Candela


«Candela» (collage y pintura), serie «Azules y Rojos, pasado continuo».
          «La milicia y los propios vecinos aporreaban las puertas de las casas e irrumpían requisando todo lo que tenían al alcance.         
»Aquello que no les servía simplemente lo lanzaban por los balcones. Si no hubiéramos estado encerrados todos tras ventanas y puertas tapiadas, podríamos haber presenciado una lluvia continua de cómodas, mesitas de noche, libros y sillas, que estallaban en esquirlas de madera nada más caer y desmembrarse en las aceras.         
»Después se hacían grandes fogatas y los llantos y el olor a quemado inundaban las calles».  

Vorágine dolorosa


El 25 de noviembre de 1897, se otorgó a la provincia de ultramar de Puerto Rico la Carta Autonómica, en la que autorizaba un gobierno de carácter autónomo a la isla. El régimen comenzó en febrero de 1898, pero al estallar la Guerra Hispano-Americana y la subsiguiente invasión por el ejército norteamericano, el gobierno ni siquiera pudo iniciar sus funciones. Por medio del Tratado de París, España cedió su soberanía a Estados Unidos sin que fueran consultadas las instituciones puertorriqueñas[1] . De este modo, la isla pasó de la tiranía española a la norteamericana ante los ojos de los isleños quienes no sabían cuál sería su destino en adelante. Durante la vorágine que sucedió a la invasión, el pueblo estuvo dividido y muchos actos vergonzosos, como los que suelen ocurrir durante la guerra —y que nunca fueron llevados ante la justicia—, tuvieron su escenario en las montañas de Puerto Rico.

Cinco años antes de la invasión

Aurelia tenía trece años cuando su padre le vendió su cuerpo al hacendado, señor de la finca donde su familia vivía agregada. Su progenitor desalmado, vio en la belleza de su hija un pasaporte para saldar la deuda en la tienda de raya[2] y con el sobrante comprar un terrenito para poco a poco fundar su propio imperio. Por lo menos ese era su sueño ahora que se hablaba de que España le daría la autonomía a isla y los criollos iban a deshacerse del dominio de los tiranos.

No pensó por un segundo en la niña cuando el viejo libidinoso le hizo la oferta. Aquella noche mandó a la muchachita a buscar un cubo al cobertizo para que Asunción, su mujer, no se diera cuenta de lo que había hecho. No es que le importara mucho lo que pensara o dijera, al fin y al cabo, ni siquiera estaban casados, pero él era el macho, quien mandaba y decía lo que se hacía en su bohío. Más bien era porque no soportaría su mirada lánguida, llena de reproche y su negativa a acostarse con él sabe Dios por cuántos meses. Las putas eran muy caras y ni hablar de una querida, por lo que estar de buenas con ella era necesario para poder descargar sus necesidades.

Aurelia era menuda, sus pechos apenas florecían, pero sus ojos eran su perdición. Aquella mirada zafiro era única en la comarca, su desgracia ante el deseo del hacendado que se había empecinado con la incipiente belleza de la muchachita. Obediente como era, salió a cumplir la orden de su padre, por más que le temía al Cuco. Ya estaba en camisón. A esas horas estaría durmiendo después de un arduo día ayudando a su madre con el cuido de sus hermanos, los animales y los quehaceres del hogar, que no eran pocos. Iba frotando sus ojos de sueño y cansancio, cuando se le apareció el hombre gordo y asqueroso, Don Prudencio Ruiz y Delgado. Aunque era de noche y solo le alumbraba la tímida luz de un quinqué, enseguida lo reconoció. Sintió en sus virginales entrañas el frío que precede al peligro. Se le revolvió el estómago. Las piernas le comenzaron a temblar. No tuvo tiempo de correr. El animal se le abalanzó encima, arrastrándola hasta la cabaña y la tiró sobre la paja seca desgarrando de una vez la bata. Se tumbó sobre ella, aplastándola, bañándola de su sudor hediondo y de su apestoso aliento. La niña luchaba e intentaba gritar, aterrada, pero su voz era apagada con el peso del cuerpo de aquella bestia. Le dolía, sabía lo que le hacía pues muchas veces había visto sin querer a su padre tenderse sobre su madre, pero a ella no parecía dolerle. Las lágrimas le entraban por los oídos. Cansada, cerró los ojos y se hundió en aquella eternidad.

—Ya te volveré a ver. Le diré a tu padre cuándo —dijo el maldito mientras se cerraba el pantalón, dejándole saber que aquello había sucedido con la anuencia del padre. Tronchada, regresó al bohío donde todos dormían y se acurrucó, callada, llorando en silencio.

Al día siguiente, el campesino fue a buscar el pago por la virginidad de la niña. El hacendado rió a carcajadas ante la ignorancia de su trabajador.

—Da gracias a Dios que no te echo de la finca, ¡ignorante! Todo lo que está en esta hacienda me pertenece, hasta tu familia. Puedo disponer del virgo de todas tus hijas cuando quiera —dijo burlándose, ufano y fumándose un puro.

El padre rabioso intentó atacar al terrateniente con su machete, pero se le adelantó y de un tiro terminó con su vida. Los negros y demás peones corrieron cuando escucharon la detonación.

—¡Sáquenlo de aquí! —ordenó el hombre y todos obedecieron sin preguntar.

Desde ese momento en adelante, Aurelia evitó que desalojaran a su madre y a sus hermanos de la hacienda pagando con su cuerpo. Todos sabían lo que había ocurrido aquella noche, pero nadie hablaba de ello. Pasaron varios años y la niña se transformó en una mujer, cada día más hermosa, la debilidad del viejo gordo.

Aurelia «la tiznada»[3]

Lo que nadie sabía de Aurelia, era que la joven había abrazado el Movimiento Autonomista Puertorriqueño y su deseo era liberar a la isla de los terratenientes españoles, de una vez por todas. La Carta Autonómica no era suficiente, pues la isla no contaba con suficientes soldados para luchar contra el ejército español. Tenían que irse todos a las armas hasta expulsar el tirano.

Por las noches, escondida entre las sombras, vestida de obrero de la hacienda, corría hasta una hacienda cercana en donde se reunían un grupo de jóvenes —y menos jóvenes— que tenían la esperanza de que los españoles fueran arrojados. Aurelia había adquirido una identidad masculina para que no la reconocieran. Era inteligente, sabia, buena estratega. Sabía dónde estaban las otras haciendas, conocía a las jóvenes criollas y a las negras libertas, de quienes podía conseguir cualquier información. Como Don Prudencio le había permitido usar los caballos, a veces iba de una hacienda a otra, investigando, buscando los mejores lugares para esconderse. Un viejo que había sido esclavo y que la conocía de niña era su consejero. A él le contaba todo pues lo amaba como al padre que no tuvo y confiaba en él.

 —Moncho, ya quiero que todo termine. Hay mucha incertidumbre entre la gente. ¿Crees que los españoles dejarán sus haciendas y se irán? —le preguntó.

 —Es poco probable, niña. Llevan toda la vida aquí, han hecho sus fortunas y todos les debemos. Nos han explotado. Tienen listas de todo, no nos dejarán libres, no hay escapatoria para nosotros. Quizá para ti, pero para nosotros los esclavos…

—Ya no eres esclavo, Moncho…

 —Ay, niña… He sido esclavo toda la vida y eso de la mentada libertad en nada ha cambiado que soy negro, que tengo que trabajar en el sol desde que sale hasta que se esconde.

 —Si fuera por mí ya no trabajarías…

—Lo sé muy bien. Niña, no te preocupes por mí, más bien ten cuidado con lo que haces.

—¿Lo que hago? ¿De qué?

—Sé que te disfrazas de hombre y te tiznas la cara y el cuerpo para que no te reconozcan.

—Debes saber también por qué lo hago. Los terratenientes tienen que salir de la isla. Ya no podemos soportar tantos abusos. Aún con el nuevo gobierno, no se han inmutado, creen que están por encima de la ley.

—¿Y qué piensan hacer?

—Vamos a luchar hasta que no quede uno en esta isla —sentenció la joven.

La invasión norteamericana

El 1898 fue un año que empezó con una tremenda sequía. No se vislumbraba que las cosechas pudieran sobrevivir. Ya para julio, las lluvias comenzaron, al principio los agricultores estaban contentos e iniciaron la siembra de los frutos menores. Sin embargo, la lluvia se convirtió en aguaceros copiosos. Se reportaron inundaciones, ríos desbordados y enfermedades[4].

El 25 de julio de 1898, las tropas norteamericanas comandadas por el General Nelson Miles entraron por el sur de Puerto Rico, abriéndose paso por los pueblos de la isla. Muchos habitantes —criollos, mestizos, campesinos, jornaleros y negros— pensaron que los norteamericanos venían a liberarlos del ejército opresor y que estos por fin serían expulsados de la isla. Ante esa impresión, colaboraron con el invasor[5].

A partir del mes de julio se suscitaron «las venganzas» contra los hacendados. Al principio los atacantes encapuchados y tiznados, venían a caballo y en nombre del ejército norteamericano entraban en las haciendas, robaban los suministros que había en las tiendas de raya y rompían los libros en los que estaban apuntadas las deudas de los peones. Luego los ataques fueron más severos. Llegaban a las casas de los hacendados, se llevaban lo que podían y quemaban lo que no, en muchos casos asesinaban a los mayordomos y a los hacendados. Tampoco faltaron las extorsiones a cambio de que se aumentaran los jornales de los obreros durante las cosechas de café[6].

Aurelia era líder del grupo de los tiznados y recibía órdenes directas de «Águila Negra»[7]. Muchos decían que era su mujer. Cabalgaba altiva, orgullosa, repartiendo castigo a quienes tanto daño le habían hecho a la patria y a los suyos. Los demás la obedecían, conocían las señales que hacía con sus manos y cabeza, porque no hablaba durante los ataques para ocultar que era mujer. No miraba a nadie de frente, pues podían identificarla por el color único de sus ojos. Esperaba con calma el momento de vengarse de Don Porfirio. Al malnacido lo había dejado para el final. Había planificado por años lo que le haría si tuviera la oportunidad y le había llegado. Su corazón se había endurecido en la espera, ya no era aquella niña que el viejo violó apoyado por su padre, ni la muchacha que sufrió bajo su maloliente cuerpo para evitar que la dejaran en la calle con su madre y hermanos. Ahora era una mujer, dueña de sí y dueña de la vida de aquel animal cuando quisiera.

Aquella noche se vistió despacio, recogió su melena castaña y cubrió su cara y cuerpo de hollín. En el cinto llevaba un revólver Orbea No. 7 y un cuchillo afilado para cercenar la garganta del maldito. Caminó hasta la caballeriza y tomó su caballo preferido, un caballo ordinario, de campesino, que no se distinguía de ningún otro. No sabía si iba a regresar. Los soldados americanos transitaban los caminos para evitar los ataques y devolver el poder a los terratenientes españoles sobre sus haciendas. Aurelia respiró profundo el aire puro de la montaña y se dirigió a donde se reuniría con sus tiznados. La vieron llegar en su humilde corcel, soberbia. Saludó con la cabeza. Luego hizo señales para que supieran que esa noche le caerían a los Ruiz y Delgado. Se alistaron y cabalgaron hasta las inmediaciones de la vasta finca. Unos perros empezaron a ladrar y a aullar a lo lejos. Seguro que avisaban a sus amos de lo que se les venía encima.

Los trabajadores y negros de la hacienda salieron empuñando machetes para defender a su amo, pero poco tiempo duró la refriega. Los tiznados estaban mejor armados, con armas de fuego que habían robado en sus asaltos anteriores. Los defensores cayeron o huyeron al monte por sus vidas. Uno a uno los tiznados encendieron sus antorchas. Aurelia fue directo al cobertizo en donde había perdido su virginidad y lo incendió. Dio su visto bueno para que tomaran los caballos, entraran a la tienda y hurtaran todo lo que pudieran. Allí los hombres cargaron sus caballos de mercancía y quemaron los libros de las deudas. Después se dirigieron a la casa grande, que permanecía a oscuras.

—¡Salga de ahí, Don Porfirio! —gritó uno de los tiznados—. Sabemos que está ahí escondido con su familia.

Nadie respondió. Adentro estaba el cobarde, junto a su mujer, sus hijas, esposos y nietos. Se acercaba la Navidad y se habían reunido para pasarla en familia. Las mujeres lloraban aterrorizadas. La esposa rezaba el rosario entre dientes. Los jóvenes esposos querían salir. Ellos eran criollos y pensaban que nada podían tener en su contra.

—No salgan —susurró Porfirio—. Son unos bandidos que no entienden razones.

—Pero algo hay que hacer, pueden quemar la casa con nosotros adentro —respondió uno de los yernos.

—¡Qué no, les digo!

—Padre —suplicó una de las hijas—, déjalos salir. Ellos son de aquí, del pueblo, todos los conocen y saben que son criollos, gente buena. Deja que hablen con ellos.

El viejo no tuvo otra alternativa que dejar que sus yernos salieran, pero no se equivocaba. Si bien era cierto que los tiznados no tenían nada en contra de los criollos al principio, en algunas áreas de la isla ya habían asaltado sus fincas. Tan pronto salieron, los amarraron y no quisieron escuchar sus ruegos de que no hicieran nada a su familia.

Aurelia entró a la casa con algunos de sus hombres y encontró a las mujeres arrodilladas, rezando. El viejo esperaba sentado con una pistola en la mano, que nunca usó. Se daba cuenta que solo podría matar a uno o dos y luego sería peor para él. Miraba fijo al suelo. Tenía pánico a la tortura, sabía que era lo que merecía por sus pecados pasados. Aurelia se acercó al anciano despacio. Haló los pocos cabellos que le quedaban en la cabeza para mirarlo a la cara. Cuando sus ojos se encontraron, el hombre se orinó encima. Vio en el fondo de los ojos de la joven un profundo odio, tan hondo como el mar entre España y aquella isla. En la semioscuridad veía claramente el filo del puñal que la muchacha sostenía en su mano. Su final estaba cerca.

—No le hagas daño al abuelo —suplicó una voz infantil halando con sus manitas la parte de atrás de su chaleco.

Aurelia recordó que el viejo no escuchó sus súplicas aquella desdichada noche. Sus ojos se metían en el alma oscura de su violador intentando encontrar arrepentimiento en ellos, pero solo encontró miedo, pavor, espanto. En su interior se le revolvían los sentimientos. El niño seguía gimiendo, suplicando por la vida de su abuelo. No, ella no era como aquel animal. Era diferente. Una lágrima zanjó su cara tiznada. Bajó el cuchillo, miró al niño y dio la espalda al viejo para irse.

Una bala surcó el espacio entre los dos. Y Aurelia cayó exánime.

 

Bibliografía

[1] Burgos-Malavé, E.M. (1997): Génesis y praxis de la Carta autonómica de 1897 en Puerto Rico, San Juan, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe.

[2] Picó F. (1987) 1898: La guerra después de la guerra. Ediciones Huracán, SJ. La tienda de raya era un establecimiento a crédito en las haciendas en el que los jornaleros eran obligados a comprar, como eran analfabetos ponían una raya para firmar. Se prestaba para el abuso, pues nunca sabían el verdadero monto de la deuda.

[3] Ibid. Grupo de paisanos armados que salían durante la noche, tiznados el rostro y cubriéndose las facciones a fin de no ser reconocidos.

[4] Ibid.

[5] Ibid.

[6] Ibid.

[7] Ibid. «Águila Negra» bandido idealizado y a quien se le identificó con la causa por la independencia, aunque no hay documentos que lo evidencien. También fue conocido como «Águila Azul» y «Águila Blanca».

Images: yahoo.com (CCO) Puerto Rico invasion 1898

El desquite


picture1

            El niño Fermín se pinta los labios. El pintalabios rojo de la abuela seduce la imaginación. Rellena de curiosidad cada frontera virgen de la boca. La precisión de este hombrecito con el lápiz labial es magistral apenas a los siete años. Boquiabierto no deja de coquetear. Maniobra como un experto el celular regalado por los abuelos para sacar un selfie. Abandona el cuarto. Asegura que nadie lo vea. Sube las escaleras hasta el lavadero ubicado en el ático. Escoge la camisa preferida de su padrastro del canastillo de la ropa sucia. Besa apasionado la prenda elegida en la parte interior del cuello. Arroja la camisa al cesto de lavar sin miramientos.

           Murmura. Los escalofríos aparecen. Duda. Teme ser descubierto. Elimina toda evidencia. Baja brincando los escalones de dos en dos. Jadea. Frena. Llega al salón comedor. Examina la nueva pintura que por semanas conquista la atención de todos en la casona. Embelesado ante la estampa del velorio clava la mirada en el infante. El detalle del pequeño inocente tendido sobre la mesa contrasta con su diablura. La ausencia del rojo en los labios del niño muerto es acusadora. Los ojos de los personajes pintados en el lienzo lo persiguen. Siente en la piel el veredicto. Imagina la sentencia. Cada uno de ellos parece gritar enmudecido. Aflora la culpa en la semilla del arrepentimiento. El miedo a ser castigado amaina su instinto justiciero.

            No hay vuelta atrás. Mamá sube las escaleras. Fermín la mira de reojo. El silencio se desnuda. El llanto es eco. Retumba zigzagueando por las paredes desde el ático hasta el sótano. El niño ni parpadea. Paralizado ve las gotas de sudor caer al suelo. Los gritos amplificados de la mujer que lo procreó descongelan sus pies. Corre a esconderse en la habitación. El corazón se atasca entre las costillas en un acelerado salto inesperado. Se arrodilla. Reza. Hace la señal de la cruz. Brinca a la cama. Tararea. Ensaya una y otra vez el rostro de la santidad. Invoca la prematura inocencia malograda. Divaga. Bosteza. Cabecea. La madre se desahoga degollando la camisa manchada de un tijeretazo. Mientras tanto el hijo desvelado revive los acercamientos indebidos de su padrastro.

Nota aclaratoria: La foto de El Velorio (1893) del pintor puertorriqueño Francisco Oller y Cestero es parte de la inspiración de este cuento corto. El original de la obra se encuentra en el Museo de la Universidad de Puerto Rico en el pueblo de Río Piedras. Mide 8 pies de alto y 13 pies de largo. Es uno de nuestros tesoros culturales, si tienen oportunidad de visitar nuestra isla, no se la pierdan.

Negro, rojo, gris… ¿y el verde?


Sotanas negras, de odio,
portadoras de negros augurios,
nostálgicas de un negro pasado.
Sotanas rojas, de sangre,
de los inocentes que ignoraron,
de aquellos a los que condenaron,
nostálgicas de rencor, de represión
y de mezquina venganza.
Amigas del poderoso,
de ese poder mentiroso,
insensible al sufrimiento,
cómplice del abuso,
que enmascara la verdad y reescribe la historia. Seguir leyendo «Negro, rojo, gris… ¿y el verde?»

La cooperante (V)


(Si te apetece, puedes leer antes la primera parte, la segunda, la tercera y la cuarta)

—Así que tú eres la causante de tanto revuelo…

Laia había despertado en el interior de un helicóptero que acababa de tomar tierra. La condujeron, amordazada, a través de un inmenso jardín rodeado de murallas al interior de un palacio que custodiaban numerosos hombres armados de cara inexpresiva. Pese a notarse todavía bajo les efectos del narcótico con el que la habían dormido pudo reparar en el lujo ostentoso de las instalaciones, decoradas con todo tipo de obras de arte, que no parecían baratijas precisamente.

La llevaron hasta una gran sala diáfana al fondo de la cual había una mesa de madera con una silla a un lado y, al otro, una gran butaca que casi parecía un trono. La sentaron en la silla, le quitaron la mordaza, y la dejaron sola. No tuvo tiempo ni de preguntarse qué hacía allí porque enseguida apareció de detrás del “trono”, diríase que surgido de la nada, un hombre elegante, de unos cincuenta años, que irradiaba seguridad en sí mismo. No había duda de que se trataba del amo del lugar.

Se sentó frente a ella, la examinó durante unos instantes con expresión mezcla de curiosidad y fastidio, y empezó a hablar:

—No entiendo, ni en verdad me importa, por qué el gobierno de tu país se ha tomado tantas molestias por alguien tan insignificante, pero lo que sí sé es que a mí me están causando muchas más, y eso sí que me importa.

El tipo hablaba un castellano perfecto que apenas dejaba entrever un leve acento francés, y hacía gala de una autosuficiencia bastante despreciable; sobre todo teniendo en cuenta el lamentable aspecto que presentaba la joven.

Robredo (“¿Qué habrá sido de él? ¿Estará muerto?”) le había explicado algunas cosas sobre su secuestro y posterior liberación. Todo había sido una comedia organizada con el único propósito de desviar una ingente cantidad de dinero público hacia negocios muy turbios. Aquel tipo sería muy importante y sin duda estaba muy cabreado con el gobierno español, pero estaba claro que no conocía los detalles de la operación. Laia no sabía si eso tenía trascendencia alguna ni si era bueno o malo para ella.

—Debes estar preguntándote qué haces aquí… Tranquila, tu vida no corre peligro… de momento.

“Muy tranquilizador, desde luego”, pensó Laia, que había optado por no abrir la boca mientras no le hiciera una pregunta directa.

—Tienes que saber que tu gobierno ha pretendido tomarme el pelo y ha creído que se me pueden estafar unos cuantos millones sin que tome represalias por ello… Jamás me había topado con unos seres tan estúpidos.

“Vale, ¿y qué pinto yo aquí?” Laia no estaba tranquila; sentía el peligro. Sin embargo, tras haber superado dos años de un secuestro infernal, durante los cuales deseó la muerte a diario, su situación actual no era ni remotamente comparable.

—Evidentemente, pienso cobrarme la deuda, y con intereses. No sé por qué, pero tú pareces ser una mercancía muy preciada, así que lamento comunicarte que vuelves a estar secuestrada. Por tu bien, y por el de tu país, confío en que los inútiles que os gobiernan accederán a mis condiciones para tu liberación.
—Pero si quieren matarme…

El Conseguidor no pudo evitar que, al oír aquellas palabras, un casi imperceptible gesto de sorpresa le cruzara el rostro, pero se repuso al momento:

—Pues entonces te espera un futuro funesto. No tengo intención alguna de mantener a una invitada en mi casa de forma indefinida.

……………………………………………

Aquella información era una bomba que muchos preferirían no tener en sus manos. Lo que acababa de leer, y tanto la grabación de audio como la de vídeo que acompañaban al dossier, eran material suficiente para hacer caer al gobierno en pleno. El mayor escándalo desde la instauración de la democracia. Por supuesto, los documentos carecían de validez ante un juez por la forma ilegal en que, sin duda, habían sido obtenidos, pero bastaba con publicarlos para dictar sentencia… El problema era que no estaba nada seguro de que algún medio se atreviera a difundirlos. Había en juego demasiados intereses… “Pronto me pondré en contacto con usted”, le anunciaba el anónimo que había dejado el paquete en su buzón.

Ya estaba amaneciendo. Había dedicado toda la noche a estudiar aquel material… Como trascendiera que estaba en su poder podía darse por liquidado… El secuestro de la joven cooperante en Palestina había sido obra del propio gobierno. El jefe de la trama era el mismísimo Ministro de Defensa, si bien el informador anónimo no descartaba que estuviera implicado incluso el presidente. Habían adquirido armamento por valor de 50 millones de dólares a un traficante ruso para entregarlo como rescate a los supuestos secuestradores, que en realidad eran agentes de la inteligencia española y mercenarios contratados para la ocasión. El negocio de la operación residía en el hecho de que ese mismo armamento posteriormente había sido vendido de forma clandestina a señores de la guerra del Sudán por 100 millones, y el dinero convenientemente invertido en algún paraíso fiscal. Para no dejar cabos sueltos, la operación debía concluir con la muerte “accidental” de la cooperante, si bien el anónimo aseguraba que hasta el momento había logrado ponerla a salvo…

—¡Buuufffff! ¿Y qué hago yo con esto?

Luis, veterano periodista, con un gran prestigio en la profesión ganado a pulso destapando varios casos de corrupción política y empresarial, no se encontraba sin embargo en su mejor momento. Su intachable trayectoria les importaba un pimiento a los inversores del periódico en el que trabajaba, que sólo querían resultados empresariales. En los últimos meses otros profesionales tan intachables como él habían sido puestos de patitas en la calle sin miramientos, y sentía que su continuidad pendía de un hilo… Aquella historia era demasiado buena, demasiado trascendental como para obviarla. Había caído en sus manos el material que todo periodista soñaba… pero no sabía por dónde empezar.

……………………………………………

Aquella mañana hacía más frío del normal para mediados de septiembre. La humedad del suelo calaba hasta los huesos y las hojas de las plantas y arbustos estaban cargadas del agua del rocío de la noche. Nubes grises recorrían el firmamento empujadas por un suave viento del norte que, sin embargo, a quien permanecía en el suelo, expuesto a los elementos, con la ropa destrozada, y varias heridas abiertas, no le parecía tan suave. Robredo sentía un dolor intenso en varias zonas del cuerpo. Tenía la cara manchada de sangre seca que había manado de una herida en la cabeza. Intentó incorporarse. Pese al intenso dolor, comprobó que las piernas le funcionaban. Notaba una fuerte opresión en el pecho. Se deshizo de lo que le quedaba de americana, se levantó el jersey y por fin pudo aflojar el chaleco antibalas que le había salvado la vida.

Continuará…

La cooperante (IV)


(Si te apetece, puedes leer antes la primera parte, la segunda y la tercera)

—Nos bajamos.

El anuncio de Robredo devolvió a Laia al tren que estaba a punto de dejar España. Por primera vez desde que en Sants no respondiera al teléfono, había dedicado unos minutos a compadecerse de Aleix. El pobre no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Se había quedado sin piso y probablemente creyera que su novia había muerto calcinada. No responder a su llamada había sido una decisión acertada, pues a buen seguro aquella gentuza ya se habría encargado de invitarlo amablemente a que los acompañara. Sabía que habría seguido intentando comunicarse con ella, pero no tendría ocasión de comprobarlo, pues lo primero que hizo el agente especial Bond al encontrarse con ella en el andén fue lanzar el móvil a las vías. Sin duda, lo mejor para Aleix era que la creyera muerta… Laia se avergonzaba interiormente al ser consciente de que “librarse” de él le producía, por encima de cualquier otra sensación, alivio… ¿Cómo podía alegrarse por perder de vista a alguien que se había portado tan bien con ella?

El tren había aminorado la marcha. Robredo se asomó fugazmente por la ventanilla para confirmar que, efectivamente, tal y como vaticinara, la estación de Portbou, a la que se estaban acercando, estaba tomada por la policía. No podían ser menos discretos: las luces de las sirenas se veían a kilómetros de distancia.

—Tendremos que saltar en marcha. Vamos.

Laia sabía que no tenía sentido objetar. No había alternativa posible. Sin embargo, se atrevió a preguntar:

—¿Y luego?
—Nos recogerá una limusina que nos llevará a un aeródromo cercano donde nos espera un jet privado de lujo con champán en la cubitera y caviar iraní…

“Vale, lo he pillado.”

—¿Tú que crees que nos espera? Pues varias horas de caminata en plena noche por la montaña, evitando caminos transitados y zonas pobladas. Si logramos llegar a Francia es posible que encontremos alguna ayuda.

Sin duda, la llamada que había hecho justo antes de anunciar que debían abandonar el tren tenía algo que ver con ello… Un panorama muy alentador…

“En fin, parece que voy a tener que seguir haciendo de Lara Croft. Ahora toca saltar de un tren en marcha…”

……………………………………………

Javier Guzmán, alias Víctor Shervenadze, el nombre que había adoptado durante los dos últimos años, era el segundo agente especial del grupo de asalto K9 que moría en extrañas circunstancias en las últimas 48 horas. El anterior había sido Julián Savall, alias Shasha. Un inoportuno resbalón en la ducha había acabado con su garganta atravesada por unas tijeras abiertas que, inexplicablemente, habían aparecido justo en el punto donde cayó.

El Conseguidor no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción al recibir las novedades.

 ……………………………………………

Laia estaba exhausta. Llevaban horas caminando campo a través. Había estado a punto de quedarse dormida varias veces, aun sin dejar de andar, pero los zarandeos de Robredo la devolvían a la pesadilla en que se había convertido su vida. Estaba amaneciendo cuando desde lo alto de una colina divisaron un pequeño pueblecito francés.

—Bajemos. Allí podremos descansar un rato.

Robredo volvió a mirar la pantalla del teléfono y Laia, a pesar de su estado semicomatoso, percibió la cara de preocupación de su acompañante. Sólo unos segundos después el agente especial cayó fulminado y, ante la cara de asombro de la joven, que no entendía nada, rodó ladera abajo. No tuvo tiempo de pensar. Inmediatamente se vio inmovilizada por dos hombres corpulentos, vestidos de negro de la cabeza a los pies. Unas gafas de infrarrojos impedían que se les vieran los ojos. Sintió que una mano enguantada le tapaba la boca… y quedó inconsciente.

……………………………………………

El Ministro de Defensa se subía por las paredes. El maldito Ruipérez iba a desear no haber nacido. Lo que se suponía había sido una operación impecable se había transformado de golpe en una bomba que estaba a punto de estallarles en los morros. Dos agentes muertos y otro desaparecido, igual que el enviado del gobierno y la chica… Aquel desgraciado que se hacía llamar Conseguidor estaba demostrando ser una amenaza muy seria, pero él, mano derecha del presidente, no podía permitir que un tipo despreciable pusiera en jaque a todo un gobierno. Tenían que acabar con aquello de inmediato, antes de que el control de la situación se les escapara definitivamente de las manos… Por lo menos el dinero estaba a buen recaudo.

……………………………………………

Luis regresaba por fin a casa tras un día asqueroso asistiendo a ruedas de prensa, tomando declaraciones y grabando crónicas que, al fin y al cabo, no hacían más que dar vueltas a lo mismo sin acabar de aclarar nada. Estaba asqueado por la táctica del “y tú más” a la que los políticos de uno y otro partido no dudaban en recurrir para eludir su responsabilidad. Echaba de menos el periodismo de verdad, iniciar una investigación seria a partir de un indicio e ir indagando hasta destapar algún asunto turbio… Imposible. La actualidad mandaba; ir de aquí para allá a tomar las mismas declaraciones una vez tras otra y asistir a comparecencias patéticas que no aceptaban preguntas… Tras el último ERE la situación había empeorado. Treinta compañeros a la calle y el resto de la plantilla a asumir la misma carga de trabajo. Estaba hasta los huevos de hacer horas extra sin cobrarlas, sabiendo como sabía que en cuanto quisieran se lo quitarían de en medio sin pestañear…

Abrió rutinariamente el buzón… y allí estaba el paquete, sin señas, sin remite, sin inscripción alguna.

Continuará…