La torre


La grácil y enigmática construcción posdiluviana que invadía orgullosa y amenazantemente el cielo sobre sus plantas creció por una sola motivación: unir y almacenar ideas.

La torre fue la construcción más hermosa y simbólica que el ser humano haya creado jamás. Desde su diseño y hasta el último ladrillo, cientos de mentes se coordinaron para lograr la enigmática estructura. Su exterior, compuesto por bloques de varios tamaños y distintos materiales, invitaba a pensarla como la soberana de la tierra y el cielo; porque quien controla las ideas controla el mundo.

A una orden, la torre puede ser vista desde tierras lejanas, aparentar ser un simple tabique o ser invisible a todo ojo humano.

En el imaginario colectivo, hay quienes dicen que tiene su propio sistema de condensación del agua y elabora sus propias nubes. Otros creen que tiene un sistema electromagnético para controlar el medio ambiente y crear tormentas dentro de sí. Lo cierto es que, en su interior, se han desarrollado tormentas, erupciones volcánicas, maremotos, sismos, desplazamiento de placas tectónicas y fiestas universitarias.

En su interior conviven, en una paz impuesta por la inmovilidad, hunos y romanos, mexicas y tlaxcaltecas, yanquis y yihadistas; y no saben de guerra hasta que se abre una puerta.

La puerta significa libertad. Libertad de ser, de actuar, de moverse, de morir. Por un momento, que dura lo que dura la puerta abierta, los libros cobran vida, los datos se revuelcan entre sí, se abrazan, se besan, cae el último zepelín de pasajeros, se hunde el RMS Titanic y el Apolo 11 cruza el espacio y aluniza. Interactúan. Todo esto sucede miles de miles de veces.

Contrariando toda ley física, la torre es capaz de trasladarse por cualquier superficie y en cualquier dirección. La torre se dirige a donde quiera y lleva consigo el conocimiento del mundo. Si bien, la torre no existía cuando el hombre descubrió el fuego, tiene registro de ello. A su vez, la torre no ha presenciado los viajes intergalácticos, pero tiene almacenadas varias ficciones que intentan adivinar cómo serán.

Los tantos niveles de la torre se dividen en grupos de ocho. Cada ocho niveles están colocadas puertas negras que conectan con los demás grupos. Toda puerta lleva a toda puerta. Es decir, desde cualquier puerta se puede acceder a cualquier sitio dentro de la torre. Pero las puertas más importantes son la Uno y la Zeta. La primera comunica con el exterior, es el único medio para entrar o salir de la torre. La segunda, es una especie de campo de exterminio o drenaje. Quienes entran allí jamás salen.

Las puertas (las de los grupos de ocho, la Uno y la Zeta) son como una continuidad de ordenadores finita, pero tan lejana que parece infinita, donde solamente una de ellas tiene acceso al exterior (para entrar y/o salir) y es otra la que comunica a la papelera de reciclaje.

Ambas puertas, la de entrada/salida y la de finalización, dan a puertos aéreos desde donde las llamadas «naves de los locos» salen llevándose a los insanos, a los incomprendidos, a los raros, a los defectuosos y a los que, sumergidos en su lectura, se han perdido dentro de sí.

Las naves de los locos no tienen retorno ni dirección concreta. No hay una bitácora que sepa a dónde llegarán. Todo viaje es una travesía, y toda nave es un enigma.

En contraparte, los nuevos visitantes e inquilinos aparecen sin saber de dónde vienen ni cómo han llegado a los puertos de esta torre. Llegan de distintos lugares y en distintos tiempos con datos fantásticos, pocas veces repetidos, muchas veces novedosos.

Desde hace unos años, la torre la guardo yo en un cajón de mi escritorio. Ha sabido esconderse muy bien, mide quince centímetros, es color acero, tiene dos conectores USB escondidos en sus entrañas y guarda todos los conocimientos del mundo (o por lo menos, del mío).

Mi torre de piedras


He montado mi torre,
de piedras diferentes,
con las doctrinas
que vinieron curiosas
hasta mis preguntas.
Vértigo tiene lo verdadero
cuando resuenan agudos
los problemas.
Y varias preguntas
actúan de paracaídas
ante el salto.
Al que se unen
partes escépticas,
partes empíricas,
partes racionalistas,
partes realistas,
y partes idealistas.
Se niegan a ser
elementos sin experimentar
esa sensación, allí mismo.
Dejándose engañar por ella.
Se niegan a ser
pedazos de asimilaciones
individuales
que sólo yo conozco.
Y saltan.
Saltan antes
de que pueda colocar
otro elemento.
Antes de que se complementen
en cada hueco.
Provocan el temblor
y se descompone mi torreón
al siguiente movimiento.
Antes de que escoja
la siguiente piedra.

Eiffel