me distrajo de las ensoñaciones más dulces para con aquella indígena peruana. Imaginé cosas que mi abuela me contó, de esas que su abuela le había contado. Pero noté romperse algo dentro de mí, cuando no entendía nada de lo que me contaban. No me identificaba con nada de aquello. Hasta aquel instante, de espaldas a aquellas piedras. Vi el paralelismo, y me reí. Solté una carcajada al encontrar los parecidos entre mi situación ante aquella figura y mi situación ante el mundo.

El guía que nos llevó hasta allí el día anterior nos aseguró que estaba prohibido traspasar ciertos límites. Estábamos sobre una zona donde los desprendimientos de tierra se producían de forma constante; era peligroso y por eso estaba cercado, limitado y vigilado. Nos especificó que estábamos caminando sobre sedimentos marinos de millones de años. Lo recuerdo porque me sentí así, como uno de ellos. Me habían arrastrado diversas corrientes, a lo largo de la vida, de un lado para otro, y me habían depositado donde todo fluía.

Eché un vistazo al grupo que me acompañaba en la visita con el guía. Una chica, con gafas de sol y pelo negro recogido en un moño, tenía frío. Parecía cansada y aburrida; estaba sentada en una de las piedras más llanas de la explanada donde estábamos. Se limitaba a mirar de un lado a otro y a sonreír de vez en cuando. Con las manos entre las piernas, se encogía cuando alguno de los compañeros hacía una nueva pregunta al guía. Un chico con camiseta azul y cámara fotográfica en mano se acercó a la valla de madera e hizo un par de fotos dirigiendo el objetivo a donde el guía explicaba que se situaban las Placas de Nazca. El guía, indumentado con una gorra y chalequillo a juego, movía las manos, en ese momento, haciendo balanza. Como si las placas tectónicas estuviesen en su poder.

—Los temblores y sismos son muy comunes en la zona —dijo rotundamente. Y, finalmente, cruzó las manos y dejó de distraerme con su manoteo. Nos avisó que si hacíamos fotos desde allí las vistas serían muy bonitas. Algo que era mucho más que evidente.

Otra carcajada al recordarlo. Me espabilé, y tambaleé un poco, cuando un par de gotas me golpearon en la cara. El oleaje rompía, agresivamente, contra las piedras. Había atravesado todo aquello para llegar al borde de aquella punta. Quería tocar el final de aquella Catedral. Había estado de cuclillas todo este tiempo, mientras recordaba y me reía. Me puse de pie, de puntillas, y saqué el móvil del bolsillo. Tecleé el número de mi abuela y apareció el nombre de Nana en la pantalla. Era el momento, y estaba preparada para hacerlo: pulsé el botón de la llamada.

—Nana, hola. Bien. No. Nada. Te llamo para decirte que te quiero. No. ¿La verdad? —contesté, tragándome las palabras, las lágrimas y la risa nerviosa—. Podría mentirte y decir que estoy al borde de un acantilado, a punto de saltar, pero no haré eso, Nana. No. Sabes que eres lo más importante del mundo para mí. No lo olvides. Nana, hace tiempo que dejé de divertirme aquí. Ya hemos hablado muchas veces, pero este camino sigue siendo un túnel negro, Nana. No. No hay ninguna luz al final. No la veo. Bueno, te miento. Ahora sí la veo, Nana. Te quiero.

El que habita en las sombras


Él esta ahí, lo se, observándome, estudiándome, en las sombras.

Todo comenzó un día en que fui a visitar a mi vieja tía. Ella vive en el campo, vivía, mejor dicho. Todavía no me acostumbro a la idea de que este muerta. Era el único pariente vivo que me quedaba. Mi familia se extinguió hace tiempo, yo era el mas joven, ahora soy el único. Ella tenia 93 años, se llamaba Francisca, descendiente de españoles, vino a vivir a Argentina cuando era una niña de 7 años. Su familia eran judíos ortodoxos, respetaban todas las fiestas, el shabbat, no comían cerdo, ni mezclaban carne con leche. La religión en la familia murió hace tiempo ya, con mis padres, dando paso a un completo ateísmo. Mis padres no creían en nada, tan solo en la ciencia y los hechos factibles. Yo nací un 25 de septiembre, a las 14:50 horas. Fui educado en las más caras escuelas privadas. Fui a la universidad. Me gradué como ingeniero. Ahora, hasta el momento del incidente, estaba haciendo una carrera. De chico era muy imaginativo, siempre creando amigos invisibles. Nací enfermo. Mis padres me sobreprotegían. Ellos murieron un 12 de agosto a causa de un accidente de autos. Un conductor borracho los mató. Por suerte, o por desgracia, el también murió. Heredé una fortuna enorme que me ayudó a solventarme durante años. Luego de la muerte de mis padres sólo quedábamos mi tía Francisca y yo. Siempre fui tímido con las mujeres. Tuve mis novias, pero hace tiempo que me di por vencido. Recorro el mundo solo. Así, mi corazón no vuelve a sangrar.

Ese día, en la casa de mi tía, di con unos documentos de mis bisabuelos. Eran unos manuscritos llenos de formas geométricas, ángulos, e inscripciones al pie de pagina. Ése fue el primer escalón en el descenso de mi mente hacia lo oscuro. Esos manuscritos me fascinaron. Las lineas eran perfectas, los círculos también, los ángulos. Los dejé donde los encontré, en un baúl de la casa, pero no podía sacármelos de la cabeza. No sé porque produjeron tal impacto en mí, al fin y al cabo eran viejos e inentendibles.

Al caer la noche volví a mi casa. La autopista estaba desierta y no me llevó más de media hora llegar a mi hogar. Prendí la televisión y abrí una cerveza. De pronto sentí que me observaban, me di vuelta pero no había nadie, nada, estaba solo en las sombras de mi casa. No le habría dado mas importancia a no ser por un ruido que me pareció oír, como un murmullo. Prendí las luces pero estaba solo. Me fui a dormir con la mente intranquila. Esa noche tuve los sueños mas raros, pero al despertar se disiparon de mi mente. Algo me decía que tenia que traer los viejos manuscritos a casa y tratar de darles una explicación.

Volví a la casa de mi tía en busca de los papeles. Seguir leyendo «El que habita en las sombras»