Nota del autor:
Después de tenerla abandonada durante demasiado tiempo, por fin me he decidido a continuar con la serie ‘La cooperante’, ahora sí, con el objetivo de acabarla. Si no habéis leído las siete entregas anteriores, ésta va a quedar muy descontextualizada, así que os animo a poneros al día. Os dejo el enlace al capítulo anterior, donde encontraréis el resto. Os espera mucha acción, humor, políticos corruptos bastante caricaturizados, traficantes de armas, agentes secretos, periodistas…, y una joven cooperante convertida, de forma involuntaria, en el centro de una trama de locos.
—Mariano, ahí te quedas. Te agradezco todos estos años de comodidad pero lo que aparece en ese vídeo es demasiado fuerte y no estoy dispuesta a que me salpique tu mierda. Ya tendrás noticias de mis abogados.
—Pero… ¿qué te pasa, mi percebiña? —La desesperación se había abierto camino a grandes zancadas en la expresión facial del presidente, que sin su fiel esposa junto a él, por primera vez se veía al borde del abismo—. No hagas caso de habladurías ni burdos montajes… —De repente, tuvo una idea brillante. Sí, eso era, no había duda. Se le iluminó el rostro—. Ese vídeo es obra de los populistas esos, los amigos de Venezuela que…
Pero ella no escuchaba. Se limitaba a negar con la cabeza, con una mueca a caballo entre la lástima y la burla. El presidente no tenía más cartas que jugar.
—Sé fuerte, Mariano.
Bueno, en realidad sí le quedaba una carta…
—¡¡¡Percebiña!!! ¡¡¡No me abandones!!! ¡No me dejes solo…!
Se había tirado al suelo para agarrarse a los tobillos de ella, quien, sin apenas inmutarse, logró deshacerse de la presa y salió del despacho sin mirar atrás.
El presidente se quedó hecho un ovillo sobre el parqué recién pulido, moqueando, preguntándose quién le prepararía ahora aquellas empanadas cuya sola evocación le hacía salivar de placer. Entonces, otro pensamiento inquietante ocupó su pequeño cerebro: “¿Le he dicho ya a mi secretaria que reserve el Parador de Monforte de Lemos?”.
……………………………………………
—Bueno, bueno, bueno… ¿Está usted cómodo, querido ministro? —El Conseguidor pocas veces había experimentado una sensación de placer similar—. ¿Qué tal mi cara? ¿Le parece lo suficientemente pasmada?
El ministro estaba aterrado. Sabía que no iba a salir vivo de allí, pero lo que más pavor le causaba era la perspectiva de una muerte lenta y muy dolorosa. Tenía que probar suerte…
—Sé que mis disculpas no servirán de nada, pero quizás cien millones de dólares puedan zanjar el conflicto…
El Conseguidor explotó en una sonora carcajada, algo muy poco frecuente en una persona que hacía gala de un autocontrol máximo en cualquier situación. El ministro se contagió de tan repentino cambio de humor, que interpretó (erróneamente) como una señal positiva para él.
—Ya contaba con el dinero. Lo tomaré como una compensación por las molestias que los gusanos españoles me habéis causado. —Ya no reía—. Pero eso será después de que pruebe contigo unos juguetitos nuevos que me han regalado.
Sorprendentemente, el ministro no había abandonado la sonrisa.
—¿De qué te ríes, gusano?
—De nada, una tontería de la que acabo de darme cuenta…
—Te recomiendo que no pongas a prueba mi paciencia. Las cosas aún pueden llegar a ser peores para ti.
—Oh, disculpe, no quería parecer insolente… —Un ataque de risa lo hizo doblarse en la silla, a la que estaba atado por las piernas.
—Maldito desgraciado…
—Ay, perdón, es que…, es que… acabo de caer en la cuenta de que… —No podía parar de reír—soy mucho más estúpido de lo que usted cree…
—¿Y eso te hace reír? Me parece que estoy demasiado cansado de idioteces como para alargar esta situación.
—Oh, no, si ya verá cómo también le va a parecer muy divertido.
Al Conseguidor se le habían pasado las ganas de probar los juguetitos y estaba a punto de poner punto y final a la farsa con un disparo certero entre ceja y ceja, pero el ministro aún pudo decir algo más que cambiaría la decisión.
—Verá —y entonces adoptó una expresión retadora, la de quien se sabe sentenciado y se dispone a saborear la cara de desconcierto de su verdugo—: mis claves para disponer del dinero no sirven de nada sin las que posee el señor Ruipérez, que a estas alturas debe haber desaparecido del mapa.
……………………………………………
Laia había sido rescatada por Michel y sus hombres. Rápidamente se escabulleron del lugar donde el grupo de Robredo trataba de mantener a raya a los hombres del Conseguidor. Previsiblemente, se reunirían poco después en un lugar seguro. Pero ya había oscurecido y a la pequeña cabaña, semioculta en el bosque, que hacía las funciones de cuartel general no había llegado nadie más.
Laia estaba muy cansada. Sentía todo el peso del mundo sobre sus hombros. “¿Volveré algún día a ser libre?”, se preguntaba, recordando con nostalgia los días en que paseaba despreocupada por las callejuelas del Raval de Barcelona, mucho antes de que se viera inmersa en la vorágine de secuestros e intentos de asesinato en que se había convertido su vida.
—Pardon, mademoiselle. Nous devons aller.
Laia no hablaba francés demasiado bien, pero no hacía falta saber mucho para entender que tocaba volver a ponerse en marcha, pese a que sus piernas se negasen en redondo.
—Où est Robredo?
Se empezaba a acostumbrar a perderlo de vista, pero que no hubiera llegado aún y, sobre todo, las caras de sus acompañantes, que revelaban desconcierto, la inquietaban bastante. El Bond español era la única persona que había conseguido que se sintiera relativamente segura.
—Nous ne pouvons attendre plus temps ici. Allons, s’il-vous-plaît.
Laia, una vez más, se dejó llevar. Se montó en la parte trasera del jeep y cerró los ojos. Enseguida cayó en brazos de un sueño intranquilo. Iba montada en el coche, que transitaba una pista abierta en el bosque. Los árboles la miraban con expresión de reproche; algunos incluso alargaban sus brazos y le arañaban la cara. “Fuera de aquí… Vete…”, susurraban con inquietantes voces apagadas. Estaba asustada, pero tan cansada que no tenía fuerzas ni para protegerse. Ni siquiera se sentía capaz de quejarse… Y entonces despertó.
Laia se había golpeado con el asiento delantero como consecuencia del frenazo. Un enorme tronco bloqueaba la pista. No habían chocado contra él de milagro, pues Michel, que conducía, se lo había encontrado justo al salir de una curva.
Uno de los hombres bajó para inspeccionar la zona y apenas tuvo tiempo de gritar “C’est une embuscade!”, antes de caer fulminado. Un segundo después Laia se encontró corriendo entre arbustos que, ahora sí, le arañaban de verdad.
—Course! Ne t’arrête pas!
Los gritos de Michel pronto quedaron ahogados por el sonido de los disparos, los aullidos de dolor, las órdenes desesperadas de quienes habían caído en una trampa puesta a traición. Efectivamente, Laia no dejó de correr ni un instante, aunque estuviera convencida de que sus piernas no darían un paso más, de que en cualquier momento caería desfallecida, de que de alguno de aquellos árboles saltaría quien pondría fin a su huida perpetua a ninguna parte.
……………………………………………
—¿Dónde está la chica?
Michel permanecía de rodillas. Tenía una herida en el hombro izquierdo, que trataba de taponar con la mano. Un gesto puramente instintivo. Había sido derrotado y ya sólo esperaba el final. Notaba la cálida presión del cañón de una pistola en la sien.
—Habla de una vez, maldito franchute, que no tengo toda la noche.
El cabecilla del grupo de asalto del CNI estaba satisfecho con la operación. Sólo habían sufrido una baja, pero no podían regresar sin la chica. El objetivo de la misión era acabar con ella, y las órdenes provenían de lo más alto.
—Allez à la merde…
El sonido de aquel último disparo, aunque sonó lejano, acabó por derrumbar la resistencia de Laia. Se dejó caer entre los arbustos y se acurrucó, sin esperanza y dejando que lágrimas silenciosas le recorrieran los surcos con los que el bosque le había marcado la cara.
Continuará…
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