Nos conocimos un verano,
hace más de tres años
y uno desde que te has matado.
Era una tarde larga y tenaz, de esas
que convierten en cazador al Mediterráneo.
Apenas eras un familiar lejano. Te sudaba la mano
que me estrechaste y tartamudeabas en el sofá.
Parecías memo, un cateto. Ya ves,
no hay encuentro sin condena.
Un día me dijeron que habías muerto.
No había vuelto a pensar en ti
y fueron necesarias algunas preguntas
para asegurarme
que fueras tú, el finado.
Dijeron que te dejaste morir solo en el campo,
en una casa lejos del mar
y que del cuello te colgaban los zapatos.
No se explican qué pasó por tu cabeza
antes de ponerte la cazadora y despedirte de tu mujer,
conducir veinte kilómetros y aparcar bajo el madroño
para después entrar en la cabaña y encender el televisor.
Por las arrugas que dejaste en el sillón,
tuvo que pasar un rato antes de que hicieras café
—dejaste el vaso a medias en la cocina—
pasaras la cuerda por la viga y te subieras a la banqueta
para que el frío acudiera a tus pies.
Y solo eres real desde entonces, como si la longitud
de tus años anteriores no superase tu cuerpo alargado.
Y pienso ahora en nuestro apretón de manos,
en tu sudor recorriéndolas,
y cómo el vacío era más importante
que el aire que llevabas dentro.
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