por Reynaldo R. Alegría
Cuando se sueña con un amante es como si un mensajero bajara del cielo para decirte ese es el escogido. Este hombre, este hombre que confieso me está empezando a enloquecer, me dejó saber que había soñado conmigo. Es difícil no salivar como perro y rápido espetarle un: ¡Cuéntame!
—Soñé que habías llegado con otro perfume… tan embriagador… tan erotizante… ya quiero sentir ese nuevo aroma tuyo…
—Descríbeme ese olor…
—Me dijiste que era un olor para mí… que habías buscado hasta encontrarlo… pues no querías que más nadie te hubiese descubierto antes esa sensación…
Me tomó dos minutos responder. ¿Cómo carajos se le responde a un amante que te quiere conquistar por ojo, boca y nariz?
—Wao!!!
—Era suave… no intenso… no eran especias… ni maderas… no era dulce… era arropador… cautivador… daban ganas de besarte… de hacerte el amor…
Mi maestro de Historia Antigua y Medieval, un heleno por convicción, solía decir que el perfume lo habían inventado los griegos, aunque los libros equivocadamente señalaban a los sumerios. El cuento, más o menos, decía que frente a una hoguera a algunos mozalbetes geniales (para Henry –mi maestro– los griegos siempre eran geniales), se les había ocurrido poner algunas ramas del árbol de terebinto a quemar y que al percibir el impresionante olor que ascendía con el humo al aire, estaban convencidos que se trataba de un ofrenda ideal para los dioses que andaban por los cielos. Por ello, decía el maestro, al usar perfume siempre debíamos llevar a cabo un rito, poniéndolo solamente sobre el cuerpo limpio, idealmente detrás de la oreja y una vez untado, con los mismos dedos frotar la parte interior de la muñeca y los codos hasta sentir el área tibia.
Cada vez que el maestro –a quien una vez vi fumigar sus libros de historia con el humo del olíbano– nos repetía esta historia exculpaba al gran Sócrates, de quien se decía aborrecía el perfume, pues hacía que todos los hombres olieran igual, los libres y los esclavos.
—¡Pobre hombre! ¡Privarse de un gran placer en el mismo nombre de la libertad!
Admito que un buen perfume de hombre amantequilla mis rodillas. Pero esta vez la compelida era yo. Me tocaba derretir aquel hombre con mis efluvios. Me imaginé caminando como loca por las perfumerías, procurando percibir los olores, adivinar su origen, buscando algo que fuera blando, manso, que adormeciera sin ser vehemente, que le privara de su libertad de pensar en nada que no fuera yo, irresistible. Recordé a mi maestro, quien tenía un alambique en la casa en el que destilaba rones y perfumes. Me vi machacando flores, raíces, cortezas, fragmentándolas en pequeños trozos, como decía mi maestro; macerando pétalos.
Montada en el potro de la emoción, sin más remedio –y más ganas– de ser suya, no pensé mucho más mi respuesta.
—Lo buscaré… seré tu ofrenda.
Foto: Jeune femme à sa toilette, Giovanni Bellini [Public domain], via Wikimedia Commons.
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