Correspondencia entre Lizbeth y Leandro


Lizbeth querida:


La mala suerte llegó a mí. Ni mis llamadas, ni mis mensajes llegan a ti. Las palomas mensajeras no quieren ir a tu casa y la autoridad me prohíbe acercarme adonde estás.

Por eso entrené esta ave, que te trae esta carta, para decirte que es verdad que fue mi culpa, que yo no debí hacerlo y que, por mi madre, no volveré a faltarte el respeto con nadie más.

Lizbeth, ya casi termina mayo. Ya van tres meses desde que te dieron de alta, ya creo que es tiempo suficiente para que se termine este drama, ¿no crees?

Lizbeth, te amo con toda mi fuerza. Te amo con todas las palabras y con todo el océano y las lluvias del mundo.

¿Recuerdas el mar? ¿Los atardeceres con vino tinto y los besos? Tuvimos buenos momentos, ¡los mejores! Así que no dejes que muera nuestro amor y llámame. O escríbeme o hazme llegar un saludo, porque si no sé de ti nuevamente, moriré.

Tuyo siempre y para siempre, Leandro.

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Leandro:


Nuestro amor está más muerto que esta ave. ¡Estúpido!, me enteré de tu horrible carta por medio del internet. ¿Acaso no sabías que el peso de tus palabras, por muy vacías y falsas que sean, es demasiado para un pájaro como este? Todo lo que tocas muere. Por eso me alejé de ti. Por eso y por todas tus tonterías, tus infidelidades y tus golpes.

Y sí, tus golpes, porque no te puedes hacer el olvidado de las tres veces que me golpeaste. De la última, apenas logré salir viva.

Así que, no es casualidad que ni las llamadas, ni los mensajes, ni las putas palomas lleguen a mí. Tienes una orden de restricción, ¿entiendes la seriedad de eso?

Deberías estar en la cárcel. Te odio.

Espero que Facebook y la morbosidad de la gente te hagan llegar está última respuesta que tengo para ti. Adiós.


Con desprecio y odio inmenso, Lizbeth.

V (Perséfone)


¿Dónde se hospeda
la violencia?
¿Dónde habita
luego de que sale
de la gente?

Cuando no puede volver al origen,
se aloja en la mente
de quien no comprende.

ESCENA EN DORADOS

«Sol en tormenta» por Crissanta.

Cuando tú vas, yo ya he vuelto,
aunque nadie quiera hablar de ello.
Ni siquiera yo; lo acepto.

Antes de ser valquiria,
Atalanta, Artemisa,
fui la koré, Perséfone,
en doncellez desvalida,

La mirada de soslayo,
el insidioso comentario
precedían…

… al arrebato,
la ventisca,
la ira de Hades
en la mesa de la cocina.

(No hay suficiente valeriana
árnica, pasiflora o lavanda
que basten en esta vida).

Y además, después, el rapto
—los raptos—;
las visitas al Inframundo
cada sequía.

Cuando ellos van, yo ya vuelvo.
Sin venganza, con heridas,
con la lección aprendida.

El otro


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Raúl se detuvo al frente de la puerta. Miró para todos lados antes de sacar la llave y abrirla. Se metió rápidamente. Miró por las ventanas para ver si alguien lo seguía, corriendo las cortinas de inmediato. Su corazón latía de manera acelerada. Su boca estaba seca, le sabía a metal. Se llevó las manos a la cabeza moviéndola de un lado a otro. Luego se tapó los oídos.

—Estoy seguro de que nadie me seguía —dijo.

—De nada se puede estar seguro en la vida. Tal vez haya alguien escondido —advirtió el otro.

Caminó sigiloso por el pasillo. Abrió todas las puertas, incluyendo las de los armarios y hasta la del refrigerador. No había nadie. El miedo lo paralizaba por momentos. Sollozaba. Se dirigió al baño, cerró la puerta y abrió el agua caliente del lavabo. El cuarto se llenó de vapor. Entonces metió las manos en el agua hirviendo. Con un cepillo y jabón se las estregó hasta que estuvieron enrojecidas. Agarró una toalla blanca para cerrar la llave. Se secó las manos y con los codos abrió la puerta para no ensuciarlas. Fue a la cocina para prepararse un emparedado. Miró sobre la encimera donde estaban los cuchillos. Faltaba uno.

—¿Dónde lo habré puesto? —se preguntó en voz alta.

—Nunca sabes en dónde dejas las cosas —contestó el otro.

—¿Cómo que no sé?

—Eres descuidado. Siempre estás distraído.

—¡Cállate! ¡Ya me tienes hastiado!

Risa. Esa fastidiosa risa. Furioso, abrió los cajones en busca del cuchillo extraviado. Mientras buscaba las carcajadas eran más y más fuertes. Estaba al punto del completo desespero, cuando recordó que había tomado el cuchillo para ponerlo en el cajón de la mesa al lado de su cama la noche anterior, cuando escuchó un ruido en el patio. Fue un golpe seco, como si alguien se hubiera caído en el patio. Fue al cuarto, miró en la mesa y allí estaba. Lo tomó en sus manos y por un momento dudó si debía dejarlo allí o devolverlo a la cocina. Se decidió por lo segundo. Alguien podía entrar en la noche e iba a necesitarlo.

Raúl volvió a mirarse las manos, le pareció que estaban sucias otra vez. Así que regresó al baño y repitió el ardiente ritual. Tomó el cuchillo y regresó a la cocina para hacerse el emparedado. Con cuidado abrió la envoltura del pan. Sacó el jamón, el queso y la mayonesa. Cuando abrió el pomo, le pareció ver algo que se movía en el interior. Fijó la mirada adentro del envase hasta que vio unos gusanos que se hundían y salían de la crema. Con horror, lo soltó desparramando el contenido por el suelo. Nervioso, agarró el papel toalla para limpiar. Apenas podía aguantar las ganas de vomitar. Arqueaba asqueado, mirando los gusanos que se levantaban a sacarle la lengua. Buscó el frasco de amonio, regando el detergente en el piso hasta el punto de no poder respirar. Cuando empezó a toser, se tapó la nariz y la boca, abrió las ventanas para que saliera el penetrante olor.

—¿No tienes hambre? —preguntó el otro.

—¿Qué te importa?

—Los gusanos son sabrosos. Si le sacas la cabeza te puedes chupar lo de adentro.

Ya no pudo más. Salió corriendo al baño a vomitar la bilis. No tenía nada en el estómago. No acostumbraba a comer nada en la calle, ni en el trabajo. Le daba asco no saber quién manejaba los alimentos y de dónde los sacaban. Había escuchado tantas historias. Cuando terminó se miró las manos y procedió a exfoliarlas de nuevo. En este punto, ya le sangraban las ampollas que con el tiempo se había causado.

—Échate alcohol —ordenó el otro.

—¿Alcohol?

—Sí, todavía tienes las manos sucias.

Raúl buscó en el botiquín el alcohol y se puso en las manos. Sintió un ardor terrible que le quemaba. Abrió la llave del agua fría y las metió, sintiendo algo de alivio.

—¿Por qué me engañas? —preguntó al salir del baño.

—Porque eres un tonto.

Raúl escuchó más carcajadas burlonas. Las manos le quemaban y sintió rabia. Buscó el cuchillo para acabar con la risa que lo aturdía. Fue entonces cuando escuchó el golpe seco de nuevo en el patio. Corrió hacia la ventana, entreabriéndola miró pero ya estaba oscuro. Antes tenía un foco que alumbraba el jardín, pero se había fundido. Estaba seguro de que alguien lo había dañado a propósito.

—¡Maldito sinvergüenza! —gritó, colérico.

—Sal a ver qué pasa.

—¿Cómo voy a salir si hay alguien afuera?

—¿Para qué quieres el cuchillo? ¿No es para defenderte?

—Sí, sí… claro.

Tenía miedo, mucho miedo. Tanto que estaba a punto de llorar. Buscó una linterna en la cocina, abrió despacio la puerta que daba al patio. Se armó de valor, del cuchillo y salió. Con la lámpara alumbró una esquina del jardín. Algo se movía allí. Caminó en dirección a lo que se movía. Otro golpe seco a sus espaldas. Se volteó rápidamente, mirando hacia la casa. Alguien lo espiaba por la ventana.

—¡Ya está bueno! —gritó—. ¡Sal de ahí!

Avanzó hacia la casa. Una bellota cayó del árbol y le dió en la cabeza. Pensó que alguien se la había tirado.

—¿Por qué te escondes en la oscuridad? ¡Da la cara, cobarde!

Raúl comenzó a gritar improperios. Tanto gritó que el vecino salió para ver qué sucedía.

—¡Mire, cállese ! —gritó el vecino—. ¿No ve que ya es tarde?

—¿Por qué no sale, le digo?

El vecino se asomó por la ventana y vio a Raúl con el cuchillo en la mano. Por supuesto que no iba a salir. Ese hombre era peligroso. Tomó el celular y llamó a la Policía. Cinco minutos después, llegaron cinco patrullas iluminando con sus luces azules y rojas el vecindario. Algunos vecinos salieron para mirar qué pasaba. Desde las patrullas, los uniformados pudieron ver al hombre que vociferaba insultos desde su patio. Se bajaron de sus carros y se reunieron para decidir qué iban a hacer con el hombre.

—¡Hay alguien aquí! —gritó Raúl agitando los brazos, pero la distancia y el ruido de los radios en las patrullas no permitieron que los agentes escucharan lo que decía. Lo único que podían ver era el brillo del cuchillo en la oscuridad.

—¡Señor, baje el arma! ¡Ponga el arma en el suelo! —ordenó uno de los policías.

—No lo hagas, Raúl… Es una emboscada. Lo que quieren es que no puedas defenderte —le susurró el otro al oído.

Raúl caminó hacia adelante sin soltar el cuchillo, sonó un disparo y cayó al suelo. Los policías corrieron hacia él para verificar si aún estaba vivo.

—Sigue con vida —afirmó uno de ellos—. Llamen a la ambulancia.

Cuando llegó a la sala de urgencias, el médico que lo atendió lo reconoció enseguida.

—Este hombre está enfermo —apuntó el galeno—. Padece una enfermedad mental.

Imagen: Pixabay

El maestro


Suspiré lentamente, mientras los labios carnosos del maestro recorrían mi cuello bañado por el sudor. Debo haberle recordado una fierecilla del bosque en ese instante, porque el cuerpo —reacio a obedecerme— se contorneaba de manera curiosa y descontrolada, haciendo movimientos suaves y pausados que dejaban entrever mi actitud indecisa. Traté de concentrarme e idear una estrategia, pero el esfuerzo resultó en vano. La premura del momento, lo incómodo de aquella situación, habían bloqueado por completo mi capacidad de reacción. Perpleja, casi al borde de una turbación llevada a los extremos, fui incapaz de aprovechar los primeros segundos de vacilación; después sería demasiado tarde.

Varias veces traté de evadirme, sin lograr mi propósito. No pretendía ceder a los caprichos de su naturaleza agresiva, ansiosa por controlar la resistencia que oponía, pero tampoco me interesaba someterme con facilidad a sus bajos instintos y deseos inconfesos; entretanto, un escalofrío atravesó mi espalda, dibujando una línea imaginaria hasta la zona baja de mi cadera. Me estremecí al compás de sus brazos rodeando mi cintura, y por el rabillo del ojo pude ver cómo las manos entrelazadas del maestro crearon una especie de fortaleza de la que me sería imposible escapar.

Me atrajo hacia sí, presionando mis pechos contra la carne fláccida que colgaba en lugar de los suyos, contaminándome con su calor y un leve aroma a perfume barato. Entonces quise decir algo, pero de mi boca no salió más que un débil susurro, que fue interceptado por el maestro como una señal de asentimiento: mi suerte estaba echada. Comprendí que cualquier empresa resultaría infructuosa, calmaría mi sed de caricias en un mar de peligros, lleno de criaturas salvajes y animales desconocidos.

Negro, rojo, gris… ¿y el verde?


Sotanas negras, de odio,
portadoras de negros augurios,
nostálgicas de un negro pasado.
Sotanas rojas, de sangre,
de los inocentes que ignoraron,
de aquellos a los que condenaron,
nostálgicas de rencor, de represión
y de mezquina venganza.
Amigas del poderoso,
de ese poder mentiroso,
insensible al sufrimiento,
cómplice del abuso,
que enmascara la verdad y reescribe la historia. Seguir leyendo «Negro, rojo, gris… ¿y el verde?»