Descalza


Imagen: Ava Sol

Cuando sobra la piel,

no hay caricia que se ajuste a un alma rota.

Atada por el yugo entre mis pies

lloraban mis sueños, para morir después.

Donde ayer se apagaron las estrellas,

hoy me bordan las flores de tus labios.

Vuelo ligera, como nube arropada por el viento,

entre tus brazos.

Camino descalza, siguiendo el ritmo agitado de tu cuerpo.

Me visto de ti, enredada entre tu pelo alborotado.

Sacio tu sed, habitando el espacio sagrado donde bailo…

El viento lleva cascabeles


Tú ahí flotando
yo también
el viento lleva cascabeles
en ofrenda a la tempestad

lluvia

viento

lluvia

furia.

Yo aquí flotando
tú también
como si dormir
fuera la salvación
cuando arrecia
el temporal.

Una orquesta de sonidos
amorfos
enmudecen los latidos
estremecen como aullidos
la noche.

En cualquier momento
saldré a tu encuentro
¿acaso
me esperarás despierto?

lluvia

viento

lluvia

y solo un silbido
al alba.

Centrifugando recuerdos (XXVI)


Imagen libre de derechos obtenida en pixabay.com

(Los capítulos anteriores los puedes leer aquí)

Unos metros más adelante, Sara se sienta en un murete, junto al busto de piedra de un león. Aún no ha pasado un día completo desde que se despidió de la vieja estatua.

—Es impresionante, ¿verdad?

Luis se sienta a su lado.

—El qué, ¿tu vestido? —pregunta, en un nuevo arranque de atrevimiento espontáneo.

Sara ríe y se lo queda mirando. Está muy cerca. «Bésalo», se oye pensar. «Calla, ¿estás loca?», se reprocha con poca convicción. Luis parece captar el impulso reprimido de ella y eso lo envalentona. «Bésala, te lo está pidiendo», pero tarda demasiado en decidirse. Sara se aparta un poco y dirige su atención a la Alhambra, omnipresente.

—Me refiero a esa maravilla.

Luis cierra los ojos un momento. «Tienes que decirle lo que sientes. No has venido hasta aquí para tontear como dos adolescentes». Recuerda aquella primera cita con Berta, lo excitado que estaba por tenerla a su lado en el cine. Recuerda las sensaciones que lo dominaban, pero apenas nada de la película. En su cabeza se proyectaba otra película, en la que él alargaba su mano hasta encontrarse con la de ella; entonces ella apoyaba la cabeza en su hombro, mientras se acariciaban con los dedos; y acababan abrazados y besándose apasionadamente. Pero aquello sólo ocurrió en su imaginación. La realidad fue mucho más prosaica. «¿Te ha gustado?» «Sí». «¿Te apetece un refresco?»«Vale». Los únicos besos fueron los de despedida, en la mejilla.

Sara suspira.

—¿Por qué has venido, Luis? —pregunta, sin dejar de mirar a la Alhambra, en un tono que más que pretender una respuesta parece un reproche.

«Porque estoy colado por ti. Porque has puesto patas arriba mi vida y desde la noche que te marchaste no puedo apartarte de mis pensamientos». Un flash en el que aparece el torso desnudo de Íngrid, sobre la cama de un hotel, se cuela insidioso en su mente. Luis aprieta los párpados y se muerde los labios. «Porque quiero que me dejes entrar en tu vida». Pero no, nada de eso sale de su boca.

—Ya lo sabes.

Sara ríe, pero ya no es una risa fresca y traviesa, sino más bien la risa desganada que tan malas vibraciones transmitió la noche anterior. Luis busca sus ojos, que se resisten a abandonar la seguridad del recinto nazarí, pero finalmente lo hacen, diríase que como resultado del efecto de la gravedad. Su mirada cae despacio y, antes de seguir su camino hacia el suelo, se detiene en las retinas de él, lo justo para trasladarle de nuevo una sensación de tristeza inexplicable.

—¿Qué te pasa? Hace un momento estabas espléndida, y ahora, de repente…

—Parezco un alma en pena. Lo sé. Esa soy yo. No sé qué película te habrás montado por tu cuenta, pero estoy muy lejos de ser una chica alegre con un vestido bonito, que se pasa la vida riendo y flirteando con desconocidos que vienen a verla desde el quinto pino.

Luis está perplejo. No sabe cómo responder a los cambios de humor de Sara y teme que cualquier cosa que diga precipite el final del encuentro.

Una nueva ráfaga de viento irrumpe en la escena. Esta vez con la fuerza suficiente para arrastrar hojas secas y algún envoltorio de plástico olvidado en el suelo por visitantes descuidados.

Un pequeño escalofrío recorre la espalda de Luis. Sara se cruza de brazos instintivamente, para protegerse del frío inesperado, y levanta la vista hacia el cielo.

—Se acerca una tormenta —anuncia.

Luis observa las nubes amenazadoras provenientes de Sierra Nevada y respira aliviado: el repentino cambio de tiempo le ofrece la escapatoria del callejón sin salida en el que se encontraba la conversación.

El viento vuelve a soplar, y ahora empieza a ser molesto. Sin embargo, hojas, plásticos y papeles celebran su llegada interpretando espontáneas danzas aquí y allá. Las nuevas ráfagas arrastran polvo y arena, que chocan contra los cuerpos y se meten en los ojos. Sara y Luis agachan la cabeza. El viento se ensaña con la melena de Luis y balancea la coleta y los pendientes de Sara.

—Se va a liar una buena —advierte ella—. Más vale que nos pongamos a cubierto.

Luis ve cómo se incorpora, y cómo una ráfaga traviesa le levanta el vestido, dejando al descubierto unos muslos suculentos.

—¡Uuuuuhhhh! ¡Si voy a salir volando!

Sara se lleva las manos a las piernas para tratar de devolver el vestido a su sitio. Ríe, y Luis se relaja. Cuando se pone en pie, el primer trueno, aún lejano, les advierte que no van a disponer de mucho tiempo antes de que empiece a llover. El sol ha quedado oculto ya tras las nubes furiosas, a juzgar por su color gris oscuro, y la temperatura ha bajado diez grados de golpe.

—Larguémonos —conviene Luis.

La pareja sale del recinto, empujada por el viento a favor, y empiezan a subir la cuesta del Chapiz, buscando la protección de las fachadas. Sara hace malabarismos para mantener el vestido en su sitio por debajo de la cintura, y la situación le divierte. Ríe sin parar, cosa que a Luis le parece perfecta. Enseguida el viento afloja y los truenos se oyen más cerca. Los primeros goterones de la inminente tormenta aterrizan sobre la acera.

—¡Rápido, que ya empieza! —urge ella, que abre camino corriendo como puede, sin apenas separar las piernas, y cuesta arriba.

Luis, una vez más, se deja llevar. Se pasa la vida dejándose llevar por las mujeres con las que se cruza, pero eso ahora no va a ponerse a analizarlo. Su mundo en este momento lo constituye una joven granaína que trata de ponerse a cubierto de la tormenta anadeando como un pato acelerado, con una larga coleta y dos largos pendientes que se balancean al ritmo de sus pasos torpes pero irresistibles. Todo en ella lo es, y Luis sólo piensa en que la situación se prolongue lo bastante como para que los negros nubarrones desalojen por completo esa cabeza que tanto le gustaría comprender.

Los goterones son ya un continuo, y pronto una cortina de lluvia racheada empapa cuanto encuentra en su trayectoria. Sara y Luis no son excepción, así que antes de quedar completamente mojados se refugian bajo la cornisa de un portal.

—Madre mía, cuánto hace que no llovía así —comenta Sara, excitada por la carrera y el remojón.

Reguerillos de lluvia descienden por su pelo y su cara. Luis se fija en las pequeñas gotas que han aterrizado sobre su nariz, y en sus ojos sonrientes. Aunque la temperatura ha caído en picado, tiene las mejillas rosadas, producto del esfuerzo. Las aletas de la nariz se le abren con cada inspiración, y jadea; el pecho se le infla, empujado por los pulmones. Luis la observa, embobado, lo que contrasta con el ritmo frenético al que le circula la sangre, bombeada por un corazón que late encendido. Están tan próximos que, por fuerza, piensa Luis, Sara tiene que oír sus latidos, a pesar de la tormenta que descarga rabiosa, a pesar del rugido del torrente que, junto al bordillo, ya desciende a toda velocidad en busca del Darro.

Lo único que retiene al joven del impulso de abrazarla es el miedo al rechazo, a que huya otra vez.

Sara, entretenida con la observación de los efectos del aguacero, permanece ajena a esa batalla interna, hasta que se gira hacia él.

—Mira cómo nos hemos puesto —señala, despreocupada, mientras con una mano se toca el vestido y con la otra le toca la camiseta—. Estás chorreando —advierte, en el mismo instante en que se da cuenta de que el contacto de su mano con el estómago de él actúa como un desencadenante: primero un respingo involuntario e inmediatamente un suspiro—. ¿Qué te pasa? —pregunta, aunque conforme pronuncia las palabras ya sabe la respuesta. Sus ojos lo dicen todo.

La lluvia arrecia y el viento sigue soplando, con lo que enseguida la cornisa deja de suponer resguardo alguno. Sara mantiene la mano apoyada en el estómago de Luis, cuya respiración se acelera. Se miran inmóviles, y ambos luchan: ella por dejarse llevar de una vez y él por retener el impulso de hacerlo. Que las gotas voraces se estén dando un festín a su costa no tiene la menor importancia.

Una de esas gotas decide caer en el ojo de Sara, que parpadea. Se lleva entonces la mano libre a la cara y, en un gesto instintivo, se pasa los dedos, tan mojados como el resto del cuerpo, por el ojo agredido. Aprovechando el viaje, se retira un mechón de la frente, y en ese momento Luis se deja llevar.

«No te vayas», piensa en el instante en que sus labios entran en contacto con los de ella. «No te vayas», piensa cuando su lengua se abre camino. «No te vayas», piensa al sentir la lengua de ella que sale a recibir a la intrusa. «Por favor, no te vayas», ruega con el pensamiento al atreverse a rodearla con los brazos. «No te vayas», suplica mudo al notar el contacto con su cuerpo, caliente a pesar de la fría lluvia.

Sara celebra la derrota de la razón y saborea el momento. Le gustaría que durara indefinidamente, que siguiera cayendo el agua a mares y que la lluvia espesa actuara de barrera contra el mundo. Ellos dos solos, sin nadie que los juzgue, sin explicaciones que dar… «Nadie te las pide, todo es cosa tuya», se oye decirse a sí misma mientras se deja abrazar y se aprieta contra él. Nota el agua que le resbala por todo el cuerpo, y se imagina que están desnudos bajo la ducha… Los dos solos, sin recuerdos que atender…

Luis siente cómo ella se excita y eso acaba por derribar todas sus precauciones. Le desliza la mano espalda abajo, sin detenerse en la cintura. Se besan con ansia creciente. También ella recorre el cuerpo de él con sus manos. Ahora se las enreda en los mechones empapados, y lo atrae más hacia sí, como si eso fuera posible. Luis siente el contacto de sus pechos libres y firmes bajo el vestido chorreante y tiene que hacer acopio de toda su capacidad de autocontrol para no devorárselos ahí mismo.

Los truenos retumban con violencia, amenazando con agrietar el cielo. Las nubes continúan vertiendo agua sin medida, toda la que durante las semanas previas ha estado bebiendo un sol insaciable. Las calles han quedado desiertas. Los turistas se han refugiado en bares y teterías, y los lugareños, en sus casas. Unos y otros observan como hipnotizados la exhibición de poder de la madre naturaleza. Únicamente la Alhambra, desde su atalaya, nieve, truene o haga un sol abrasador, permanece impasible.

Luis y Sara son ajenos al espectáculo. Ellos están entregados a un espectáculo propio, en el que lo que queda fuera del ámbito de sus cuerpos carece de importancia. Están entregados a besos, caricias y jadeos; esclavos del deseo durante tanto tiempo reprimido; resentidos sin pensarlo con las voces que les aconsejaban precaución, cordura, desconfianza; temerosos en el fondo, aunque en brazos el uno del otro no sean conscientes de ello, de que el hechizo se rompa, de que la tormenta se aleje, cesen la lluvia y el viento, las nubes se deshilachen y el sol implacable recupere su reino.

Continuará…

Dime, viento


Foto: Benjamín Recacha
Foto: Benjamín Recacha

Cuéntame, mi viento amigo:
¿Dónde se fueron los sueños?
¿Dónde dejé los empeños?
Háblame, me voy contigo.

Sóplame, quiero sentirte.
Ya todo me queda lejos.
Rompí todos los espejos.
Tengo tanto que decirte…

Pero mi boca está muda,
mis ojos quedaron ciegos.
La realidad es tan cruda,
que devoró los sosiegos.

Y dime, mi dulce brisa:
¿Vale la pena esperar?
¿Sirve para algo luchar?
Aguarda, no tengo prisa.

Ya no.

Ay, viento… Nada comprendo.
Hay tantas cabezas bajas,
tantas voces decayendo,
y gritos que son navajas…

Hay tanto rencor oculto,
tanta herida mal curada,
tanta dignidad chafada,
que pensar es un insulto.

No quiero pensar.
Ya no.
Ni saber.
Ni sentir.
Ya no.

Viento, dime: ¿tú lo sabes?
¿Qué nos depara el futuro?
¿Superaremos el muro?
¿Encontraremos las llaves?

He esperado año tras año…
Han saltado tantas chispas…
Pero el fuego nunca prende.

Ya no sé de qué depende,
que reaccionen las avispas.
Dóciles en el rebaño.

Pero ya no importa.
Ya no.

Llévame, viento a volar.
Sácame de este lugar.
No quiero ver ya más gente
con esa mirada ausente.

Llévame ya, sin demora,
antes de que acabe igual,
con el yugo y el bozal.
Siento que mi alma llora.

No quiero llorar.
Ya no.

No es pena lo que yo siento,
sino un pinchazo de ira.
¿Todavía tengo aliento?
Mi dignidad aún respira.

Mi viento, sé un huracán.
Llama a tu amiga tormenta.
Poned fin a tanta afrenta.
Se acabó implorar el pan.

No me rindo.
Aún no.

Tras el velo y el viento


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La espera


Roure del Giol

Me paso el día esperando, rememorando tus caricias, contando las horas, con la ansiedad por volver a sentir tu contacto. A veces no vuelves, me dejas plantado, y me pregunto si estarás jugando con la misma luna que me mira compasiva. Otras, apareces fugaz, apenas te intuyo, tan esquivo que haces que me pregunte si no te habré soñado.

Te echo de menos en las noches de verano, cuando desapareces durante jornadas abrasadoras y no vuelves conmigo ni siquiera para aliviar mis sueños.

Pero cuando creo que me has abandonado por siempre, apareces desatado, con esa pasión que me desarbola y me desnuda. Mis brazos te buscan y tú los azotas sin piedad.

Caen las hojas.

Mi viento amado, tan dulce y tan salvaje. Libre.

El otoño (haiku)


Entre Castillo y Castroviejo