—¡Lucía, ven! Tu padre está muriendo —dijo la madre alterada del otro lado de la línea telefónica.
La mujer iba manejando y decidió regresar a la ciudad para acompañar en sus últimos momentos al hombre que toda la vida había sido su amigo, su guía, su salvador. Mientras conducía se agolparon mil recuerdos, tratando de salirse todos a la vez. Se veía a sí misma cuando apenas tenía dos años, acurrucada en el pecho de su padre. Recordaba cuando la sostenía en brazos para llevarla a la cama y la arropaba. Evocaba cuando la alimentaba, cuando la llevaba al colegio. Fue a él a quién le comunicó que le había llegado la menstruación y él fue quien le compró las primeras toallas sanitarias. Era él quien la buscaba a dónde fuera cuando tenía dolor de hijar y le ponía una bolsa de agua caliente para aliviarla. Él la recogió cuando regresó golpeada, cargando a un niño y se hizo cargo de los dos.
El padre había tenido una vida larga —y en contra de todas las apuestas—, la crió a ella y hasta a su hijo. Su padre omnipresente y sabio. Siempre en silencio, cuando abría la boca su consejo era como un mandato porque nunca se equivocaba.
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—¿Lucía, me escucha? —preguntó la enfermera del hogar de ancianos.
La anciana asintió con una sonrisa en los labios mientras hacía una señal para que la enfermera se acercara. Como casi no la escuchaba, pegó su oído a la boca de la vieja.
—Mi padre ha venido a buscarme —dijo y enseguida expiró.
Imagen: Pixabay
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