Leopold Mozart dejaba caer sus lágrimas sobre las cuerdas del violín. Movía el arco apasionado, compenetrado en su música. Sol, Re, La, Mi, signos acurrucados por los húmedos cuerpos tibios de su llanto. Los suspiros danzaban en la superficie de madera del Stradivarius. Las soledades fueron enamoradas por las notas musicales. Todo era algarabía en el interior del virtuoso. Por fin, había conocido el verdadero amor.