Tiempo…


Tiempo que a ti no te alcanza y que a mí, me sobra.
Tiempo esquizofrénico que se inunda en mi mente.
Tiempo, solo tiempo: cárcel inmunda de los sueños,
vida corta de la vida misma; muerte prolija de los seres vivos.
El ritmo ligero de la vida,
solo es la ocupación perpetua del tiempo.
Tiempo, solo tiempo…

Tiempo que contemplo de prisa y aún con nostálgica conmoción.
Tiempo que lentamente me reparo a disfrutarlo.
Tiempo que a ti te falta para mentirme,
me sobra para creer todo lo que dices.
Tiempo que a ti te falta para herirme,
y que a mí, me sobra para sanar mis heridas.

Tiempo que a ti te falta y que a mí, me sobra.
Tiempo que hoy vivo y mañana muero.
Haz una brecha en el tiempo y tómatela para ti,
así desaparecerás de mi vida…
¡Buena suerte y adiós!

El ritmo ligero de la vida,
solo es la ocupación perpetua del tiempo.
Tiempo, solo tiempo…

Bajo el azur infinito


¿Irán los peces al cielo? ¿Habrá un sitio allí para el loto azul? Mi mente es un cielo nublado, jamás habitó la posibilidad de no hallar espacio para un azur infinito sin nubes de algodón y sal.

Jamás se me ocurrió pensar que el agua del río se llevara consigo todo lo digno que viste mi piel. No me sumergiré en él. No. ¿Qué pasaría si mi piel mudara? Quedaría desnuda en lo ruin, desprovista de escamas, ¿descubriría que soy pez? ¿Qué pasaría si me quedara sobre la superficie? Quedaría cargando las grandes verdades del universo, ¿descubría que soy loto azul?

El amanecer surge del mar. Los peces irán al cielo y habrá sitio para el loto azul, pero aquí, bajo el azur infinito, la vida para la mujer sigue siendo difícil.

Sueños oxidados


Marina López Fernández
http://enelhuecodelaescalera.wordpress.com

El tiempo del aire


Tic, tac, tic, tac, tic, tac…

Elena, sentada junto a la mesa del gran comedor, observa el reloj colgado sobre la butaca donde, hace muchos años ya, demasiados, había pasado horas meciéndose. Aquel era su rincón favorito de la casa de los abuelos.

Le parece imposible que ya no estén, que aquellas paredes ennegrecidas por las horas en las que el abuelo fumaba en su pipa de coronilla (regalo de su hija, la argentina, la tía Bere), ahora regenten un espacio tan lleno de recuerdos y tan vacío a la vez. Vacío. Últimamente esa palabra se ha convertido en el perro fiel que la acompaña a donde quiera que vaya, de donde sea que vuelva.

Horas antes Elena y su marido, Guillermo, habían discutido, igual que hacía dos días atrás, como la semana pasada, y la otra…

En esta ocasión, él insistía en que la casa debía ponerse a la venta. Aquel legado era una reliquia inútil si no se invertía en algo que diera dinero, y que considerara, incluso, los terrenos de alrededor, pues poseían un gran valor.

—Ese patrimonio es dinero, Elena, ¡pero debe moverse! Una herencia no vale nada si no sacas un beneficio, es lo que tus abuelos hubieran querido para ti y…

No lo dejó continuar.

—¡Cállate! A mis abuelos ni los nombres. Ni siquiera los conociste. ¿Qué sabrás tú de lo que querían para mí o ni siquiera de lo que yo necesito? Voy a ver la casa porque lleva demasiado tiempo cerrada. No he podido pisarla en muchos años. Te hablo de dolor, de algo que tú no entiendes… Que ni te interesa.

—Elena, yo…

—¿Me vas a acompañar entonces? Como te expliqué, voy a recoger unos papeles que le urgen a mi tía. Así que es todo lo que quiero saber: sí o no.

—Iremos temprano. Recuerda que a las 8 es la cena con el director corporativo y su esposa. No puedo…

—Me lo has dicho diez veces. No te preocupes, llegaremos a la hora, como siempre. Queda de paso.

En la casa, el silencio queda interrumpido por el martilleo incesante del tictac. Elena desea dormirlo, le duele demasiado ese tiempo que se detuvo el día del accidente,  aquella vida que ya no regresará, el mundo que habitaba entre el jardín, el colorido festín de la cocina, los cuentos del abuelo en la mecedora y los abrazos de Nana, su amada abuela.

Así se siente ahora, suspendida entre el ayer y un presente asfixiante, donde el aire está viciado, no hay ventanas ni paisaje. Incluso aquella casa, cerrada desde hacía varios años, parecía tener más vida que la suya.

Remueve con desgana la cuchara en el café que compró minutos antes. Observa la mesa y un pequeño manantial se desliza por sus mejillas. Recuerda las navidades alrededor de de ella: el ajetreo entre el comedor y la cocina; los manteles extendiéndose en el aire; las risas; los pasos apresurados de la servidumbre en el primer piso; el claxon de un coche; los gritos de alegría; las flores que cortaba la abuela en el jardín, con aquellas tijeras gigantes; el árbol presidiendo la entrada principal rodeado de niños (los primos de Argentina) que andaban curioseando entre los paquetes. Y Elena… Ella siempre de la mano de su abuelo, que ese día siempre se vestía de gala y se contemplaba largos minutos frente al antiguo y gran espejo de su habitación. Luchaba por acomodarse bien el nudo de la corbata, pero eso sí, siempre mostraba su mejor sonrisa.

¿Cómo me veo, cariño? ¿Crees que luzco bien?

Abuelo, pareces un rey decía Elena orgullosa.

El abuelo le acariciaba el mentón:

Y tú, tú eres mi princesa.

Abuelo, cuéntame del día que conociste a Nana.

Ah, sí… Cómo te gusta esa historia, ¿verdad? ¡Vestía tan elegante o más que hoy! –decía emocionado mientras se sentaba sobre la cama y llevaba a Elena a su falda.

No era la historia en sí, es que al abuelo se le iluminaba la cara cuando recordaba uno de los días más felices de su vida.

Porque el día más feliz fue cuando naciste tú, corazón.

¿Y cuál fue el día más feliz de Elena? Tuvo muchos durante su infancia y juventud, a pesar de que su madre murió al nacer y su padre desapareció de la faz de la tierra ese mismo día… Quién sabe, quizá todavía busca dónde comprar cigarrillos.

Pero ahora, a sus treinta y tantos le era imposible recordar uno solo. ¿El paso del tiempo los había enterrado o simplemente no existieron?

Elena sorbe el último trago de café. Se levanta, y muy despacio se dirige a la biblioteca. Teme abrir la puerta del lugar “más mágico y divertido del mundo”, pensaba siendo una niña. En esa estancia, donde el abuelo le había contado grandes e increíbles historias, ella había logrado imaginar muchos mundos. Cada libro era una nueva posibilidad, un sueño, algo que alcanzar, alguien que podía llegar a ser… Sonríe, acaba de recordar que allí hasta había jugado al escondite. En una ocasión, además, persiguió a una ardilla que se había colado por la ventana. El animalito puso de cabeza a todos los habitantes de la casa, y se armó un auténtico circo, porque la ardilla no apareció hasta muchos días después y había construido un nido entre Ana Karenina y Guerra y paz.

Elena, con la mano apoyada en el pomo, suspira… Por fin abre la puerta. El escritorio de roble del abuelo permanece intacto, tal y como lo dejó el día en que él y Nana murieron en la carretera.

No sufrieron. La policía dijo que el impacto del coche que los embistió al saltarse un stop les provocó una muerte inmediata. Sin embargo, Elena sabe que no fue así, a la abuela la encontraron abrazada a él, con su blanca cabecita apoyada sobre su pecho. Seguramente en un intento desesperado por revivirlo. Elena tenía 16 años y, como es lógico, la familia quiso evitarle todavía más dolor, pero al final lo supo, tal como se acaban descubriendo los secretos peor guardados, como en las películas, apareció en la escena en el momento más inoportuno y escuchó la conversación más incómoda y dolorosa que una niña, que tuvo que aprender a ser mujer demasiado rápido, pudiera digerir.

—Elena, es tarde. Tenemos que irnos —dice Guillermo desde la puerta.

Ella pasa su dedo índice sobre el polvo del escritorio, absorta, con la mirada fija en las formas desordenadas que dibuja sobre la superficie.

—Elena, por favor… Amor, es tarde. Nos esperan.

—Desde luego que sí, ya es tarde —dice Elena levantando tristemente la mirada.

Guillermo frunce el ceño. Ansioso, enciende un cigarrillo y da tres rápidas bocanadas.

—No me gusta que fumes aquí —le espeta Elena mientras saca unos documentos del primer cajón.

Guillermo se acerca y extiende su mano.

—Ven, vámonos ya.

Se toman de la mano con apatía y salen de la casa. Elena cierra sin llave. Bajan lentamente la escalinata que da al jardín y, de repente, ella se para en seco. Dedica una última mirada a aquella casa que había sido su hogar durante 20 años, el lugar que la vio nacer, que le enseñó lo mejor y lo peor del amor. El lugar donde creció y aprendió a ser ella misma, a ser valiente. Entonces se suelta de la mano de su marido.

—Elena, por favor, llegaremos tarde a esa cena. Sabes lo importante que es para mí.

—Quiero el divorcio —dice sonriendo, sin dejar de observar la casa.

—¿Cómo? Por Dios, Elena. No hagas esto. No aquí, no ahora…

—He dicho que quiero el divorcio. —Lo mira fijamente, impasible—. No pienso ir a esa cena ni a ninguna otra contigo. Lo siento.

Guillermo se pone las manos a la cabeza, mira a su alrededor, como buscando un aliado, un cómplice… o una salvación. Pero esta vez decide no luchar, se rinde. Temía ese desenlace más tarde o más temprano, aunque quizá no hoy. Siempre consigue, según él, desviar el tema, fingir que todo va bien, convencerla de lo contrario.

Guillermo se muerde los labios, le da la espalda y con los ojos anegados se dirige al coche. Después se oye el portazo que precede a la furia, al grito, a la rabia. Y finalmente, el ruido de un motor que va desapareciendo con la misma lejanía del camino que ya se deja atrás.

Elena se sienta en las escaleras. Se quita los zapatos, se suelta el cabello, se quita el anillo de «cansada» y se sacude el vestido con la misma intensidad con la que acaba de sacudirse esa vida que no le pertenecía, que no era vida.

Se siente más ligera. Está cómoda, está en casa. Respira la suave brisa, el aire es limpio. El tiempo no espera…

Tic, tac, tic, tac, tic, tac…

Mar en silencio


«Little wave photo», por Mourad Saadi (CC0).

 

Me elevo sobre la marea

y llora la nube que vierte la nostalgia

envuelta en un tiempo

sin tregua y sin color.

Lluéveme.

 

Traspaso un horizonte infinito,

bañado de sueños,

o me arrastro hasta la orilla de esta playa

sedienta de sol, vestida de silencio.

El agua.

 

Brisa que murmuras la desdicha

y revuelves este mar que me empuja,

azaroso, escogiendo mi suerte.

¿La vida? ¿La deriva?

Soy la ola.

Paseo desde tu puerto a mi galaxia


Noche ancha, cabeza tibia. A un lado de la almohada se encuentra el puerto. Destruido ayer por las olas. Caminar, caminar hasta el lado opuesto, atravesando una galaxia gigantesca. Hormigas pateando de hombro a hombro mi cuerpo. Llego a la terminal A del puerto, soy barco atracando en el puerto.

El reloj no marca la hora de mi pulso. Abro los ojos y lo miro, de nuevo, equivocando el ritmo.

Un paisaje reconstruido a charcos y reflejos de árboles truncados. Papeles y plásticos escapan de las papeleras y saltan desplazándose en sucesivos brincos. Mis pestañas se balancean y juego a alcanzar la calle. Sí. Elevo los brazos para tocar la libertad. Sí. Soy papel y plástico. Sí. Consigo adelantar el reloj y ralentizar el ritmo, igualándonos. Sí. La cama omite las conversaciones del día y cuida de que la galaxia que me habita no se destruya. Sí. La fui tejiendo y fui también araña. Sola. Siempre sola. Lenta, muy lentamente*. Busqué un hueco, el oxígeno que no destruyese mis pulmones, la cuesta interminable, el puerto al que llegar y la galaxia que me habita. Sí. A la que doy vida y estrellas mientras respiro.

*«PUERTO ADELANTE», Alejandra Pizarnik.

Recuerdos y quimeras


Recuerdo cerrar los ojos y soñar. Me adentré en mi mundo y él me recibió con sueños de colores y globos inflados con sonrisas. La felicidad se encontraba especialmente feliz y, con la ayuda inestimable de árboles de colores bajo el consejo de sus hojas y brisa, preparó una fiesta.

Un viejo halcón con cara risueña y patas repletas de naturaleza acercó la invitación a mi cama. Sonreí, le di las gracias y abrí el arcón de la ropa. Para esta noche decidí ponerme algo sencillo pero que llamase la atención nada más verme y saludarme. Quise mantener mi cuerpo tal y como lo conocen mis padres, mas me puse otro nombre; un nombre más extranjero y desconocido. Un nombre que es quien siempre anhelé ser sin yo ni siquiera saberlo.  Hoy me iba a llamar Travis.

Travis era yo, pero yo no era Travis.

Travis había observado desde su no-existencia mi vida, recogiéndola una vez caducada y haciéndola suya; sustituyendo mis reacciones por las que mi alma, amedrantada, jamás tuvo el valor de materializar. Todo desde un candor impropio en esta vida.

Su vida, mi utopía.

A la hora de cambiarme, decidí esconderme en una de aquellas gotas que su ‘T’ ocultaba y cuyo olor te lleva a un déjà vu vetusto y dulce.

Oteé mi vida siendo suya. Observé como Travis modificaba mi vida para luego obtener un Oscar como mejor remake del año.

En esta película, yo era una persona con un nombre sin miedo, un nombre que transmitía tranquilidad y seguridad. Un nombre que observaba sin juzgar a cada persona, objeto y sentimiento. Un nombre que, envalentonado, jamás dio la espalda a nadie y siempre fue respaldado en sus pensamientos y acciones. Un nombre que, desinhibido, reía cuando quería reír y lloraba cuando su corazón le imploraba hacerlo.

Un nombre vivo que vivía siguiendo las migas que mi alma abandonaba en pos de ser escuchadas.

Me alegré al observar todo esto, pues pude ver y casi tocar una vida repleta de quimeras cumplidas y sentidas por mi corazón, que latía a una velocidad pausada y apacible. Siempre fue agradecido.

Finalmente, en ademán de sentirme autorrealizado, me lo puse y fui a la fiesta. Fue el mejor sueño de mi vida, deseaba que no terminase. Me gustaba ser Travis. Y él lo sabía. Por eso, cual padre enseñando a andar en bici a su hijo, soltó los pedales de mi estómago en plena fiesta, para así ser él mientras Jose, que no tenía la culpa de nada, permanecía en mí como el rocío de una madrugada, reverberando en mi interior; convirtiéndolo en una fauna armoniosa y hogareña.

Me desperté amándome más que nunca. Ahora conocía a Travis en persona y, aunque mi nombre seguía siendo Jose, sé que puedo contar con él para lo que sea.