Crujen las ventanas, crujen los muros. Cruje la casa. Se contrae y se dilata como Alicia, pero no es un cuento. Cruje tan fuerte, como si se rompiera algo. ¿El silencio? Nicolai lo percibe en sueños y se despierta. Sus ojos me preguntan “mami, ¿qué ha sido eso?”. Yo pienso que lo que se rompe es la realidad. Un vistazo a través de la ventana me revela lo contrario. No, la realidad no se quiebra. Al menos, todavía no.
Es posible que la grieta que está en el salón sea producto de semejantes altibajos en el estado de ánimo de esta casa. Cualquier día de estos, la grieta también se ensanchará y nos abrirá otra dimensión. Si es lo suficientemente grande, tal vez pueda explorar en su interior, con suerte hasta encuentre algún tesoro oculto.
Me pregunto si crujirán igual las casas de la gente que vive en climas glaciares, cuando el hielo comienza a derretirse, con ese ruido que te hace pensar que algo va a reventarse.
Cuando hace esos ruidos, imagino a la casa desde fuera, contorsionándose conforme va aumentando o disminuyendo la temperatura, como un gigante que se estira después de despertar de un largo sueño.
Al principio, cuando la casa crujía, se generaba cierta tensión en el ambiente, como esa especie de temor a lo impredecible. Pero nos hemos ido familiarizando con esos estrépitos repentinos. Ahora forman parte de este ecosistema que consideramos nuestro hogar. A veces intentamos interpretar, según la intensidad del crujido, lo que nos quiere decir la casa: si está eufórica, si tiene frío, hambre, si está aburrida e incluso si está enfadada. Sin embargo, poco podemos hacer para satisfacer sus ímpetus, excepto escucharla. Aunque por esta sencilla razón, es una afortunada, no cualquiera presta tanta atención a su casa, como si fuese una más de la familia.
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