Iasi, la ciudad gótica


Bajamos del tren con más de treinta años de antigüedad que nos condujo a Iasi, después de seis horas de recorrido. Aún estaba oscuro y faltaba más de una hora para que empezara a clarear el día.

Seguimos andando en busca del apartamento donde pasaríamos esa noche, pues aún nos esperaba un largo viaje antes de llegar al destino final. De pronto, la penumbra aumentó, en lugar de disminuir. Los graznidos también iban en aumento. Bastaba levantar un poco la mirada para ver cómo el cielo de aquella majestuosa ciudad rumana se llenaba de cuervos. Parvadas y parvadas se abrían paso por el cielo buscando un hueco en algún árbol. Si hay una ciudad gótica, es Iasi, la ciudad de los cuervos. Jamás vi un espectáculo tan perturbador como ese, excepto en el clásico thriller «The birds», dirigido por el maestro del género, Alfred Hitchcock.

El color oscuro de los cuervos, a diferencia de las gaviotas protagonistas de la citada película, infundía cierto misticismo, pero también, miedo. Las aves aguardaban sobre cada una de las ramas de la hilera de árboles que delineaban el extenso bulevar Carol I, como erguidos caballeros oscuros. Era impresionante. Con los primeros rayos de sol, las aves levantaban el vuelo, formando una densa nube, como al principio, durante su eventual ocupación de la ciudad y se alejaban, probablemente en busca de comida, hasta la madrugada del día siguiente.

El último tren


Imagen: Donny Jiang

Desde la muerte de Tarek había decidido tomarme la vida con más calma. Había experimentado la muerte en algunas ocasiones, dos de ellas fueron muy cercanas y a temprana edad, pero la partida de Tarek fue un hecho que me impactó hasta el punto de hacer un cambio radical en mi vida.
Dejé de fumar de la noche a la mañana, despedí a mi trabajo, me apunté a un gimnasio y vendí el coche para desplazarme en transporte público. Nunca creí que la muerte pudiera convertirse en un empujón hacia un cambio de hábitos y de rutina.

Tarek tenía 29 años cuando una fatídica mañana de abril decidió emprender su último viaje. Nadie supo por qué, se llevó ese motivo a la tumba y ahora que lo pienso, qué importa. Se fue discreto y de manera fugaz…
Nos habíamos conocido en una actividad literaria hacía apenas dos años y seguíamos compartiéndola. Con él había conocido, sin tocarla, la arena, la cultura y la escritura árabe.
Aquella mañana bajé las escaleras del metro con un ritmo inusual. Normalmente me fijaba en la frecuencia de paso del convoy para alcanzarlo, pero en esa ocasión, me dejé llevar por una especie de inercia que me decía: «Tranquila, para qué corres, nadie te espera. Tarek no estará hoy en la clase, te tomarás el café sola en el bar de siempre, quizá coincidas con algún compañero de curso y mantengas una conversación trivial. O quién sabe, quizá inicies una nueva amistad, si es así, tómalo con calma, y al café también».
Reí para mis adentros, era como escuchar a Tarek en uno de sus habituales discursos sobre el sentido trascendente de la vida, era un poeta. Quizá sí había que trascender en nuestra existencia, pero había algo claro y simple en mi manera de ver las cosas ese día: él ya no estaba y sus discursos hoy ya no me servían de nada.

Llegué al andén de la línea 5, allí acostumbra a haber poca gente a media mañana. Hasta lo agradecí. Seguía inmersa en mi nube mental y física y, de repente, un silbido me sacó de mi letargo. Acababa de llegar un tren, luego otro y hasta pasaron dos más. Un adolescente miraba entusiasmado la pantalla horaria, seguro estaba ansioso y feliz por llegar a su destino. Me fastidió esa imagen, y pasé a un estado de incómoda aceptación.

No sabía el tiempo que estaría sentada ahí, esperando quien sabe qué y pensé que no sabemos el tiempo que nos tocará estar todavía aquí. A veces lo decidimos nosotros, como Tarek, otras nos llega por sorpresa.

Me senté y observé a la gente a mi alrededor. Unos pocos se mostraban inquietos paseando de arriba abajo del andén, otros, con excesiva calma, esperaban leyendo o mandando mensajes por el móvil. Yo me mantuve en un momento de reflexión, quizá hasta decidiera dar marcha atrás y faltar a mi curso. De repente vi la luz en el túnel, se acercaba el quinto tren. La gente acumulada avanzó lo más cerca de la línea de espera para abordar rápido. Yo seguía sentada, sin la más mínima intención de reaccionar.
Cuando llegó el tren todavía me quedé observando un poco más a la pequeña multitud repartida en el andén. Sonó un fuerte pitido, se anunciaba el cierre de puertas. Salté del asiento y me precipité a la puerta. Alguien me estiró del brazo evitando así que me quedará atrapada.

—¡Gracias! —alcancé a decir.

—Oye… ¿Estás bien?

Me topé con una preciosa mirada, y además conocida. Era Marcos, compañero de curso. Un desconocido para mí hasta ese instante en que, sin saberlo, permitió que el cierre de puertas me abriera a una nueva oportunidad en mi día.

Tarde


Dieciocho en punto.

El tren se fue con ella,

yo llegué tarde.

En el metro de París


Sigue ahí sentado con los ojos cerrados y recostado del cristal de la ventana. Lleva más de cuatro horas. ¿Meditando, durmiendo? Al parecer llevamos el mismo destino. Es de mi edad y estatura, aunque más guapo que yo cuando está dormido. La gente entra y sale del tren sin percatarse de su presencia. No se mueve ni respira. Por fin, se acerca un empleado uniformado y descubre que el pasajero está muerto. Gracias a Dios ya puedo abandonar la cabina, mi cuerpo es sacado del tren pasadas seis horas del infarto masivo.

La cooperante (IV)


(Si te apetece, puedes leer antes la primera parte, la segunda y la tercera)

—Nos bajamos.

El anuncio de Robredo devolvió a Laia al tren que estaba a punto de dejar España. Por primera vez desde que en Sants no respondiera al teléfono, había dedicado unos minutos a compadecerse de Aleix. El pobre no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Se había quedado sin piso y probablemente creyera que su novia había muerto calcinada. No responder a su llamada había sido una decisión acertada, pues a buen seguro aquella gentuza ya se habría encargado de invitarlo amablemente a que los acompañara. Sabía que habría seguido intentando comunicarse con ella, pero no tendría ocasión de comprobarlo, pues lo primero que hizo el agente especial Bond al encontrarse con ella en el andén fue lanzar el móvil a las vías. Sin duda, lo mejor para Aleix era que la creyera muerta… Laia se avergonzaba interiormente al ser consciente de que “librarse” de él le producía, por encima de cualquier otra sensación, alivio… ¿Cómo podía alegrarse por perder de vista a alguien que se había portado tan bien con ella?

El tren había aminorado la marcha. Robredo se asomó fugazmente por la ventanilla para confirmar que, efectivamente, tal y como vaticinara, la estación de Portbou, a la que se estaban acercando, estaba tomada por la policía. No podían ser menos discretos: las luces de las sirenas se veían a kilómetros de distancia.

—Tendremos que saltar en marcha. Vamos.

Laia sabía que no tenía sentido objetar. No había alternativa posible. Sin embargo, se atrevió a preguntar:

—¿Y luego?
—Nos recogerá una limusina que nos llevará a un aeródromo cercano donde nos espera un jet privado de lujo con champán en la cubitera y caviar iraní…

“Vale, lo he pillado.”

—¿Tú que crees que nos espera? Pues varias horas de caminata en plena noche por la montaña, evitando caminos transitados y zonas pobladas. Si logramos llegar a Francia es posible que encontremos alguna ayuda.

Sin duda, la llamada que había hecho justo antes de anunciar que debían abandonar el tren tenía algo que ver con ello… Un panorama muy alentador…

“En fin, parece que voy a tener que seguir haciendo de Lara Croft. Ahora toca saltar de un tren en marcha…”

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Javier Guzmán, alias Víctor Shervenadze, el nombre que había adoptado durante los dos últimos años, era el segundo agente especial del grupo de asalto K9 que moría en extrañas circunstancias en las últimas 48 horas. El anterior había sido Julián Savall, alias Shasha. Un inoportuno resbalón en la ducha había acabado con su garganta atravesada por unas tijeras abiertas que, inexplicablemente, habían aparecido justo en el punto donde cayó.

El Conseguidor no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción al recibir las novedades.

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Laia estaba exhausta. Llevaban horas caminando campo a través. Había estado a punto de quedarse dormida varias veces, aun sin dejar de andar, pero los zarandeos de Robredo la devolvían a la pesadilla en que se había convertido su vida. Estaba amaneciendo cuando desde lo alto de una colina divisaron un pequeño pueblecito francés.

—Bajemos. Allí podremos descansar un rato.

Robredo volvió a mirar la pantalla del teléfono y Laia, a pesar de su estado semicomatoso, percibió la cara de preocupación de su acompañante. Sólo unos segundos después el agente especial cayó fulminado y, ante la cara de asombro de la joven, que no entendía nada, rodó ladera abajo. No tuvo tiempo de pensar. Inmediatamente se vio inmovilizada por dos hombres corpulentos, vestidos de negro de la cabeza a los pies. Unas gafas de infrarrojos impedían que se les vieran los ojos. Sintió que una mano enguantada le tapaba la boca… y quedó inconsciente.

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El Ministro de Defensa se subía por las paredes. El maldito Ruipérez iba a desear no haber nacido. Lo que se suponía había sido una operación impecable se había transformado de golpe en una bomba que estaba a punto de estallarles en los morros. Dos agentes muertos y otro desaparecido, igual que el enviado del gobierno y la chica… Aquel desgraciado que se hacía llamar Conseguidor estaba demostrando ser una amenaza muy seria, pero él, mano derecha del presidente, no podía permitir que un tipo despreciable pusiera en jaque a todo un gobierno. Tenían que acabar con aquello de inmediato, antes de que el control de la situación se les escapara definitivamente de las manos… Por lo menos el dinero estaba a buen recaudo.

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Luis regresaba por fin a casa tras un día asqueroso asistiendo a ruedas de prensa, tomando declaraciones y grabando crónicas que, al fin y al cabo, no hacían más que dar vueltas a lo mismo sin acabar de aclarar nada. Estaba asqueado por la táctica del “y tú más” a la que los políticos de uno y otro partido no dudaban en recurrir para eludir su responsabilidad. Echaba de menos el periodismo de verdad, iniciar una investigación seria a partir de un indicio e ir indagando hasta destapar algún asunto turbio… Imposible. La actualidad mandaba; ir de aquí para allá a tomar las mismas declaraciones una vez tras otra y asistir a comparecencias patéticas que no aceptaban preguntas… Tras el último ERE la situación había empeorado. Treinta compañeros a la calle y el resto de la plantilla a asumir la misma carga de trabajo. Estaba hasta los huevos de hacer horas extra sin cobrarlas, sabiendo como sabía que en cuanto quisieran se lo quitarían de en medio sin pestañear…

Abrió rutinariamente el buzón… y allí estaba el paquete, sin señas, sin remite, sin inscripción alguna.

Continuará…