Serie abandono: Muelle


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Centrifugando recuerdos (XXVII)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Después de salir de la ducha, Tere saca una cerveza de la nevera y se dirige a la ventana del comedor para bebérsela despacio mientras contempla cómo se deshacen las nubes sobre la Alhambra.

Como a media Granada, la tormenta la pilló por sorpresa y llegó a casa hecha un asco. La habitual mezcla del sudor propio con los inevitables aromas corporales de los pacientes de urgencias que impregnan la ropa, y que siempre tiene la impresión de que es imposible hacer desaparecer del todo, había adquirido una consistencia extra con las salpicaduras rebozadas en polvo, barro y las múltiples sustancias que habitan en el pavimento. Ser víctima de la tormenta más furiosa que recuerda era el epílogo perfecto a otra agobiante jornada en el hospital, con las urgencias colapsadas, sin aire acondicionado, con los vestuarios eternamente en obras.

El sistema de climatización lleva una semana en “huelga”, por mucho que desde dirección se hagan los ofendidos ante la acusación de que, para ahorrar, sólo lo ponen en marcha unas pocas horas al día.

Tere da un trago a la cerveza y cierra los ojos mientras disfruta del frío líquido que le baja por la garganta. «Qué bien sienta», piensa, y cuando abre los ojos se queda mirando el botellín entre las manos. Entonces regresan a su mente las patéticas escenas que se repiten a diario en el hospital. Apenas lleva seis meses trabajando allí, pero le bastaron un par de semanas para comprenderlo todo.

Apoyada con los brazos en el alféizar, niega con la cabeza, y un segundo después vuelve a ahogar la indignación en cerveza, un trago largo que le sienta maravillosamente.

Ella se mantiene al margen de las disputas políticas, pero lo que está claro es que en urgencias los termómetros revientan, y por mucho que hayan colocado unos cuantos ventiladores, aquello es insufrible. Frío en invierno, calor en verano. «La crisis, claro. No hay dinero para gastar en la sanidad pública», se dice, acompañando el pensamiento con una sonrisa irónica y un último trago que vacía el botellín.

Las quejas de los usuarios, que esperan hacinados, se multiplican con cada nuevo día, y ella no puede por menos que escuchar y asentir con la cabeza gacha. Significarse más allá no es una opción prudente cuando eres la nueva y sólo puedes perder.

—Vaya mierda de país —sentencia, y enseguida se da cuenta de lo ridícula que suena la frase pronunciada frente a la Alhambra y las magníficas montañas de Sierra Nevada. En ese momento, además, un espléndido arco iris pone la guinda a la postal.

No puede evitar que se le dibuje una sonrisa mientras contempla embobada el paisaje, hasta que un retortijón le recuerda que necesita comer. Se incorpora, y cuando se dispone a dar media vuelta para dirigirse a la cocina, sus ojos captan un movimiento en la calle, a pocos metros del portal.

Podría no haberle dado importancia. Total, continuamente pasa gente por la calle, y no es raro que haya quien se pare cerca del portal. Tampoco lo es sorprender a parejas besándose o en actitud cariñosa, como ésa en la que se posa su mirada. Un chico y una chica empapados, como lo estaba ella sólo un rato antes, cogidos de la mano, de pie uno en frente del otro, ajenos a lo que ocurre a su alrededor. Y entonces se acercan, juntan sus cabezas y se besan, despacio; un beso dulce e intenso.

Tere se queda ahí, clavada al suelo, como lo están sus ojos en la pareja, y entonces nota el frío. Se lleva los brazos al pecho y se frota suavemente los hombros descubiertos. Aunque en realidad la temperatura no ha bajado tanto como para tener frío. Una parte de ella encuentra la explicación en lo mucho que echa de menos un abrazo como el que en ese instante conforma todo el mundo de la pareja de abajo. Un abrazo de ella.

Porque aunque sólo lo reconozca en los momentos más bajos, y sólo en la soledad de su cama vacía; aunque bromee sobre sus sentimientos con la mujer que ahora besa al chico que ha venido en su búsqueda desde la otra punta del país, la quiere para ella, y por eso íntimamente repudia ese beso y ese abrazo. Por eso mira a Sara con rencor, y al tal Luis con rabia. Aunque jamás vaya a admitirlo.

«Es mi amiga, es como una hermana. Sólo puedo alegrarme porque por fin encuentre a alguien que la quiera de verdad», se escucha reflexionar, y se abraza más fuerte, porque el frío se hace más intenso. «Como la quiero yo», remata desde el inconsciente.

En la calle el sol continúa ganándole terreno a las nubes. Ya no llueve, ni siquiera chispea. De vez en cuando se oye un trueno lejano, como advirtiendo que la tormenta se va, pero sólo a reponer fuerzas. Ya tampoco hay arco iris. La calle recupera su actividad habitual. La lluvia pronto será un recuerdo curioso en la memoria de granaínos y visitantes.

Finalmente, Tere se retira de la ventana y, arrastrando los pies, aún refugiada en sus brazos y con la mirada perdida en imágenes que nunca llegarán a materializarse, se dirige a la cocina. Con movimientos ralentizados deja el botellín sobre el mármol, el mismo mármol donde esa mañana, muy temprano, dejó un plato con piononos para Sara, y una nota, «la maldita nota donde la animaba a quedar con él», se reprocha, demasiado tarde ya.

—Ya está bien. Tú no eres así. No eres el tipo de persona que se arrepiente de sus decisiones, ni que se recrea en su desgracia.

Tere agarra el tirador de la puerta de la nevera y la abre con decisión, molesta consigo misma por dejarse vencer por la autocompasión. Recorre el contenido con la vista, tratando de decidir qué comer, pero entonces toma conciencia del nudo que le oprime el estómago, y el cabreo aumenta.

—¡Idiota! —sentencia, con un portazo que hace temblar el frigorífico.

Se golpea las sienes con las manos y se queda inmóvil durante unos segundos, con los dedos aferrados al pelo.

«¿Qué mierda vas a hacer ahora que te has dado cuenta de que te duele más verla feliz con un tío que acosada por los recuerdos?»

—Nada, no voy a hacer nada más que alegrarme por ella —se fuerza a afirmar, como si así se borraran de un plumazo todos esos sentimientos traicioneros.

…………………………

Sara se siente como una de las hojas secas que, en el jardín del Palacio de los Córdova, bailaba con el viento. Se deja llevar por los sentimientos, sin oponer resistencia, y una oleada de sensaciones arremete contra ella, sin darle respiro ni dejarle opción de pensar.

No piensa; sólo siente. Y aunque todo en ella es sentir, no sabe qué siente por Luis; no se ha parado ni un segundo a pensarlo. Sólo sabe que eso que está viviendo le gusta. Disfruta de la excitación, del contacto físico, de sus ropas mojadas, del pelo chorreante, y desearía que la tormenta no cediera ante el rey sol, porque la lluvia salvaje formaba parte de la magia, y no quiere que el hechizo se rompa.

Mientras recorren las empinadas calles del Albayzín, solitarias aún bajo los coletazos de la tormenta, Sara se siente libre, despojada del lastre de los recuerdos, como si no fuera ella…, como si fuera más ella que nunca. Pero ya no llueve, ni siquiera chispea. Las nubes han huido, cediendo ante los rayos implacables de un sol al que todavía le quedan largas horas de reinado. Las calles recuperan su actividad habitual, la magia desaparece.

Y ahí está él, devorándola con ojos rendidos, con la mirada de quien tampoco piensa, súbdito entregado del imperio de los sentidos.

Se abrazan y se besan una vez más, aunque ahora Sara ya no puede evitar mirar de reojo, concurrida como vuelve a estar la calle, ni frenar el impulso que la empuja a saborear cada instante. Las manos de Luis vuelven a descenderle por la espalda, y antes de que lleguen más abajo ella deshace el abrazo, con suavidad, mientras le toma una de las frustradas extremidades exploradoras.

—Ya hemos llegado —anuncia, con un rápido giro de cabeza que confirma dónde se encuentran.

—Pues subamos… —se aventura a sugerir Luis. Sus dedos juguetean con los de ella.

Sara duda. Su cuerpo no podría desearlo más, pero sin el poder de la magia influyendo en su cerebro, ya vuelve a pensar, y hay muchas cosas a tener en cuenta antes de entregarse a una tarde de sexo. El después, por ejemplo.

—Vas muy rápido —responde con una media sonrisa que Luis no sabe si interpretar como parte del juego. Para comprobarlo, trata de besarla otra vez, pero Sara se aparta hábilmente—. No, de verdad, mira cómo vamos. Estamos hechos un asco. Necesito otra ducha y descansar un rato.

Luis sonríe.

—Pues eso. Subo, nos duchamos, descansamos, y…

Con movimientos suaves, intenta atraerla hacia sí, pero ella se escurre como una anguila y se planta ante la puerta cuya apertura, sólo unas horas antes, lo puso a salvo de aquellos salvajes.

—En serio. Ha estado muy bien, pero Tere debe estar a punto de llegar, si no lo ha hecho ya —mira hacia la ventana del comedor, de donde cuelgan dos tristes macetas que no hace tanto contenían dos hermosos geranios que le regaló su madre. Tere ya no está asomada. En ese momento ya ha salido de la cocina y se dirige a su habitación—, y necesito ordenar mis ideas —murmura, tan flojo que Luis no la escucha.

—¿Necesitas qué? —El joven se aferra a la mano de ella, deseando con todas sus fuerzas que Sara siga dejándose llevar por el impulso animal. «Tú lo deseas tanto como yo, y sin embargo hay algo que consigue que te resistas», piensa, mirándola a los ojos con toda la intensidad de que es capaz.

Antes de contestar, Sara recupera su mano y se cruza de brazos. Empieza a mirar a un lado y a otro con nerviosismo creciente —«Vaya pintas, estamos dando el espectáculo», interviene su parte racional, contribuyendo a incrementar su incomodidad—, se muerde la parte interior de los labios y mueve los pies, inquietos. Ahora ya no le da igual que sus sandalias estén empapadas.

—Pues eso, una ducha, y tú también. —De repente se le ilumina la bombilla—. No puedes ir con esa ropa toda la tarde, vas a coger una pulmonía. Mira, si te parece nos damos un rato para arreglarnos y luego quedamos para tapear algo.

A Luis le suena un poco a estrategia para librarse de él y empieza a mosquearse. «¿Qué más da Tere y la ropa mojada? ¿Tú crees que estoy pensando en mi ropa? Si lo que quiero es quitármela y quitártela a ti, y tú también lo quieres… Al menos hace cinco minutos lo querías». Pero nada de eso sale de su boca. Sabe que lo único que puede hacer es aceptar la situación y confiar en que la propuesta siga en pie cuando el sol decida retirarse a descansar.

En la mano derecha de Sara ha aparecido un juego de llaves, y sin que él haya tenido conciencia de ello, se ha ido acercando tanto a la puerta que ya está apoyada contra ella. Sólo espera el trámite de la aceptación de él para abrir y desaparecer en el interior.

—Vale, nos vemos luego.

Sara asiente con la cabeza y un atisbo de sonrisa, pero no repara en la expresión resignada de él. Ya ha abierto, y cuando la puerta vuelve a cerrarse, Luis sigue ahí, preguntándose con qué parte de lo vivido durante las tres últimas horas debe quedarse, incapaz de discernir qué Sara es la real. «Las dos lo son, y no debe ser nada fácil que convivan en una misma persona», concluye, mientras comienza a alejarse, con andar cansino, rumbo a la pensión.

—Me ducho y me bajo a donde Aiman. Necesito unas bravas y una cerveza para pensar con más claridad. —Se detiene un instante y levanta la vista hacia el cielo—. Por lo menos, parece que el calor nos da algo de tregua.

Retoma la marcha y echa mano a un cigarrillo.

Continuará…

Centrifugando recuerdos (XXVI)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Unos metros más adelante, Sara se sienta en un murete, junto al busto de piedra de un león. Aún no ha pasado un día completo desde que se despidió de la vieja estatua.

—Es impresionante, ¿verdad?

Luis se sienta a su lado.

—El qué, ¿tu vestido? —pregunta, en un nuevo arranque de atrevimiento espontáneo.

Sara ríe y se lo queda mirando. Está muy cerca. «Bésalo», se oye pensar. «Calla, ¿estás loca?», se reprocha con poca convicción. Luis parece captar el impulso reprimido de ella y eso lo envalentona. «Bésala, te lo está pidiendo», pero tarda demasiado en decidirse. Sara se aparta un poco y dirige su atención a la Alhambra, omnipresente.

—Me refiero a esa maravilla.

Luis cierra los ojos un momento. «Tienes que decirle lo que sientes. No has venido hasta aquí para tontear como dos adolescentes». Recuerda aquella primera cita con Berta, lo excitado que estaba por tenerla a su lado en el cine. Recuerda las sensaciones que lo dominaban, pero apenas nada de la película. En su cabeza se proyectaba otra película, en la que él alargaba su mano hasta encontrarse con la de ella; entonces ella apoyaba la cabeza en su hombro, mientras se acariciaban con los dedos; y acababan abrazados y besándose apasionadamente. Pero aquello sólo ocurrió en su imaginación. La realidad fue mucho más prosaica. «¿Te ha gustado?» «Sí». «¿Te apetece un refresco?»«Vale». Los únicos besos fueron los de despedida, en la mejilla.

Sara suspira.

—¿Por qué has venido, Luis? —pregunta, sin dejar de mirar a la Alhambra, en un tono que más que pretender una respuesta parece un reproche.

«Porque estoy colado por ti. Porque has puesto patas arriba mi vida y desde la noche que te marchaste no puedo apartarte de mis pensamientos». Un flash en el que aparece el torso desnudo de Íngrid, sobre la cama de un hotel, se cuela insidioso en su mente. Luis aprieta los párpados y se muerde los labios. «Porque quiero que me dejes entrar en tu vida». Pero no, nada de eso sale de su boca.

—Ya lo sabes.

Sara ríe, pero ya no es una risa fresca y traviesa, sino más bien la risa desganada que tan malas vibraciones transmitió la noche anterior. Luis busca sus ojos, que se resisten a abandonar la seguridad del recinto nazarí, pero finalmente lo hacen, diríase que como resultado del efecto de la gravedad. Su mirada cae despacio y, antes de seguir su camino hacia el suelo, se detiene en las retinas de él, lo justo para trasladarle de nuevo una sensación de tristeza inexplicable.

—¿Qué te pasa? Hace un momento estabas espléndida, y ahora, de repente…

—Parezco un alma en pena. Lo sé. Esa soy yo. No sé qué película te habrás montado por tu cuenta, pero estoy muy lejos de ser una chica alegre con un vestido bonito, que se pasa la vida riendo y flirteando con desconocidos que vienen a verla desde el quinto pino.

Luis está perplejo. No sabe cómo responder a los cambios de humor de Sara y teme que cualquier cosa que diga precipite el final del encuentro.

Una nueva ráfaga de viento irrumpe en la escena. Esta vez con la fuerza suficiente para arrastrar hojas secas y algún envoltorio de plástico olvidado en el suelo por visitantes descuidados.

Un pequeño escalofrío recorre la espalda de Luis. Sara se cruza de brazos instintivamente, para protegerse del frío inesperado, y levanta la vista hacia el cielo.

—Se acerca una tormenta —anuncia.

Luis observa las nubes amenazadoras provenientes de Sierra Nevada y respira aliviado: el repentino cambio de tiempo le ofrece la escapatoria del callejón sin salida en el que se encontraba la conversación.

El viento vuelve a soplar, y ahora empieza a ser molesto. Sin embargo, hojas, plásticos y papeles celebran su llegada interpretando espontáneas danzas aquí y allá. Las nuevas ráfagas arrastran polvo y arena, que chocan contra los cuerpos y se meten en los ojos. Sara y Luis agachan la cabeza. El viento se ensaña con la melena de Luis y balancea la coleta y los pendientes de Sara.

—Se va a liar una buena —advierte ella—. Más vale que nos pongamos a cubierto.

Luis ve cómo se incorpora, y cómo una ráfaga traviesa le levanta el vestido, dejando al descubierto unos muslos suculentos.

—¡Uuuuuhhhh! ¡Si voy a salir volando!

Sara se lleva las manos a las piernas para tratar de devolver el vestido a su sitio. Ríe, y Luis se relaja. Cuando se pone en pie, el primer trueno, aún lejano, les advierte que no van a disponer de mucho tiempo antes de que empiece a llover. El sol ha quedado oculto ya tras las nubes furiosas, a juzgar por su color gris oscuro, y la temperatura ha bajado diez grados de golpe.

—Larguémonos —conviene Luis.

La pareja sale del recinto, empujada por el viento a favor, y empiezan a subir la cuesta del Chapiz, buscando la protección de las fachadas. Sara hace malabarismos para mantener el vestido en su sitio por debajo de la cintura, y la situación le divierte. Ríe sin parar, cosa que a Luis le parece perfecta. Enseguida el viento afloja y los truenos se oyen más cerca. Los primeros goterones de la inminente tormenta aterrizan sobre la acera.

—¡Rápido, que ya empieza! —urge ella, que abre camino corriendo como puede, sin apenas separar las piernas, y cuesta arriba.

Luis, una vez más, se deja llevar. Se pasa la vida dejándose llevar por las mujeres con las que se cruza, pero eso ahora no va a ponerse a analizarlo. Su mundo en este momento lo constituye una joven granaína que trata de ponerse a cubierto de la tormenta anadeando como un pato acelerado, con una larga coleta y dos largos pendientes que se balancean al ritmo de sus pasos torpes pero irresistibles. Todo en ella lo es, y Luis sólo piensa en que la situación se prolongue lo bastante como para que los negros nubarrones desalojen por completo esa cabeza que tanto le gustaría comprender.

Los goterones son ya un continuo, y pronto una cortina de lluvia racheada empapa cuanto encuentra en su trayectoria. Sara y Luis no son excepción, así que antes de quedar completamente mojados se refugian bajo la cornisa de un portal.

—Madre mía, cuánto hace que no llovía así —comenta Sara, excitada por la carrera y el remojón.

Reguerillos de lluvia descienden por su pelo y su cara. Luis se fija en las pequeñas gotas que han aterrizado sobre su nariz, y en sus ojos sonrientes. Aunque la temperatura ha caído en picado, tiene las mejillas rosadas, producto del esfuerzo. Las aletas de la nariz se le abren con cada inspiración, y jadea; el pecho se le infla, empujado por los pulmones. Luis la observa, embobado, lo que contrasta con el ritmo frenético al que le circula la sangre, bombeada por un corazón que late encendido. Están tan próximos que, por fuerza, piensa Luis, Sara tiene que oír sus latidos, a pesar de la tormenta que descarga rabiosa, a pesar del rugido del torrente que, junto al bordillo, ya desciende a toda velocidad en busca del Darro.

Lo único que retiene al joven del impulso de abrazarla es el miedo al rechazo, a que huya otra vez.

Sara, entretenida con la observación de los efectos del aguacero, permanece ajena a esa batalla interna, hasta que se gira hacia él.

—Mira cómo nos hemos puesto —señala, despreocupada, mientras con una mano se toca el vestido y con la otra le toca la camiseta—. Estás chorreando —advierte, en el mismo instante en que se da cuenta de que el contacto de su mano con el estómago de él actúa como un desencadenante: primero un respingo involuntario e inmediatamente un suspiro—. ¿Qué te pasa? —pregunta, aunque conforme pronuncia las palabras ya sabe la respuesta. Sus ojos lo dicen todo.

La lluvia arrecia y el viento sigue soplando, con lo que enseguida la cornisa deja de suponer resguardo alguno. Sara mantiene la mano apoyada en el estómago de Luis, cuya respiración se acelera. Se miran inmóviles, y ambos luchan: ella por dejarse llevar de una vez y él por retener el impulso de hacerlo. Que las gotas voraces se estén dando un festín a su costa no tiene la menor importancia.

Una de esas gotas decide caer en el ojo de Sara, que parpadea. Se lleva entonces la mano libre a la cara y, en un gesto instintivo, se pasa los dedos, tan mojados como el resto del cuerpo, por el ojo agredido. Aprovechando el viaje, se retira un mechón de la frente, y en ese momento Luis se deja llevar.

«No te vayas», piensa en el instante en que sus labios entran en contacto con los de ella. «No te vayas», piensa cuando su lengua se abre camino. «No te vayas», piensa al sentir la lengua de ella que sale a recibir a la intrusa. «Por favor, no te vayas», ruega con el pensamiento al atreverse a rodearla con los brazos. «No te vayas», suplica mudo al notar el contacto con su cuerpo, caliente a pesar de la fría lluvia.

Sara celebra la derrota de la razón y saborea el momento. Le gustaría que durara indefinidamente, que siguiera cayendo el agua a mares y que la lluvia espesa actuara de barrera contra el mundo. Ellos dos solos, sin nadie que los juzgue, sin explicaciones que dar… «Nadie te las pide, todo es cosa tuya», se oye decirse a sí misma mientras se deja abrazar y se aprieta contra él. Nota el agua que le resbala por todo el cuerpo, y se imagina que están desnudos bajo la ducha… Los dos solos, sin recuerdos que atender…

Luis siente cómo ella se excita y eso acaba por derribar todas sus precauciones. Le desliza la mano espalda abajo, sin detenerse en la cintura. Se besan con ansia creciente. También ella recorre el cuerpo de él con sus manos. Ahora se las enreda en los mechones empapados, y lo atrae más hacia sí, como si eso fuera posible. Luis siente el contacto de sus pechos libres y firmes bajo el vestido chorreante y tiene que hacer acopio de toda su capacidad de autocontrol para no devorárselos ahí mismo.

Los truenos retumban con violencia, amenazando con agrietar el cielo. Las nubes continúan vertiendo agua sin medida, toda la que durante las semanas previas ha estado bebiendo un sol insaciable. Las calles han quedado desiertas. Los turistas se han refugiado en bares y teterías, y los lugareños, en sus casas. Unos y otros observan como hipnotizados la exhibición de poder de la madre naturaleza. Únicamente la Alhambra, desde su atalaya, nieve, truene o haga un sol abrasador, permanece impasible.

Luis y Sara son ajenos al espectáculo. Ellos están entregados a un espectáculo propio, en el que lo que queda fuera del ámbito de sus cuerpos carece de importancia. Están entregados a besos, caricias y jadeos; esclavos del deseo durante tanto tiempo reprimido; resentidos sin pensarlo con las voces que les aconsejaban precaución, cordura, desconfianza; temerosos en el fondo, aunque en brazos el uno del otro no sean conscientes de ello, de que el hechizo se rompa, de que la tormenta se aleje, cesen la lluvia y el viento, las nubes se deshilachen y el sol implacable recupere su reino.

Continuará…

Sin paz (haiku)


Mientras discuten
el viento y las persianas,
llora esta vela.

Abriendo el cielo


Abriendo el cielo