Luis se asomó a la ventana. La calle hervía de actividad. Se fijó en una figura que empujaba un carro de la compra atestado de cacharros. Se fijó más y no sin dificultades decidió que se trataba de una mujer. Era difícil determinar el sexo puesto que vestía con ropas anchas, oscuras, y un abrigo de pana que le iba varias tallas grande. En pleno mes de junio completaba el conjunto con un gorro de lana negro y guantes recortados que dejaban al descubierto unos dedos que desde aquella distancia no podía distinguir, pero que estaba seguro de que no tenían un tacto agradable.
La vagabunda se detuvo y sacó de uno de los bolsillos del abrigo una botella de la que echó un largo trago. Cuando acabó se limpió la boca con una manga cuyo tufo a vino peleón debía alcanzar varios metros a la redonda, y le ofreció la botella, con un gesto exageradamente teatral, a un chico joven, que no pudo evitar asustarse y apartarse de allí con un salto bastante ridículo.
Luis cambió de objetivo. Siguió ahora al chico, que, con visible expresión de asco, se alejaba de la vieja echando miradas nerviosas hacia atrás a cada pocos metros. Parecía que ella le gritaba algo, algún improperio. Finalmente, el muchacho continuó su camino. Tenía prisa. Luis pensó que quizás se dirigía a la estación de metro. Efectivamente, era así, pero antes de llegar a la escalera que se perdía bajo tierra debió despistarse y chocó con una mujer que acarreaba un par de bolsas cuyo contenido acabó esparcido por el suelo. Ella también cayó. El chico dudó un instante, pero finalmente desapareció por la boca del metro. Desde su ventana Luis pudo distinguir el “¡cabrón!” que le dedicó un repartidor de paquetería que había presenciado la escena. Dejó un paquete bastante voluminoso en el suelo y se acercó a toda velocidad para socorrer a la mujer, quien aún no había tenido tiempo de comprender qué le había ocurrido.
Entre el repartidor y un hombre negro muy alto la ayudaron a incorporarse. La señora era bastante voluminosa y no resultó tarea fácil. Tras comprobar que no había sufrido más daños que los morales se dispusieron a reintegrar en las bolsas los artículos desperdigados, pero cuando la mujer vio en manos del negro un paquete de cereales se puso hecha una furia y empezó a gritarle. “¡Ladrón!” pudo percibir el oído de Luis.
Rápidamente se acercó más gente al lugar, pero el hombre prefirió no esperar a comprobar el grado de ecuanimidad de los recién llegados a la escena, así que dejó los cereales donde los había encontrado y salió corriendo.
La señora centró sus iras en quien sólo pretendía echarle una mano, contagiando su indignación a quienes la rodeaban. Ya se le había olvidado el motivo por el que había caído al suelo. El repartidor decidió que ya no pintaba nada allí y se largó a continuar con su jornada laboral sin recibir ni un triste “gracias”. Recogió el paquete y se dirigió hacia una fila de vehículos aparcados, donde debía esperarle la furgoneta. Luis vio perfectamente cómo al llegar a una Renault Kangoo blanca recogió un papel que estaba sujeto en el limpiaparabrisas y con ostensibles gestos de contrariedad lo hizo trizas antes de abrir la puerta del conductor.
Desde aquella ventana situada en la planta doce de un exclusivo edificio de oficinas Luis resiguió la fila de vehículos hasta encontrar al causante del cabreo: un agente de movilidad que controlaba con todo el celo del mundo que cada uno de los allí estacionados tuviera el pertinente ticket de zona azul. En aquel momento escribía en su talonario de multas para dejarle el correspondiente “regalito” a un Seat Ibiza rojo cuya conductora apareció en el mismo momento en que el diligente empleado municipal se disponía a proseguir la ronda. La joven le mostraba visiblemente enfadada el ticket que acababa de obtener del parquímetro, situado a unos cincuenta metros de allí. El agente se giró, levantó los brazos como diciendo “a mí no me cuente sus problemas”, y continuó su camino. La chica le dedicó todo tipo de lindezas antes de romper la multa, lanzar los pedacitos en dirección a aquel “capullo”, y colocar el ticket de control horario en el salpicadero. Luis pensó que le serviría de prueba en caso de recurrir la sanción. También pensó que era muy atractiva. Vestía un vestido corto de tirantes, tan rojo como su coche, y caminaba resuelta sobre unos tacones de vértigo. Se alejaba calle arriba y no pudo evitar quedar brevemente hipnotizado por el movimiento pendular de la larga cola de caballo en que había recogido su melena rubia, pero sobre todo por el balanceo de unas caderas de infarto.
Al pasar junto a un banco en el que se sentaban, con el culo en el respaldo y los pies en el asiento, tres jóvenes aparentemente despreocupados y desocupados, la muchacha aceleró el paso de repente. Le habían dicho algo que no le había hecho demasiada gracia, porque cuando se encontraba unos metros más allá se giró hacia ellos y les dedicó una peineta perfectamente ejecutada. Los chicos rieron sonoramente, le lanzaron alguna burrada más y chocaron sus manos, satisfechos.
Los ojos de Luis miraron ahora hacia abajo, casi en vertical. En la misma acera por donde se entraba al edificio donde se hallaba, casi en la misma puerta, vio a una mujer de rodillas en el suelo. No lo apreciaba bien, pero estaba casi seguro de que apoyado en su regazo había puesto un pedazo de cartón, en el que sin duda habría escrito algún mensaje presuntamente lacrimógeno. Lo que sí veía era la mano derecha de la mujer, extendida en inconfundible gesto de pedir limosna.
Luis descolgó el teléfono situado sobre su escritorio:
—Seguridad, hagan el favor de retirar a la pedigüeña que se ha colocado junto a la entrada. Da muy mala imagen.
—De inmediato, señor.
Luis no se molestó en volver a asomarse. En aquel momento le sonó el móvil:
—Señor ministro, tiene listo el coche oficial. Dos agentes de seguridad le esperan a la entrada de su despacho para acompañarle.
—Gracias. Ya salgo.
Luis pensó en la pereza que le provocaba tener que reunirse con el comisario de economía de la Unión. Volverían a hablar de lo mismo de siempre: los avances en la recuperación, las reformas estructurales que había que seguir aplicando, las políticas monetarias del BCE, la necesidad de anunciar alguna medida que redujera el descontento de la población… La ruta estaba marcada y todo avanzaba según lo previsto. España volvía a ser un país competitivo y atractivo para los mercados y la inversión extranjera.
Se puso la chaqueta que había dejado en el respaldo de la silla y abrió la puerta. Con suerte acabarían a tiempo para ver el partido. Seguro que al comisario le apetecía sentarse en el palco del Bernabéu.