Alguien les dijo que el padre de Ekaitz había muerto, y la madre prefirió arrendar su propiedad en el pueblo para mudarse a la ciudad a la casa de algún pariente lejano, de manera que tendría los servicios de salud al alcance, pues con la pensión de su marido no podía darse el lujo de pagar un taxi cada que tenía que ir a la ciudad a ver al médico.
En la universidad preguntaron por el profesor con el pretexto de hablar con él sobre una de sus tesis, pero debido a su estado de salud, nadie les quiso informar dónde vivía o dónde podían localizarlo. Un poco decepcionadas, pero no rendidas, fueron a buscar a los profesores de Bioquímica para tener alguna razón de quien fuera su alumno. Mientras discutían se percataron de que alguien se aproximaba. Dejaron de hablar por un momento para cerciorarse de que ese hombre se dirigía a ellas.
—Kaixo, ¿ustedes conocían a Ekaitz?
—¿Por qué lo preguntas?
—Las escuché mencionar su nombre. En la facultad lo recordamos con frecuencia. Y, curiosamente, no ha habido muchos estudiantes con ese nombre.
—Si lo admiran tanto, ¿cómo es que no se han organizado para continuar con su labor? Por cierto, ¿quién eres?, ¿nos puedes decir algo del profesor, su mentor?
—¿Por qué estás tan segura de que no nos estamos organizando? El problema con Ekaitz es que prácticamente trabajaba solo, y las cosas realmente importantes sólo las compartía con el profesor, por eso nunca pudimos saber con certeza qué fue lo que ocurrió.
—¿Y no hablaron con el profesor?
—Él tampoco pudo saber lo que había descubierto Ekaitz el día que desapareció.
Maialen y Lucía estaban lejos de ser unas detectives experimentadas. Ni evocando las mejores novelas negras y películas de suspenso pudieron definir el paso siguiente. Fue entonces cuando Maialen trajo a cuento el mensaje de la nota.
—Ustedes son de Bioquímica, ¿qué puede significar eso de que “la bruma no es lo que parece”?
—Acompáñenme, por favor.
Por la actitud de su interlocutor, parecía que habían hecho la pregunta correcta. Siguieron a aquel hombre hasta su despacho. Era una oficina en el centro de investigaciones bioquímicas de la universidad. Cogió una carpeta con varios documentos y fotografías y la entregó a las chicas.
—Quizás nos puedan ayudar con esto. Nosotros hemos intentado descifrar qué es lo que encontró nuestro compañero Ekaitz. No estamos muy seguros de que nuestras conclusiones sean las correctas, pero si ustedes consiguen confirmarlo, no duden en confiárnoslo.
—¿Por qué tendríamos que confiar en ti, en ustedes?
—Porque estos documentos son confidenciales, los encontramos entre las cosas de Ekaitz, el día que despareció. Sus padres sabían que andaba metido en un asunto peligroso, pero nunca hablaban de ello. Esa noche, al darse cuenta de que Ekaitz no llegaba, su madre nos llamó y nos dirigimos directamente al despacho donde solía trabajar. Esto fue lo que pudimos rescatar. Nadie sabe que tenemos este material. Aquí hay información que pertenece al estudio de impacto de la incineradora. Creíamos que iban a eliminar todas las pruebas. Teníamos miedo. Pero no hemos cesado la búsqueda, créanme.
—¿Y por qué confías en nosotras?
—No confío, pero mientras más frentes haya en esta lucha, mucho mejor.
****
Era el octavo cigarrillo de la tarde. Su intuición le decía que la clave estaba allí y el cigarrillo le ayudaba, decía, a concentrarse. Entonces lo vio. ¡El humo, eso era! El humo que emitía la incineradora se dividía en dos columnas, no una como se observaba a simple vista en las fotografías. Eso fue lo que Ekaitz descubrió aquella tarde, antes de decidir adentrarse en las inmediaciones de la incineradora. Había visto tantas veces la fotografía que no había reparado en el detalle. La columna de humo se dispersaba en una bruma blanquecina, aparentemente inocua. Pero, después de observar detenidamente, se distinguía una segunda humareda, justo detrás de la columna principal. Había una ligera variación de color con relación a la columna del primer plano, y ese humo seguramente se dispersaría en una bruma tóxica que se concentraría en los alrededores. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, aquella sensación era lo más parecida al espanto.
Ekaitz sabía que esa no era una bruma cualquiera y esa hipótesis cobró fuerza cuando apagó su décimo cigarrillo. Recordó que recientemente los medios de comunicación revelaron que el humo del tabaco contenía altas cantidades de polonio radiactivo. Si multiplicábamos esas concentraciones y las trasladábamos a las emisiones de la incineradora, el resultado, sobra decir, era fatal.
La bruma radiactiva hacía que las células de la piel aceleraran su deterioro, pero además ralentizaba todas las funciones y, finalmente, si no se recibía asistencia médica al poco tiempo, el sistema nervioso se paralizaría hasta la muerte.
Cuando Ekaitz se dirigía a casa del profesor, tomó la desviación que pasaba por la zona de la incineradora. A lo largo del camino se extendía una densa capa de humo, que a esas horas de la noche se confundía con una espesa niebla. Los oriundos habrían pensado que era normal, pues la niebla había estado presente siempre en aquella zona. Descendió del coche con precaución y se cubrió el rostro con una mano. Sin una linterna era difícil observar claramente a través de la bruma.
Ekaitz se percató de la presencia de alguien y gritó sin obtener respuesta hasta que pudo distinguir en esa silueta la de su profesor. Ekaitz no disimuló su alegría, pero también estaba desconcertado.
—Sube al coche—, indicó el profesor.
Ekaitz obedeció la orden, no sin antes preguntarle qué hacía allí.
—Sabía que lo descubrirías, eres un chico muy listo, Ekaitz. Siempre me ha impresionado cuando el discípulo supera al maestro.
Dijo esto y le inyectó el veneno con un hábil movimiento, impropio de su edad. Después llevó el cuerpo al interior de la incineradora y se marchó sin dejar rastro.
El profesor era la misma persona cuya rúbrica acompañaba un nombre falso en la lista de firmantes en el documento de aprobación de la incineradora, pero también quien días antes había cuestionado públicamente la campaña que difundía el bajo impacto ambiental del proyecto. Jugando en los dos bandos había protegido su reputación, pero también una jugosa pensión como recompensa.
Existía un hombre que nació con el don de hablar con los insectos. Cierto día vio, en un camino muy largo, a un gusano arrastrándose para llegar hasta el final.
El hombre se acercó y lo saludó, le preguntó si quería que él lo llevara en su hombro hasta el final del sendero, porque sentía compasión por él y no quería que se cansara o muriera en el camino.
El gusano, atónito porque un hombre hablaba su idioma, rechazó la oferta. Le dijo: «Gracias, pero puedo seguir por mí mismo. Si no hubieras aparecido, de todas formas hubiera tenido que seguir mi camino. No necesito compasión por el hecho de llevar la vida de cualquier gusano, ni requiero de un trato especial. Sigue tu camino, buen hombre».
El hombre, pensativo, se despidió del gusano y siguió su camino. Al llegar a su destino pensó en las palabras del gusano y dejó de esperar a que un ser más grande que él le tendiera la mano y le ofreciera un atajo a su destino.
El hombre nunca supo que el gusano, al rechazar su amabilidad, le salvó la vida.
Ojalá que la despedida nunca
se seque en tu garganta. Y allí, habite
durante el lamento. Coserá a hilos,
retorcerá tu laringe y tocará
tus cuerdas como violín. No soltarás
palabra. Quien escribe sutura, una y otra
vez. Una y otra vez, tragas la pus. No
soltarás palabra. Será el tiempo raso
quien acudirá a ella y pondrá sus manos
sobre ti, desenredando el nudo como flor que se abre.
Tu paladar renacerá al degustar cada palabra
y todas se abrirán ante tus dientes y tus labios,
cuando tu lengua escupa la tinta de tus venas.
Paseaba la dama por el mercado, un apuesto mozo voceaba ¡Fruta! ¡Fruta fresca envenenada! ¡compre aquí su fresca fruta envenenada! La dama al pasar por su lado, se molestó y le increpó, como quiere usted, que compre su fresca fruta si está envenenada.
Permítame decirle señora, tan notable es su belleza,que el veneno no la afectará. Con esos grandes y hermosos ojos, que iluminan su bello rostro, podría tomar una manzana; A su aterciopelada y linda boca, le sería un grato placer probar estas fresas; Con esa piel, tersa e increíblemente suave que a leguas se ve, se podría deleitar de una pera.
Tan grandiosa belleza es la que usted irradia, que mi fruta envenenada podrá gozar.
La dama, colmada de elogios, la fruta compró; Al doblar la esquina del mercado, al suelo envenenada cayó.
He probado todos los olores de las flores sobre la Tierra para buscar el que más se acercara al perfume de tu piel… cuando ya estaba a punto de darme por vencido encontré un veneno que huele tan bien como tú.
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