
(La primera parte la puedes leer aquí, la segunda, aquí, y la tercera, aquí)
Durante un par de minutos fuman en silencio, mirando al río sin verlo, cada uno inmerso en su memoria. Entonces Sara suelta una última bocanada, apaga con parsimonia el cigarrillo contra la valla y deja la colilla encima. Luis, en cambio, tira la suya al vacío.
—Eso es. —Sara le lanza una mirada de reproche—. No sé qué extraño mecanismo mental os hace creer que las colillas no son basura.
«Mierda».
—Eh… Vaya… Tienes razón. La verdad es que lo hago sin pensar.
—Ya, y seguro que cuando vas por la montaña y te sientas a descansar o a comer no te importa estar rodeado de ellas.
«Esto no va bien».
—Bueno, perdona. Esa ya no la voy a poder recuperar, pero te prometo que no lo volveré a hacer.
Sara parece no prestarle atención. Vuelve a mirar hacia la montaña, iluminada por la gran luna, que avanza sin pausa en su recorrido a través del firmamento.
—¿Por qué es todo el mundo tan egoísta? ¿Por qué la gente sólo piensa en sí misma? ¿Es que no se dan cuenta de que lo que hacemos afecta a otras personas? —Luis escucha aguantando la respiración. De repente, Sara se gira otra vez y lo mira directamente a los ojos— ¿Tú no te lo preguntas? ¿Eres de esos?
«Esos deben de ser los malos. No, yo no soy de esos, claro que no, te lo juro».
Lo último que esperaba Luis era que lo sometieran a un tercer grado. Está tenso y carraspea, pero esta vez no se queda sin palabras.
—Esto no tiene que ver con la colilla, ¿verdad?
Sara suspira.
—No… Bueno, no y sí, todo tiene que ver con todo. —Vuelve a quedar en silencio y menea la cabeza. Nota una presión creciente en las sienes y, aunque no quiere llorar, no puede evitar que lágrimas silenciosas desborden las cuencas de sus ojos—. Perdona, esto no es culpa tuya. —Titubea un instante—. Estoy cansada, será mejor que me vaya a dormir.
La joven empieza a desandar el camino, hasta que una mano se le posa en el hombro. Se detiene. Nota las mejillas mojadas, pero la presión en las sienes ha disminuido.
—No te vayas. —Ella duda—. Sentémonos en la hierba y te hablaré de esos malos recuerdos. —Sara se gira lentamente y lo mira. La luz pálida pero sorprendentemente luminosa de la luna deja al descubierto unos ojos anegados, los ojos de una muchacha triste y solitaria. Luis busca con urgencia una salida ingeniosa que relaje el ambiente—. Te advierto que necesitaré fumar… pero te prometo que no tiraré la colilla.
Sara sonríe y acto seguido levanta la mano derecha. Luis deja escapar una carcajada. Allí, atrapada entre los dedos índice y pulgar, se encuentra la colilla que ella no lanzó. Los dos ríen con ganas.
—Entonces, ¿te pones así de tenso siempre que se te acerca una chica?
Luis señala una roca plana junto al camino, cerca de la valla, y se sientan. Pero antes de contestar enciende otro cigarro. Se lo ofrece a Sara, que lo rechaza con una sonrisa.
—Por hoy ya tengo suficiente nicotina —dice, mientras se seca los restos de lágrimas con un pañuelo de papel. Envuelve con él la colilla y lo guarda en el bolsillo del pantalón.
Luis mira a la luna y suelta, despacio, una columna de humo. Cierra los ojos.
—¿Cuánto tarda en superarse que te abandone el amor de tu vida?
Sara siente un escalofrío que le recorre la columna y se le eriza el vello de la nuca. No se esperaba semejante pregunta. Se fija en Luis, que sigue con el cuello doblado hacia atrás y los ojos cerrados. Puede sentir su dolor.
—¿Cómo sabes que era el amor de tu vida? Eres muy joven…
—Si no lo era, no puedo imaginar entonces cómo debe doler.
—Me temo que no te voy a ser muy útil, porque yo no he estado nunca enamorada.
Luis devuelve el cuello a su posición natural y la mira.
—Antes he creído entender que estabas aquí huyendo de…
—Oh, aquello no era amor. Entonces lo creí, pero no. Sólo estaba atontada. —Ahora es ella la que mira al cielo—. Pero dolió igual… —murmura.
—El rechazo siempre duele, sobre todo cuando llega por sorpresa, sin motivo. Es como si se congelara el tiempo, sólo para ti, justo en ese momento. Y te martiriza a todas horas. —Luis apaga la colilla en la roca, y la deja ahí. Le dedica una mirada cómplice a su acompañante, y ella sonríe—. Y entonces tu mecanismo de defensa te dice que debes odiarla, que tú no te mereces eso…
—Pero el corazón no entiende de razones, y te recuerda cómo te hacía sentir su mirada.
Luis asiente con la cabeza, en cuyo interior sigue habitando aquella mirada que detesta tanto como añora, una batalla de sentimientos que se mantiene en tablas. «¿Por cuánto tiempo?». También la mente de ella evoca una mirada que quiere olvidar, pero que su cuerpo se resiste a dejar marchar.
—Es la primera vez que hablo de esto con alguien. Está bien.
—Me alegro de que la charla te sea útil.
—La verdad es que tengo pocos amigos, y cuando Ella se marchó lo último que me apetecía era ir por ahí contando mis penas.
—¿Y ahora sí te apetece?
—Bueno, la otra opción era dejar que pensaras que soy “de esos”.
Ríen de nuevo.
—Sí, perdona… —Dirige una mirada distraída a su mano derecha, que juguetea con el liquen que habita en la roca—. Ando un poco peleada con el mundo.
—¿Tú tienes alguien con quien hablar?
Antes de responder, Sara sonríe de forma enigmática. Mira a Luis con expresión traviesa.
—Sí, tú ya la conoces. —El desconcierto reflejado en el rostro de él la hace reír—. La lavadora —revela por fin entre carcajadas. La risa descontrolada lo contagia y durante unos segundos no pueden parar de reír—. Pero —consigue vocalizar a duras penas— no te la aconsejo como confidente, es muy ruidosa y no deja de dar vueltas.
Sara cae víctima de un ataque de risa que acaba con su cuerpo revolcándose en la hierba. Luis la mira, divertido, y en ese momento en el que disfruta como una niña, él, sin embargo, tiene la certeza de que bajo las risas se oculta una mujer vulnerable, la que un rato antes se ha dejado ver.
—Qué luna tan impresionante. —Sara ya no ríe, pero sigue tumbada en la hierba—. Creo que nunca la había visto tan grande. Debe ser una de esas súper lunas de las que hablan de vez en cuando en las noticias. —Mira a Luis desde el suelo—. ¿Por qué no te tumbas?
—Es que la hierba está húmeda y…
—Va, déjate de mariconadas y túmbate a mi lado. Aún tenemos mucho de qué hablar.
Luis obedece. Ahora los dos disfrutan de la luna sin riesgo para el cuello. Sus cuerpos casi se tocan.
—En un rato se esconderá tras esas montañas —anuncia él.
—Y entonces el cielo volverá a encender todas sus bombillas —completa ella—. ¿Sabes qué es lo que más me gusta hacer desde que estoy aquí?
—Con aquí supongo que te refieres a desde que trabajas en el cámping…
Sara gira la cabeza noventa grados hacia la izquierda y se encuentra con la cara de Luis, apenas a un palmo de distancia.
—¿A ti qué te parece? —le susurra, provocándole un escalofrío. Vuelve a dirigir su mirada al firmamento—. Ver las estrellas, eso es lo que más me gusta. Cada noche, antes de acostarme, dedico un buen rato a contar estrellas fugaces. Y les pido deseos.
—¿Y funciona? Lo de los deseos, digo.
—Ya sé que es una tontería, pero por probar no pierdo nada. Total, no tengo nada que perder…
—¿Quién era él? —Allí tumbados, con el cielo nocturno como espectador cómplice, Luis siente que puede hablar con libertad.
Sara no responde enseguida. Él espera contando las estrellas capaces de desafiar la luz de la súper luna.
—Un gilipollas… No puedo creer que fuera tan tonta de caer en las redes de un tipo como aquel. —«Pero sus ojos te siguen derritiendo…»—. Para él sólo fui otro ligue de verano.
—Pues sí, un gilipollas.
Sara se gira hacia él, apoyándose con el codo en el suelo y la mano en la mejilla. Luis continúa con la vista fija en el cielo. Nota su respiración acariciándole el rostro. Es agradable tenerla tan cerca.
Sara va a decir algo, pero él se le adelanta.
—Yo quiero odiarla, pero no puedo. Estaba tan pillado que mi mundo giraba en torno a Ella. Cuando se fue me quedé tan vacío que todo dejó de tener sentido.
—Vaya. Lo siento… —Sara titubea un instante, pero acaba haciendo la pregunta—. ¿Por qué te dejó?
Luis cierra los ojos. Es lo que él lleva preguntándose tanto tiempo, y que tanto le sigue doliendo.
—No lo sé. Simplemente se marchó. —Recuerda aquella última mirada que lo asalta a todas horas. En ella no había reproche, dolor ni enfado. Sólo tristeza—. Creo que… que la decepcioné.
Sara se vuelve a tumbar. No sabe qué decir. La luna ya casi ha alcanzado la meta de esa noche y empiezan a aparecer estrellas. De repente, nota un pellizco en el estómago.
—¡Mira! ¡Una estrella fugaz! ¿La has visto?
—No. Estaba con los ojos cerrados.
—Bueno, seguro que veremos más.
—¿Qué deseo has pedido?
Sara gira la cabeza. Él también. Sus narices casi se tocan. Ella sonríe. Una sonrisa dulce que desaloja la nostalgia de la mente de Luis.
—¿De verdad quieres saberlo? —susurra— Ya sabes que si se cuentan, los deseos no se cumplen.
Luis recibe esas palabras como suaves y cálidas caricias.
—Me arriesgaré.
Continuará…
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