
Es una calle pequeña entre dos avenidas. No tendrá más de 60 pasos —cortos— de largo aunque es ancha; lo suficiente para tener en el centro un jardín con dos filas de prunos a los lados. Han florecido. Es una calle pequeña teñida de rosa entre dos avenidas. Al final de ella, hay un hombre de unos «cuarenta y» cortando una ramita repleta de flores; lo hace con las manos y con delicadeza. Cuando lo consigue, se la da a su hija que debe de ser quien se lo ha pedido porque no alcanza; nada más dársela, sonríe y se la acerca a la nariz para olerla. Toda la calle huele así. Después, se van andando despacio por la calle rosa agarrados; el, a su hija y ella, a su ramita. Mientras, un mirlo oculto sobre un pruno canta. El mirlo y el pruno. El mirlo y el pruno. Canta. SUCEDE, como diría Pablo Neruda en el primer verso de un poema. Todo esto sucede en la esquina de una calle pequeña mientras tomo un té de jazmín al sol en la terraza de un bar. Es un momento sencillo y hermoso —pienso—, mientras remuevo el azúcar haciendo sonar el vaso como una campanilla. Pero no quiero pensar más; porque si pienso más la melancolía me arrebata el corazón, porque sé que pronto caerá el sol entre los edificios y el frío vendrá con las sombras; que las flores se marchitarán dando paso a las hojas; que el mirlo se callará para ir a picotear la tierra en busca de alguna lombriz; y el hombre de «cuarenta y» ya no tocará más —delicadamente— una rama porque su hija, su niña, se ha hecho mayor tan pronto. Por eso no quiero pensar más; solo quiero sentir el calor del sol en la piel mientras se mezclan los olores de la calle pequeña y el jazmín —mientras— pasa la gente, —mientras— el té se enfría. Ahora.
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