Panquecitos


Había un sofá, un televisor, un edificio, escaleras y muchos panquecitos. Cada que llegaba a casa, ella me preguntaba:

—¿Qué traes? —A lo que siempre le respondía:

—Te traigo panquecitos.

Jamás en la vida había visto a alguien tan feliz y tan atractiva con panquecitos en la boca. Comerlos era para ella todo un ritual.

Con panquecitos, ella hacía de todo: los miraba, los estudiaba, les daba vueltas, comprobaba mediante pequeños apretones la esponjosidad del pan, creaba un eclipse televisivo colocándolos entre ella y la televisión, jugaba a René Magritte y se convertía en la hija del hombre (pero con panquecitos), los hacía llover en la sala y convertía el sofá en su Golconda, se convertía en Eva a la primera mordida, y no dejaba de ser Eva hasta que no quedara rastro alguno de sus pequeños postres.

En las tardes en que el pan gobernaba la sala, todo era amor y alegría. No había pleitos ni malos entendidos y las noches terminaban en un espectáculo digno de un circo romano o de telenovela de horario estelar.

Con panquecitos, Eva era la ganadora total de todos los juegos del «Jeopardy», cantaba muy bien las rancheras, aplastaba el botón seleccionador con todos los participantes del «American Idol», reía con los programas infantiles más sosos, resolvía los más grandes problemas del mundo y, como logro máximo, me amaba locamente.

Con panquecitos, abandonaba el sofá y se sentaba sobre mí.

En ese tiempo, para ser feliz, solo me bastaba Eva con panquecitos.

El apagón


Foto: Benjamín Recacha
Foto: Benjamín Recacha

El día que la televisión dejó de emitir, millones de personas no se movieron del sofá ni apagaron el aparato. Esperaban a que volviera la señal. Quedarse sin aquel miembro de la familia —para muchos, el único—, cuya insistente existencia de hecho hacía más llevadera la vida familiar, resultaba del todo inconcebible.

Desde bien temprano las centralitas telefónicas de las principales cadenas quedaron colapsadas, las redes sociales se inundaron de mensajes cargados de indignación o desesperados, pero la mayoría de televidentes se limitó a esperar, presas de la incredulidad y de un nerviosismo creciente.

Nadie sabía qué estaba pasando. Los responsables políticos hacían preguntas, pero los técnicos no tenían respuestas más allá de vagas conjeturas.

Al final de la jornada cientos de personas se concentraron en las plazas de algunas ciudades para protestar. Hubo quien, espoleado por la indignación, llegó a montar alguna tienda de campaña.

De todas formas, al anochecer el sentimiento mayoritario entre una población en estado de shock era de resignación.

Aquella noche también llamó la atención, aunque a un nivel infinitamente más modesto, el leve aumento registrado en la asistencia a teatros, cines y museos. Los directores de salas y equipamientos culturales, ajenos a la tragedia nacional, regresaron a casa algo más animados que de costumbre. «Lo de hoy habrá sido casualidad», se decían mientras esperaban en la estación de metro o de autobús.

Si hubieran existido sensores fiables de la actividad social inherente al ser humano, aquella noche habrían captado un significativo incremento de las reuniones familiares y de amigos, y de las relaciones sexuales. Aunque para esta última actividad sí que habría indicadores cuantificables, alrededor de nueve meses después.

Por último, aquella noche la hora media a la que la gente se fue a la cama se adelantó considerablemente respecto a la habitual. Cabe decir que no todos lo hicieron con intención de dormir. Ya hemos mencionado la actividad sexual, pero quizás lo más sorprendente fue la recuperación de viejos artilugios, llamados libros, que llevaban siglos acumulando polvo sobre incontables mesitas de noche.

A la mañana siguiente todo seguía igual. La gente encendía el televisor con un nudo en el estómago, deseando que el sabor amargo que les había dejado el disgusto de la jornada anterior desapareciera para siempre…, pero no. La pantalla seguía en negro. Dedos temblorosos accionaban el mando a distancia con gesto frenético, recorriendo la interminable parrilla de canales. Nada.

Millones de cabezas renegaban, millones de bocas insultaban, millones de ojos lloraban con desespero.

Otro día sin tele. No era posible. No era admisible. Era una locura.

Muchos recordaron que existía otro medio de comunicación de masas, que años atrás había sido muy popular: la radio. Se lanzaron a ella en busca de información y continuaron desahogando su frustración en las redes sociales.

Fue una jornada difícil. Gran cantidad de los culos que habían permanecido pegados a cómodos sofás se incorporaron, y se movieron, con más dificultad unos que otros, desde múltiples puntos de partida, para acabar convergiendo en muchas más plazas que el día anterior. La calle era un clamor de miles de personas que por fin habían encontrado un motivo para movilizarse.

«De aquí no me muevo hasta que no me digan cuándo podré ver la final de Gran Hermano 50». «¿Será posible? ¿Y ahora quién me cuenta la exclusiva que iban a anunciar en Sálvame?». «No nos pueden dejar sin saber con cuántas se acostó Brainless… ¡Gobierno, dimisión!».

El gobierno desplegó a los antidisturbios para garantizar el orden, pero al final del día, con tanta tensión acumulada y las plazas abarrotadas de indignación, las cargas policiales fueron inevitables. Hubo contenedores en llamas, escaparates reventados, coches volcados y los más radicales incluso construyeron barricadas con el mobiliario urbano.

Señoras cuya pensión había sido recortada de forma reiterada, trabajadores en precario contratados por días, y jóvenes sin estudios, sin salida laboral a la vista ni posibilidad de emancipación acabaron en el hospital como consecuencia de las heridas causadas por los antidisturbios, pero con la conciencia tranquila por haber estado luchando por sus derechos como consumidores de ocio televisivo.

Y mientras medio país salía a la calle o trataba de salir del estado de shock, la otra mitad empezaba a asumir la realidad y se adaptaba a ella, con dificultad al principio.

Aquella segunda noche hubo más reuniones de amigos y familiares, más relaciones sexuales, más páginas leídas y los mismos directores de teatros, cines y museos que regresaban a casa preguntándose si dos días consecutivos de aumento de visitantes y espectadores constituían una tendencia a tener en cuenta.

Pasaron los días sin novedades en las pantallas. Muchos mantenían la cada vez más improbable esperanza de que la pesadilla terminara. Encendían el televisor al levantarse y no lo apagaban hasta la noche. Pero lo cierto es que cada vez eran menos. Como menos eran también los que no se resignaban a la falta de explicaciones convincentes y mantenían la presión en la calle.

Un mes después se podía afirmar con total seguridad que las consecuencias del apagón estaban repercutiendo en otros sectores. Las salas de cine y teatro se llenaban incluso entre semana, los museos eran hervideros de actividad, las calles estaban repletas de gente que hacía siglos que no salía de casa un laborable y de amigos que se reunían tras la jornada laboral.

«Cada vez me putean más en el trabajo, pero no tengo más remedio que callar y tragar. Tengo una familia que alimentar. Aunque al final voy a acabar trabajando por la comida y gracias…». «Tú al menos tienes empleo. A mí me han despedido después de diez días». «Adónde vamos a ir a parar…». «Eso digo yo». «El caso es que desde que no hay tele no dejo de darle vueltas a las cosas». «No pienses tanto, que no es bueno, y bébete la cerveza, que se te va a calentar». «Tienes razón, pero es que…».

Por primera vez en décadas las bibliotecas públicas registraron un aumento de usuarios, e incluso las pocas librerías que sobrevivían mejoraron ese mes las ventas.

Seis meses después del apagón ningún televisor permanecía encendido. Ya no había protestas. El dato negativo era que se había producido un incremento destacable de los casos de depresión y ansiedad. Los médicos explicaban que el síndrome de abstinencia entre los consumidores de televisión podía ser tan grave como el que causaban las drogas más adictivas. El gobierno puso en marcha un programa de atención específico.

El rendimiento escolar mejoró de forma exponencial. Los maestros y profesores asistían incrédulos al interés de sus alumnos por las materias impartidas. A la hora de comer y cenar las familias hablaban de cosas tan sorprendentes como los efectos de la contaminación sobre el clima, la evolución humana o el arte clásico.

En algunos hogares se puso de moda leer en grupo tras la cena, una práctica que se extendió rápidamente. Las familias aguardaban con emoción al momento en que descubrirían al asesino, la siguiente aventura del que se había convertido en su héroe favorito o si el romance entre los jóvenes de orígenes tan diferentes llegaría a buen puerto.

Algunos trabajadores empezaron a organizarse. Las charlas en bares, terrazas y reuniones favorecieron un extraño efecto que se había dado por extinguido décadas atrás: el despertar de la conciencia de clase. Algunas mujeres y hombres jubilados recordaban vagamente cómo un fenómeno llamado sindicalismo había logrado grandes avances en los derechos laborales muchísimos años atrás. Logros que habían caído en el pozo del olvido.

Ahora otras mujeres y otros hombres más jóvenes empezaban a sermonear a sus semejantes con ideas revolucionarias extraídas de libros que se habían dado por perdidos. Al principio casi en susurros, mirando alrededor para guardarse de miradas y orejas indiscretas. Pero poco a poco aquellas ideas se fueron extendiendo y calando entre una población activa que mayoritariamente ya había empezado a cuestionarse su situación antes de que prendiera la llama revolucionaria.

Las plazas volvieron a llenarse, pero no para reclamar la vuelta de la televisión —muy pocos la echaban ya de menos—, sino para reivindicar una sociedad más justa.

Se organizaron acampadas, hubo manifestaciones, y lo que acabó por encender todas las luces de alarma entre gobernantes y poseedores de capital y medios de producción fue la convocatoria de una huelga general. «Huelga…». La gente pronunciaba aquella palabra extraña que había aparecido en los libros olvidados y analizaba mentalmente qué implicaba su aplicación práctica.

Los gobernantes recurrieron a otra palabra perdida en el tiempo: negociación. Pero nadie sabía cómo aplicarla. Hacía lustros que ningún gobierno tenía que ceder en nada, y menos ante reivindicaciones ciudadanas. «Lo de la tele fue un primer aviso. Debimos tomárnoslo más en serio», comentó una mañana el vicepresidente. «La tele… Claro que sí, esa es la respuesta. Tenemos que hacer lo que sea para recuperarla», contestó el presidente.

Hubo huelga general indefinida. El primer día tuvo un seguimiento escaso. El gobierno desplegó toda su maquinaria represiva, confiando en que el miedo aplacara los ánimos reivindicativos. Hubo centenares de heridos y se practicaron detenciones masivas.

Pero la huelga continuó. Y el segundo día obtuvo un mayor seguimiento.

El gobierno insistió en la represión, y consiguió que la indignación se extendiese como la pólvora.

El tercer día el seguimiento de la huelga fue masivo. El país quedó paralizado. Ciudadanos tan indignados como seguros de sus motivos y de su fuerza colapsaron las calles. Los antidisturbios se retiraron, incapaces de contener el avance del pueblo.

La Bolsa se hundió. Los bancos cerraron. Los grandes empresarios se presentaron ante las puertas de un presidente superado, exigiendo soluciones. Algunos optaron por cruzar la frontera cargados de maletines.

Al cabo de una semana la movilización fue un paso más allá. Grupos organizados de trabajadores empezaron a tomar el control de las fábricas, de los hoteles, de los servicios públicos, de los supermercados. Y el país volvió a funcionar. La gente se dio cuenta enseguida de que los explotadores sobraban, de que siempre habían sobrado. La cooperación era un arma muy poderosa y efectiva.

El gobierno se dio cuenta a su vez de que si no hacía algo rápidamente el pueblo probablemente también llegara a la conclusión de que para qué necesitaba gobernantes.

Pagó a los mejores cerebros del mundo para que desentrañaran de una vez el misterio del apagón televisivo, mientras lanzaba campañas de propaganda en radio y prensa escrita a las que muy pocos hacían caso.

«¡Recuperemos las instituciones para al pueblo! ¡Gobernémonos nosotros mismos!», fue la consigna que empezó a recorrer el país de punta a punta.

El último recurso para recuperar el orden era echar mano del ejército. El presidente era reacio porque no quería ser recordado como quien llevó la muerte a su propio pueblo, pero el rey y los mandos militares presionaban. «No queda otro remedio. El país está sumido en el caos y nuestro deber de patriotas es restablecer el orden constitucional», decían, con expresión grave, descuidando que probablemente era aquel el momento histórico en que más cerca se estaba de la aplicación efectiva de los artículos de la carta magna referidos a derechos y obligaciones.

Y entonces se produjo el milagro. «Lo tenemos», fue el escueto mensaje que recibió el presidente de parte del equipo de expertos. De un salto se lanzó al botón del televisor, y ahí estaba: la imagen había vuelto.

Lo primero que hizo fue preparar un comunicado que leería en directo para todo el país en prime time, y a partir de ahí las emisoras recuperarían su programación habitual.

Aquella noche la asistencia a las plazas disminuyó y hubo la peor entrada en museos, cines y teatros desde hacía meses. Algunos hogares aplazaron la sesión de lectura. «Es la final de Gran Hermano 50», se justificaban.

El mensaje del presidente, que llamaba a la moderación y a recuperar el orden y la fraternidad, no obtuvo una audiencia muy destacable, pero en general fue bien acogido. Como lo fueron también las tertulias en que renombrados expertos exponían las razones por las que había que abandonar el radicalismo y cumplir con la legislación vigente. No pocos espectadores fueron a dormir convencidos de que, siguiendo por aquella senda, el país se iba al garete.

Durante los días siguientes la Bolsa se recuperó, los bancos abrieron normalmente, muchos empresarios regresaron del extranjero con sus maletines, los antidisturbios retomaron posiciones para sofocar los brotes de contestación que grupos radicales y antisistema se empeñaban en mantener, y un número creciente de empleados aceptó someterse de nuevo a la legalidad que, en un ataque de locura transitoria, habían creído poder saltarse.

Las tertulias familiares y de amigos volvieron a centrarse en los programas televisivos y en la liga de fútbol. Aquella semana las protagonistas fueron las nueve chicas que se habían acostado simultáneamente con Brainless, las exclusivas de Sálvame y la vencedora de Gran Hermano. Fue sorprendente la manera tan rápida en que la televisión, apartada durante meses, recuperó su posición privilegiada. Los libros olvidados, en cambio, regresaron al olvido, igual que las palabras rebeldes.

Las calles recuperaron el orden. Las bibliotecas, museos, cines y teatros se vaciaron. Sus directores recordarían aquella primavera cultural con melancolía.

Fue por aquellas fechas cuando se registró un insólito incremento de la natalidad. Los libros de historia bautizarían a aquellos bebés como la generación del apagón.