El día en que su padre iba a morir
escuchó por primera vez
el reloj de la cocina.
Aproximándose
como una txalaparta
de apetencia salvaje
entre el deshielo,
aquel reloj golpeaba sus manecillas
contra una pared
plagada de murciélagos,
cometiendo un enorme silencio
que ahogaba los afónicos latidos
y llantos incapaces
de levantarse del suelo.
Era el reloj cobrándose una deuda
a manos de la muerte,
ofreciendo un presente eterno
como un abismo
en su tic tac atronador
por cada aguja
que se arrancaba
para hacerse obedecer al fin,
demostrando de una vez
ser el único
con algo que decir.