Un par de veces al mes trabajo en un restaurante que hace espectáculos de burlesque y de circo.
Me gustan los colores, las luces que se encienden y desfallecen dramáticamente, las espadas que son engullidas, las contorsiones, los saltos, las piruetas y piruletas; las chisteras de doble fondo.
Algunas horas antes de abrir, los protagonistas empiezan a llegar y a preparar sus actuaciones con naturalidad y minuciosidad de neurocirujano. Pestañas postizas. Plumas. Brillos. Pajaritas. Y yo me quedo embobada y con la sensación de estar en un lugar y momento donde se permite a cada cual ser quien realmente es. Los disfraces dejan de enmascarar, más bien son capaces finalmente de desnudar a sus dueños. Dejados en campo abierto sin trinchera. Fuertes en su absoluta vulnerabilidad.
Un payaso
Un mago
Una confusa contorsionista
Un saltarín sin red
O simplemente una mujer por fin.
Y acaba el espectáculo, y la gente aplaude, y cae confeti, y ellos sonríen y vuelven a cambiarse. De la misma y solemne manera. Se quitan tacones y narices falsas y se ponen abrigos largos y bufandas. Se disfrazan esta vez de gente gris y ordinaria, y se entremezclan con el resto de nosotros, en el metro, en el supermercado, en el cine.
Menos Felipe, que se deja sus pestañas postizas y un poco de purpurina en el pelo. Mujer valiente.
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