Cuando la besé por primera vez, su novio ya había muerto. Yo no sé temer a los muertos, nunca aprendí a hacerlo, pero ella sí. Su fantasma (del exnovio) nos seguía a todos lados, a todas horas. No había descanso de él.
Yo creía que él no era consciente de su situación de fantasma. Al parecer él creía seguir siendo novio y no exnovio porque, vamos, este no es un cuento de Tim Burton, los muertos a lo suyo; pero no, él aquí seguía y observaba. Yo nunca lo vi y, sin embargo, ella lo señalaba.
Insisto, yo nunca lo vi, pero él estaba allí asomándose desde la ventana, desde la cocina, con nosotros en la ducha, desde el lado izquierdo de la cama, desde el patio, desde el café de la esquina, escondido en medio de todas las conversaciones y desde las fotos de edificios viejos. Según no se iba. A ella la acechaba a toda hora y a mí me odiaba.
La última vez que hicimos el amor, no sabía que sería la última. Dijo su nombre. Lo invocó y él apareció entre nosotros dos como perro faldero, oliendo a sudor y azufre, con la cara marchita y sonriendo. Fue la primera vez que lo vi y fue muy tarde.
Yo no sé temer a los muertos, pero tampoco sé querer a novias que no saben poner atención a sus vivos, por querer volver con los ex que se suponen muertos.
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Meditaciones mundialistas
El mundial nos hace olvidar.
Que bien que se mueve Cristiano, que cagado que está Messi, ¿que era lo del F.M.I?
Nos desconcentra.
Como hizo para clasificar Polonia, que asco que es Sampaoli, que lindo ese islandés, ¿guerra con quién? ¿en donde?
Nos enoja.
Pero corré fracasado, ¡corré! México de mierda, me cagó la penca, que traigan el muro.
Sin embargo, también nos une. Nos hace sonreír con el gol de Panamá en un grosero 6 a 1. Hinchar por países por el simple hecho de ser latinoamericanos, tener tema de conversación con el tachero, juntarte con tus amigos y tirar estadísticas haciéndote el que sabés.
Incluso me hace escribir esto, mirando un Japón-Senegal, aburrido hasta los huevos mientras un japonecito intenta una moña y se tropieza.
El día del portero
Un día todos, cansados, se fueron. Incontable fue la gente que se quedó encerrada y llegó tarde al trabajo, lo que supuso un golpe brutal a la economía. La bolsa cayó en picado. Infinitas doñas se quedaron sin su psicólogo low cost, la inseguridad tuvo picos históricos; nadie estaba dispuesto a salir de su casa por miedo a que lo roben. Así se generó una sociedad ermitaña y aislada. Cada uno en su hogar, protegiendo lo suyo. Y así seguimos. Y así nos fue.
El mundo simplemente no estaba preparado para el día del portero.
Azul
Azul. Todo es azul. Mis ojos se van para atrás, fugaces, esquivos. Siento la victoria, el éxtasis puro reservado casi exclusivamente a reyes e idiotas.
El fluido me posee y me lleva a ese lugar donde solo estoy yo, y estando así de solo, no puedo sentirme más acompañado. Azul, todo-sigue-azul.
De pronto salgo, lo miro a él. Él ríe. ¿Y, cómo te estás sintiendo, pibe? Y yo quiero decirle, quiero decirle que el ser está ahí, escondido entre esos pastitos, al alcance de cualquiera. Pero le digo bien. Bien de bien. Porque decirle otra cosa no tendría sentido, porque el lenguaje es nada más que un manotazo de ahogado, un intento inútil de comprensión.
Andá al kiosco, que falta Sprite, le digo.
Cuestión de óptica
Él corre. Conociendo su crimen, corre. Lo vemos como si fuera una hormiga colorada, gracias a su gorro rojo, distintivo hermosamente idiota si una piensa rapiñar a una señora matándola de un culetazo.
En fin, lo vemos. Vemos como corre y sale a una calle chica. Lo vemos dudar. ¿Izquierda o derecha? ¿Realmente importa? Él no tiene ni idea, pero nosotros sabemos que sí. Vemos que por la izquierda, en menos de veinte segundos, llegarán los policías. También vemos que si él elige la derecha y sube por el tejado de esa casa azul, logrará escapar.
Lo vemos tomando la izquierda, chocando directamente con los policías. Lo vemos arrodillarse y tirar su arma.
Por último vemos al policía enfrente de él. Lo vemos desenfundar su arma y apuntar. Este es el momento en el que decidimos dejar de ver. Este es el momento donde no quieren que veamos.
Otro día feliz en el mundo
Siempre me gustó la teoría del caos. No por su lado científico, el cual no logro terminar de comprender, sino por su forma poética.
«El aleteo de una mariposa en no sé dónde puede causar un huracán en no sé dónde, pero más lejos». Siempre el mismo ejemplo. Siempre. Pero, qué desperdicio, che, pudiendo decir: «Las pisadas de un trabajador en Frankfurt pueden hacer caer el pote de dulce de leche de mi mesada», ¿en serio nos vamos a quedar con la mariposa? Estética nomás, pero qué importante que es la estética hoy. Basta con mirar a los costados. Lamentablemente la mayor arma de muchas mujeres no es sus cerebros ni aptitudes, son sus tetas (o culo, dependiendo de la preferencia del consumidor y la/el/los consumidos). Y eso a la sociedad no le preocupa. Es muchísimo más importante concentrarse en la teoría del caos, o en cómo si hacemos zoom (palabra insertada artificialmente en nuestro idioma, el cual tampoco nos preocupa, pero es que se dice así, qué le vas a hacer, es que aumento queda tan feo…), a la foto de un muñequito se repite el mismo patrón hasta el infinito.
«Solo hay dos cosas infinitas, el universo y la estupidez humana» – Einstein (o no sé si es Einstein, en realidad lo leí en internet, pero qué importa si al fin al cabo está por ahí, y por lo tanto alguien tiene que haberlo escrito). No sé si el universo es infinito. Infinitas son las excusas, infinitas son las miradas para otro lado, e infinitas son las razones que tengo para escribir esto y no algo como: «El sol brilla y los pájaros cantan, otro día feliz en el mundo».
Visiones
Esa era solamente la segunda vez que veía a un caballo usando un paraguas. No podía cazarlo, me trascendía. Me trasciende. Empiezo, lo miro. Me mira. Intento capturarlo: primero la pata trasera, sutil, salvaje; nunca una herradura.
Me equivoco, rabio, demasiado perfecta. Borro. Mi lápiz va más rápido que mi mente, que mis ojos. Necesito atraparlo antes de que se vaya, siento que no habrá tercera vez.
La primera me agarró desprevenida, en sueños, desarmada. Pareció enojado, relinchó como diciendo: «Yo acá tan caballo con paraguas y vos ahí tan artista sin un lápiz».
Creo que entendió que para mí había sido imposible. Creo que solo por eso me dio otra oportunidad.
Sigo, intento hacer el hocico, tomo bien sus curvas, alcanzo su textura. Me gusta el resultado. Arriba de la nariz, el paraguas. Grande y negro. Imponente. Hermoso.
El resto me cuesta más, no consigo el color marrón desgastado del vientre, las ideas se me escapan, él me mira. Termino el vientre como puedo y me concentro en el pelaje. Tiene que estar perfecto, es su esencia. No lo consigo, no soy suficiente. Ya me quedó diferente, me voy a tener que matar.
Él me mira, triste, se da cuenta de mi error. Se da cuenta de mi imperfección.
Se va.
Han muerto hombres, han empezado y acabado guerras; yo lo sigo esperando. Solo una chance más.
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